miércoles, 21 de febrero de 2018

LA APUESTA - CAPÍTULO XIII


 

ALFREDO

Desde al aeropuerto telefoneé a mi padre y le conté que por problemas personales había decidido marchar a Nueva York y hacerme cargo de la delegación de la empresa que se estaba proyectando abrir allí. Le supliqué que por favor no le contara a nadie mi paradero, al menos de momento, que simplemente dijera que me había marchado a trabajar fuera sin día de regreso. No hizo preguntas, pero no era tonto. Sabía que las cosas entre Manuel y yo no andaban bien últimamente y no puso ninguna objeción a mi espantada.

Cuando llegué a Nueva York me dirigí a la oficina en ciernes de lo que sería mi nuevo puesto de trabajo y me puse manos a la obra. En realidad la apertura de la nueva delegación estaba prevista para unos meses más tarde, pero adelantarla era para mí como una terapia de choque con la que pretendía olvidarme un poco de lo ocurrido, solo lo pretendía, porque en realidad sabía que eso era totalmente imposible.

Fueron meses de duro trabajo, muchos viajes, muchas charlas de negocios, pero ni por un momento la imagen de Gala consiguió irse de mi cabeza. Me acordaba de cada momento que habíamos estado juntos desde el preciso instante en que la conocí, pero sobre todo me acordaba de nuestra primera y última noche, mientras la amaba, porque realmente la amaba, y le susurraba al oído palabras de amor que habían estado guardadas en el fondo de mi corazón durante muchos años esperando una oportunidad que creía no se presentaría jamás. Seguramente a aquellas alturas me odiaría y no le faltaba razón. La había traicionado, aunque en el fondo había sido para que su marido y mi amigo no le diera la mala vida que no merecía, una vida llena de deudas y privaciones.

Hablaba con mi padre con relativa frecuencia. Las conversaciones giraban siempre en torno a la familia y a los negocios. Ni él me contaba nada de Gala y Manuel ni yo le preguntaba, ese era el pacto que habíamos acordado y que ambos cumplíamos a rajatabla. Pero una mañana me llamó y noté su voz diferente, cargada de preocupación, de tristeza. No se anduvo con muchos rodeos pero tampoco me dio demasiados detalles. Simplemente me soltó la noticia a bocajarro. Manuel había muerto. No necesitaba saber más, puede que tampoco quisiera saberlo.

Aquella noche me quedé hasta muy tarde en mi despacho. Cuando Ruby, recién nombrada mi secretaria personal, entró para preguntarme si se podía marchar ya a casa, le pedí que se quedara un momento. Se sentó frente a mí. Nos separaba la mesa de despacho. Me levante y me dirigí a la pequeña nevera que había al fondo, media oculta entre unas plantas altas y frondosas. Saqué de su interior una botella de vino, tomé dos copas de la vitrina y serví una para cada uno. La muchacha no decía nada, pero se veía que estaba un poco cohibida. La verdad era que ni yo mismo sabía por qué le había pedido que se quedara, pero confiaba en ella y necesitaba vaciar mi alma con alguien, aunque fuera mi secretaria.

-Es un buen vino, del que se hace en las bodegas de mi padre. Prueba, te gustará – le dije.

Sin contestar se llevó la copa a los labios con prudencia, como si tuviera miedo, como si estuviera acatando una orden de trabajo que temiera cumplir mal.

-Está muy bueno – dijo.

-Ruby.... No te he pedido que te quedaras por nada de trabajo, simplemente necesito hablar. Hoy me han dado la noticia de que mi mejor amigo se ha muerto.

-Vaya... lo siento... yo...

No la dejé hablar más, al fin y al cabo a la pobre se le veía azorada y sin saber cómo proseguir. Fui yo el que comenzó su propia historia, desde el principio, desde que conocí a Manuel y a Gala en la Universidad. Le conté cómo habían sido todos aquellos años, teniendo que reprimir el deseo y el amor que despertaba en mí la mujer de mi mejor amigo. Le conté mis noches de borrachera para intentar olvidar una realidad que no tenía remedio y que solo por unas horas se alejaba de mí memoria para regresar al día siguiente de forma más brutal si cabe. Y le conté la apuesta, mi mezquindad, mis dudas, mi huida.

-Y ahora Manuel ha muerto. ¿Por qué todo ha tenido que terminar así? – pregunté de manera absurda.

-No lo sé. Pero quizá debería usted aprovechar la oportunidad que le está brindando la vida.

Me sorprendió su respuesta, convencida y firme. Puede ser el vino la hubiera desinhibido , o que su aparente timidez fuera solo eso, aparente, o no fuera más que una prudencia mal entendida por mi parte.

-¿Qué quieres decir? – le pregunté mirándola a los ojos.

-Pues que si usted estaba enamorado de la mujer de su amigo y ahora es viuda... a lo mejor pasado un tiempo prudencial puede usted intentar reconquistarla.

-¿Después de lo que le hice? ¿Tú crees que estaría dispuesta?

-No lo sé – respondió, encogiéndose de hombros –. Yo no la conozco, pero el tiempo todo lo borra y va mitigando el dolor. Disculpe pero tengo un poco de prisa. ¿Puedo irme ya?

Sonreí amargamente. ¡Pobre muchacha! Acaso se había creído que escuchar mis cavilaciones formaba también parte de sus tareas administrativas.

-Por supuesto, Ruby, perdona por entretenerte, no era mi intención.

Se marchó y yo continué bebiendo, ella apenas había probado su copa. No sé cuanto tiempo permanecí allí, sentado en la silla de mi despacho, a oscuras, pensado en la remota posibilidad de que, tal y como había dicho Ruby, yo intentara reconquistar a Gala. No, era imposible. Los había perdido para siempre, a lo dos, y mi vida en España ya no tenía ningún sentido. Y no volví, hasta muchos años después, con la firme intención, esa vez sí, de recuperar un amor perdido.






No hay comentarios:

Publicar un comentario