jueves, 25 de enero de 2018

LA APUESTA - CAPÍTULO X




GALA

Me pareció extraño que fuera Manuel el que tuviera que viajar a Francia, pues siempre solía hacerlo Alfredo, pero no dije nada. En realidad, desde que había descubierto la falta de dinero en mi cuenta, observaba todo con ojo avizor y había comportamientos, tanto de mi marido como de Alfredo, que no me parecían del todo normales. Me daba la impresión de que estaban tramando algo, aunque no tenía ni la más remota idea de qué podía ser.

Mi marido se marchó a Marsella un viernes y el sábado a media mañana sonó el teléfono. Me sorprendió escuchar al otro lado la voz de Alfredo.

-Buenos días Gala, ¿qué tal? – preguntó de manera rutinaria.

-Pues... bien, un sábado más, bueno, tal vez un poco más aburrido, sin Manuel, pero nada que no tenga remedio. ¿Querías algo?

-Bueno, precisamente como Manuel no está, pensé que a lo mejor te gustaría que te fuera a buscar por la noche y salir a tomar algo.

Me desconcertó su proposición y mis sentidos se pusieron alerta, no porque aquella invitación llevara implícita en sí segundas intenciones por parte de Alfredo, sino por mis propias inseguridades. Hacía tiempo que no pensaba en él como hombre, pero el mero hecho, la mera posibilidad de salir con él, removió algo dentro de mí, algo que me dijo que no era conveniente que aceptara su propuesta.

-Te lo agradezco pero no me apetece mucho salir esta noche. Tenía pensado quedarme tranquilamente en casa viendo una película o leyendo. Tal vez en otro momento.

No insistió, me dijo que si necesitaba algo no dudara en llamarlo. Se lo agradecí nuevamente y colgué. Me dediqué el resto de la mañana a trajinar por casa y cuando finalmente, después de comer, me senté en el sofá del salón cómodamente, dispuesta a leer, la imagen de Alfredo asaltó con brutalidad mi cerebro y lo copó todo, impidiendo que me concentrara en la lectura. No dejaba de imaginar esa salida nocturna que no iba a tener lugar y no podía evitar, de vez en cuando, mirar el teléfono deseando que volviera a sonar, incluso me rondó por la cabeza la tentación de ser yo quién llamara. No lo hice. Alrededor de las diez, cuando ya el amigo de mi esposo se había despegado un poco de mi cerebro, el sonido estridente y brusco del timbre del teléfono me asustó. Me abalancé con premura sobre el aparato y lo descolgué con la esperanza, o la ilusión, o qué se yo, de que fuera Alfredo, pero no, era Manuel que me llamaba antes de irse a la cama. Hablamos un rato y cuando colgué, suspirando como una idiota, pensé que había sido mucho mejor que fuera él y no Alfredo. De nuevo Alfredo me rondaba la cabeza por culpa de una simple llamada de cortesía.

El día siguiente amaneció triste y gris. Me levanté tarde y como no tenía nada que hacer anduve dando vueltas por casa como una boba. A media tarde levantó la niebla y harta de estar sin hacer nada encerrada entre las cuatro paredes de mi casa, decidí salir a dar una vuelta por la ciudad. Caminé sin rumbo y terminé en una cafetería de La Marina, extrañamente poco concurrida en aquella tarde de primavera. Pedí un café y mientras lo revolvía distraídamente alguien se sentó a mi lado. Me asusté y di un respingo, mas enseguida pude comprobar que era Alfredo.

-Vaya, qué casualidad – dijo – Pasaba por aquí y te vi. ¿Te importa que tome un café contigo?

-En absoluto – le contesté mientras notaba como dentro del pecho el corazón latía cada vez más fuerte.

La charla que comenzó en aquel instante, al principio intrascendente y un poco forzada, fue distendiéndose y derivando hacia recuerdos de nuestros años de universidad que hicieron que las horas pasaran casi sin darnos cuenta. Cenamos picando algo y tomando un vino dentro de una tasca desierta y después me acompañó a casa dando un paseo. Como aquella vez, algunos años atrás, en que me acompañó al piso cutre en el que yo vivía en Santiago, quise que me besara, aun a sabiendas de que hoy era peor que ayer, que si en aquel momento Manuel era simplemente mi novio, hoy era mi marido y estaba unido a mí con papeles y con promesas. Cuando llegamos al portal nos paramos frente a frente y durante una décima de minuto pensé que ocurriría, pero no fue así.

-Bueno, ha sido una tarde muy agradable – dijo – Espero que te haya ayudado un poco para espantar el tedio por la ausencia de Manuel.

-Por supuesto que sí. Muchas gracias por todo. ¿Quieres subir a tomar una copa?

No sé por qué le hice esa pregunta, o sí lo sé. Tenía la esperanza de que pasara lo que yo quería y no debía pasar. Creí percibir un brillo especial en sus ojos cuando me oyó y creí también que iba a aceptar mi propuesta, pero me equivoqué.

-No, muchas gracias. Mañana tengo una reunión muy temprano y quiero descansar lo suficiente para estar bien despejado. Que descanses.

Así fue que aquella noche no conseguí pegar ojo. A mi mente regresaban una otra vez los momentos pasados aquella tarde, retazos de conversaciones entremezclados con la sonrisa de Alfredo y su mirada de un azul grisáceo. Y el deseo de aquel beso que se había quedado flotando en el aire en la puerta de mi casa.

Pasé la semana inquieta, soportando dentro de mí un sentimiento de culpabilidad que no tenía mucha razón de ser. Cada vez que Manuel me llamaba, algo me reconcomía por dentro, sobre todo porque me preguntaba por Alfredo con extraña insistencia, hasta que un día me harte de tanta pregunta.

-¿Se puede saber qué pasa con Alfredo? No sé por qué tengo que saber de él, se supone que sigue en la empresa, llámalo allí si quieres. Yo qué sé de su vida – le espeté un día.

-Bueno mujer, no te enfades. Yo solo te lo decía porque me prometió mirar por ti estos días de mi ausencia.

-Pues no me hace falta que mire por mí ni él ni nadie, ya soy mayorcita y sé cuidarme sola.

Aquella conversación me puso un poco nerviosa. Parecía como si mi marido pudiera escarbar en mi interior, incluso desde la distancia, y conocer mis pensamientos. Decidí intentar olvidarme de Alfredo en la medida de lo posible. Era una tentación de la que debía alejarme, sí o sí.

El viernes Manuel regresó de su viaje. Alfredo lo fue a buscar al aeropuerto y juntos vinieron a casa. Era casi de noche cuando llegaron y se empeñaron en que me arreglara para salir a cenar algo por ahí. Hacía una magnífica noche de primavera y aunque al principio me negué, finalmente consiguieron convencerme. Maldita la hora. Fuimos a la taberna a la que solíamos ir siempre cuando deseábamos tomar algo y la cena no pudo transcurrir en un ambiente más tenso, propiciado por aquellos dos, que encima trataban de disimular esa propia tensión. Primero se lanzaban pullas estúpidas y luego las disfrazaban de broma. Y todo ello aderezado con las miradas que Alfredo me echaba de vez en cuando y que me ponían más nerviosa que otra cosa. Allí ocurría algo que se me escapaba, y a pesar de todo preferí no preguntar. De vuelta a casa tanto Manuel como yo caminamos en silencio y cabizbajos, sabiendo ambos que las cosas no estaban como debieran, pero sin decir nada, como así pudiéramos esconder el problema.

Para colmo de males, como colofón a aquella mierda de cena, las miradas que Alfredo me había echado durante la misma habían vuelto a despertar la atracción que yo sentía por él, si es que se había dormido en algún momento. Tanto, que aquella noche, mientras Manuel y yo hacíamos el amor, no pude evitar pensar que eran las manos de Alfredo las que acariciaban mi cuerpo, y sus labios tiernos y jugosos, los que me besaban.

Quince días hubieron de pasar antes de que Manuel saliera de viaje de nuevo, esta vez a Noruega, donde había de permanecer otras dos semanas. Quince días durante los cuales Alfredo nos visitó con inusitada frecuencia, aún cuando la relación entre ambos se veía a las leguas que estaba más bien tensa. Yo continuaba en mi tónica de preferir no preguntar y sobrellevar la situación como podía, que no era bien precisamente, pero si aguantaba era porque esperaba que lo que fuera que les ocurría a aquellos dos terminara por arreglarse y todo volviera a ser como antes.

Unos días después de marchar Manuel, Alfredo volvió a aparecer en mi vida. Con la misma cantinela que la vez anterior. Y esta vez acepté sin remilgos, dispuesta a sonsacarle sobre qué era lo que le ocurría con mi marido. Así que delante de una frugal cena y cuando él iniciaba conversación sobre no se qué cosa, yo fui cortante y le espeté lo que tenía pensado.

-Alfredo, antes de nada, quiero saber qué es lo que ocurre entre mi marido y tú.

-No te entiendo – me respondió mirándome con ojos que no podían esconder el desconcierto.

-Me entiendes perfectamente – insistí – Os empeñáis en estar juntos y cuando lo estáis no paráis de soltaros pullas estúpidas que a mí se me escapan al entendimiento. Sé que ocurre algo, aunque tanto tú como él os empeñéis en ocultármelo.

Bajó la mirada y jugueteó con el tenedor en el que tenía pinchada una rodaja de pulpo. Luego tomó un sorbo de vino. Parecía que no tenía ni la más mínima intención de contestarme.

-¿Y bien? – insistí.

-No puedo decirte nada – dijo por fin.

-Entonces tengo razón, pasa algo.

-Gala, por favor, repito que no puedo decirte nada. Lo sabrás a su debido tiempo.

-Dime por lo menos si... si es grave.

Nuestras miradas se cruzaron y se mantuvieron ahí paradas durante unos segundos que parecieron horas. Sus pupilas rezumaban preocupación y dudas.

-No sé lo grave que puede llegar a ser. Creo que... no, no voy a decir nada más. Olvídalo, por favor, olvídalo.

Puso su mano sobre la mía, que reposaba lánguida sobre el mantel y una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo y me estremeció. Mi cabeza me decía que debía retirarla, mi corazón me incitaba a dejarla allí, debajo de la suya, esperando algo más, que llegó en forma de ligero apretón.

-Disfrutemos de esta noche, por favor. Salir contigo es una manera de.... de evadirme de todo lo que ocurre, es la única manera, te lo suplico.

Sus ruegos me dejaron fuera de combate. Opté por seguir cenando, casi en silencio. Cuando terminamos quise regresar a casa. De nuevo él me acompañó y otra vez caminamos en silencio sin más compañía que nosotros mismos y nuestros propios pensamientos. Cuando llegamos al portal yo me dispuse a entrar en casa y me despedí de él con un escueto buenas noches.

-Espera – me dijo, paralizando mi mano, que intentaba meter la llave en la cerradura.

Me di la vuelta y lo encontré allí, muy cerca de mí, pegado a mi cuerpo. La oscuridad era espesa y apenas podíamos vernos, pero sí sentirnos. Su brazo rodeó mi cintura y me atrajo hacia él. Mi corazón latía con fuerza, con tanta fuerza que casi parecían escucharse los latidos. Luego sentí sus labios sobre los míos, su lengua abriéndose paso hacia el interior de mi boca. Debía haberle rechazado en ese preciso instante pero no lo hice, al revés, rodeé su cuello con mis brazos y me entregué a aquel beso tantas y tantas veces soñado.

No sé cuánto duró, no tengo ni idea del tiempo que nuestras bocas permanecieron unidas absorbiendo nuestros deseo. Cuando nos despegamos yo murmuré una excusa ininteligible, como si la culpable de la situación hubiera sido yo.

-Lo siento, yo....

-Calla, no digas nada – le escuché decir a él –. Ambos sabemos que lo estábamos deseando desde hacía tiempo. Mañana estaré ocupado todo el día, pero vendré a buscarte para cenar.

Se fue y me dejó allí, completamente confundida y sin saber qué hacer. Poco imaginaba yo, todo lo que iba a destapar aquel beso.

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