miércoles, 7 de febrero de 2018

LA APUESTA - CAPÍTULO XII


 

GALA

Cuando me desperté el otro lado de la cama estaba vacío. Miré el reloj y pasaban un poco de las diez. El avión de Manuel llegaba a las once y yo había quedado en ir a recogerlo al aeropuerto. Supuse que Alfredo se habría marchado a la oficina y no había querido despertarme. Me di una ducha rápida, fui a coger el coche y puse rumbo al aeropuerto. Mientras conducía iba pensando en lo ocurrido y en las posibles consecuencias. No sabía cómo iba a terminar todo aquello. Estaba confundida. Me había acostado con el mejor amigo de mi marido, y lo peor no era eso, lo peor era que estaba enamorada de él, que siempre lo había estado, aunque durante todos aquellos años me lo había negado a mí misma no sabía muy bien por qué. Y ahora... ¿ahora qué? No deseaba llevar una doble vida y menos con Alfredo. Tampoco sabía si él estaba dispuesto a traicionar a Manuel y comenzar una nueva vida a mi lado. Y yo no quería hacer daño a quien durante tanto tiempo me había amado y me había cuidado y protegido, pero aún así tenía muy claro a quién elegir.

Al llegar al aeropuerto intenté alejar de mi mente aquellos negros pensamientos. No quería que Manuel notara nada extraño en mi comportamiento. Sin embargo cuando lo vi salir de la sala de equipajes no pude evitar que una sensación extraña, mezcla de desasosiego y rechazo, se adueñara de mí. Aun así le sonreí y lo saludé con el beso de rigor.

-¿Qué tal el viaje? – le pregunté – ¿Has conseguido cerrar negocios?

-Ha salido todo perfecto – respondió a la vez que echaba su brazo sobre mis hombros y salíamos de la terminal – ¿Y tú? ¿Te has aburrido mucho?

-Bueno... no demasiado, he aprovechado para leer, pasear un poco... esas cosas que me gustan, ya sabes.

-¿Has visto a Alfredo? Le hice prometer que te cuidaría mientras yo no estaba.

Al principio no supe qué contestar. Mentir no era mi fuerte y temía que a pesar del embuste la verdad se reflejara en mi rostro cual si llevara un letrero en la frente con la infidelidad cometida. Sin embargo, y para mi propia sorpresa, después del desconcierto inicial, contesté con firmeza.

-Quedamos un día para tomar un café, pero él también está ocupado con sus cosas. Además, ya te dije en una ocasión que no hace falta que nadie mire por mí, sé cuidar de mí misma.

Afortunadamente la conversación sobre Alfredo murió en ese punto y el trayecto de vuelta a la ciudad lo hicimos en medio de un silencio extraño salpicado por comentarios intrascendentes. Lo dejé en la oficina y me marché a casa. Poco imaginaba yo lo que aquel mismo día iba a cambiar mi vida.

*

Manuel regresó a casa un poco más tarde de lo normal, cosa rara, puesto que cuando volvía de viaje apenas paraba en la oficina más que para dar cuenta de lo acontecido durante el mismo y se tomaba el resto de la jornada de descanso. Sin embargo en aquella ocasión eran más de las diez cuando escuché el sonido de la llave en la puerta. Yo había estado inquieta durante todo el día, más por no saber nada de Alfredo que por otra cosa. No me había atrevido a llamarlo a la oficina y él no se había puesto en contacto conmigo, lo que me llevó a pensar que se había tomado la noche anterior como una pura diversión sin más. A pesar de mi desencanto en el fondo sabía que era lo mejor. Habíamos vivido un momento de debilidad, nos habíamos dejado arrastrar por la pasión y hasta ahí había llegado el asunto. Ahora tocaba olvidarse del tema y retomar la vida de siempre. Un poco duro para mi corazón de mujer enamorada de quién no debía, pero así todos nos ahorraríamos muchos disgustos y malos tragos.

Cuando mi marido entró en el salón supe que algo ocurría. Estaba pálido y con el rostro desencajado. Se dejó caer en su sillón y tirón un sobre amarillo sobre la mesa de la salita sin pronunciar palabra.

-¿Qué te pasa, Manuel? – le pregunté preocupada – ¿Te encuentras mal? ¿Por qué te has quedado a trabajar todo el día?

Ni siquiera me miró, mucho menos contestó a mis preguntas. Simplemente señaló con un gesto el paquete que había tirado sobre la mesa y me dijo:

-Ahí dentro hay una cinta de vídeo, ponla, por favor.

-Pero...

-¡He dicho que la pongas! – repuso elevando la voz.

Nunca lo había visto así. Manuel era un persona tranquila, quizá demasiado, y jamás, durante los años que hacía que nos conocíamos, me había levantado la voz. Así que hice lo que me mandaba. Metí la cita en el reproductor y le di al botón correspondiente. Cuando vi las imágenes en la televisión no sé qué sentí. Una mezcla de miedo, de desencanto, la certeza de que mi vida se iba a la mierda directamente. No entendía por qué Alfredo había hecho semejante cosa y mucho menos por qué se había tomado la molestia de enseñársela al que se suponía que era su mejor amigo. Mi corazón palpitaba tan fuerte y tan rápido que pensé que me moría. Intenté controlar la respiración y cuando de la televisión comenzó a salir el sonido de mis propios gemidos descontrolados, la apagué.

-¿Qué significa esto, Manuel? – pregunté armándome de coraje.

-No creo que estés en situación de preguntar. Más bien soy yo quién tiene que pedir explicaciones ¿no crees?

-Pues llama a tu querido amigo y se las pides a él. Creo que te las tiene que dar tanto como yo, puesto que ha sido él el que se ha molestado en montar todo este tinglado. Me acosté con él, a la vista está... No sé qué más decirte. Solo quiero que lo llames y que hablemos los tres, creo que es necesario.

Manuel se pasó las manos por los cabellos, visiblemente nervioso. Parecía como si su furia del principio se hubiera convertido en desesperación.

-Gala... siéntate un momento. Antes de hablar sobre esto... tengo que contarte algo.

Entonces lo soltó todo. Su afición al juego, las grandes cantidades de dinero perdidas y la última apuesta, aquella en la que yo era el triunfo. Alfredo había ganado, yo había sido suya durante apenas unas horas y así mi marido aceptaba todo lo que un día había perdido, aunque ahora me perdiera a mí. Reconozco que saber lo miserable de su comportamiento, el de ambos, me hacía sentir cierto alivio, como si mi propia culpabilidad fuera menos.

-Pero... ¿Cómo habéis podido? Sois... sois unos miserables, unos hijos de puta. ¿Cómo habéis podido utilizarme de esa manera? ¿Y ahora qué? ¿Qué va a pasar ahora? ¡Joder! ¡Cómo he podido ser tan estúpida! ¡Cómo he podido estar tan ciega!

-Alfredo se ha marchado. Nadie en la empresa sabe a dónde. Su padre hoy nos ha dicho que se ha ido y que no va a volver en una larga temporada, y que por razones personales no desea que se sepa dónde está.

Trate de encajar la noticia. En realidad traté de encajar todo lo que estaba ocurriendo. Aquello era una verdadera locura en la que los tres teníamos nuestra parte de responsabilidad, y Alfredo había tomado el camino más fácil, quitarse del medio.

-Gala, perdóname. Yo estoy dispuesto a olvidar también. Ni lo que yo he hecho ha estado bien, ni lo que has hecho tú tampoco lo está. Olvidemos y empecemos de cero.

Le miré y no vi a Manuel, no vi al hombre del que un día me había enamorado, aquel muchacho apocado y tímido que había logrado conquistar mi corazón con sus detalles. Vi a un desconocido, a un derrotado, a alguien que se había jugado el todo por el nada, a alguien que yo no deseaba tener a mi lado. Ya no había nada que hacer, nada tenía arreglo.

-Pero... cómo puedes decir eso. Esto se ha terminado, Manuel. No te preocupes, quédate tú en la casa. Me voy yo.

Metí cuatro cosas en una maleta y salí sin despedirme. Tomé un taxi y me dirigí a casa de Cristina, casi la única amiga que tenía, compañera en la academia en la que preparábamos oposiciones. Se sorprendió de que me presentara en su casa a aquellas horas pero no hizo preguntas y me acogió. Le conté lo sucedido y después de darme una tila me hizo irme a la cama y descansar. Había sido un día muy largo.

A la mañana siguiente vi las cosas con muchas más claridad. Tenía que comenzar de cero y así lo iba a hacer. Ni mi marido ni Alfredo se merecían estar a mi lado, puede que yo tampoco al suyo, así que lo mejor era separarnos para siempre, olvidarnos de que alguna vez nos habíamos conocido y mirar la vida de frente, aunque en aquellos momentos se mostrara desafiante.

Cristina me ofreció su casa mientras no se arreglaran las cosas, lo cual agradecía, puesto que no me gustaba la soledad y la simple perspectiva de no tener con quién comunicarme al regresar al hogar, me inquietaba.

Manuel se puso en contacto conmigo unos días más tarde. Insistiendo en que volviéramos a comenzar. Argumentaba que ya todo era como antes, como antes de que él cayera en el juego, que ya había recuperado su dinero y su capital y que no volvería a hacer lo que había hecho jamás. No se daba cuenta de que a mí me había perdido de manera definitiva, que yo tenía el corazón muy lastimado y que no quería saber nada de hombres, ni en aquel momento ni nunca.

Contacté con un abogado para que empezara a gestionar los papeles de la separación. Cuando Manuel se enteró quiso evitarlo a toda costa, pero yo no me volví atrás. No quería nada de él, nada, ni siquiera su maldito dinero, ese por culpa del cual me había perdido. Me pondría a trabajar en lo que fuera mientras preparaba mis oposiciones, o tal vez me regresara a Ibiza, con mi abuela. Tal vez nunca debiera haber salido de allí. Sin embargo Cristina me convenció de que me quedara en La Coruña y se comprometió a intentar encontrar un trabajo para mí en la tienda en la que ella misma trabajaba como dependienta a media jornada.

Sin embargo las cosas se complicaron más de lo previsto. A parte de la lata que me daba Manuel por lo mal que llevaba la separación, pasado un mes de mi encuentro con Alfredo me di cuenta de que no me venía el período. Era lo que faltaba, la gota que colmaba el vaso de mi desesperación. En proceso de separación y esperando un hijo que además no era de Manuel. Era bastante evidente que si durante aquellos años no había conseguido quedarme embarazada y de pronto había ocurrido, el posible niño era de Alfredo.

Uno de aquellos días pasé por una farmacia y me compré un test de embarazo. El resultado fue el que esperaba: positivo. Pensé en abortar, pero por aquel entonces todavía era muy difícil encontrar una clínica que se prestara a ello. Además, en el fondo no deseaba deshacerme de aquel hijo, a pesar de la forma irónica en que la vida me lo estaba entregando.

Decidí hacer una visita a mi abuela. Necesitaba de sus consejos, escuchar su voz, sus palabras cargadas de sabiduría que conseguían sosegar mi alma. Además no sabía nada de lo ocurrido todavía, pues no quería disgustarla, pero había llegado el momento.

El mismo día de mi llegada, al atardecer, bajamos a la playa y nos sentamos en nuestro rincón de siempre. La primavera se terminaba y daba paso al incipiente verano. La temperatura era agradable y la situación invitaba a la conversación, a las confidencias. Así que le conté todo, desde el principio, hasta el final.

-Supongo que tenía que ocurrir en algún momento, aunque no haya sido la manera idónea – dijo cuando terminó de escucharme.

-No entiendo, abuela.

-Desde el principio supe que de quién estabas enamorada era de Alfredo. Y también supe que Manuel no era hombre para ti. Es un buen muchacho, pero un poco... no sé, pusilánime quizás. No sé. Lo que sí sé es que no te queda otra que tirar para delante. Gala tú no necesitas a ningún hombre a tu lado. Y yo te ayudaré. Puedes quedarte aquí si quieres, hasta que tengas a tu hijo.

-Gracias, pero no puedo, tengo que seguir con mi estudios en la academia, no puedo abandonar ahora. Y además debo ponerme a trabajar.

-No te preocupes por eso, pequeña. Yo te mandaré una cantidad de dinero todos los meses para que no tengas que trabajar. Estudia y cuando apruebes tus oposiciones, me lo devuelves.

Los consejos de mi abuela me convencieron y me hicieron olvidar mis problemas. Era cierto, yo sola podía, vaya si podía.

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