lunes, 1 de enero de 2018

LA APUESTA - CAPITULO VI


 

GALA

El mismo año que terminé mis estudios nos casamos. Fue una boda sencilla, en Ibiza, a la que acudieron los familiares y unos pocos amigos, y después de la cual asentamos nuestra vida en La Coruña, donde Manuel y Alfredo trabajaban en la empresa del padre de éste.

Aquel último año yo había estado sola en Santiago, pues ellos dos ya habían terminado su carrera y habían comenzado a trabajar. Lejos se sentirme sola, agradecí aquellos meses de cierto alejamiento para reflexionar sobre mi futuro y sobre los contradictorios sentimientos que últimamente albergaba mi corazón.

Y es que desde hacía un tiempo, cada vez que Alfredo y yo estábamos cerca, se revolvían mis entrañas de una manera extraña. No puedo decir que despertara en mí lo mismo que Manuel, evidentemente no era así, pero tampoco era una amistad limpia y pura sin más.

Un día, al final del curso anterior, en plena época de exámenes, salimos a dar una vuelta por la ciudad para airearnos un poco. Manuel no quiso salir, así que lo hicimos Alfredo y yo solos. Fue una tarde distendida y muy divertida, en la que descubrí la otra cara de un hombre que no era en absoluto el tipo duro en indiferente que aparentaba ser. Alfredo tenía su corazoncito, aunque se empeñaba en esconderlo y en dar una imagen de frialdad e indiferencia que nada tenía que ver con la realidad. Era un tío galante, agradable, y sobre todo divertido. Los momentos a su lado eran una risa continua, algo que echaba terriblemente en falta al lado de Manuel, que era un chico serio y en ocasiones demasiado responsable.

Aquella tarde Alfredo me llevó al recinto de la feria y juntos montamos en cuanto cachivache había, disfrutando como dos chiquillos, como yo nunca había recordado disfrutar desde mi infancia. Luego, al anochecer, de vuelta a casa, caminamos despacio por las calles atestadas de gente, muy despacio, creo que demorando los pasos adrede para tardar más en llegar a nuestro destino. En algún momento, en medio de nuestra charla y de nuestras risas, tuve la impresión de que quería besarme, y confieso que yo también deseé que lo hiciera, a pesar de saber que si aquel beso llegaba a materializarse echaría por tierra muchas cosas.

No ocurrió, no hubo beso, pero algo cambió aquella tarde, algo que hizo que viera a Alfredo como un hombre y no como el amigo de Manuel y que pensara en él mucho más de lo conveniente. Ni siquiera el verano y mi regreso a Ibiza, ni siquiera la compañía continua de Manuel durante su mes de vacaciones, hicieron que Alfredo se me fuera de la cabeza. No es que pensara en él constantemente, incluso había días en que no aparecía por mi mente, pero en ocasiones, por una cosa o por la otra, salía a relucir en mi cerebro, y recordaba aquella tarde, y las sensaciones que me había provocado su compañía.

Aquel último año de mi carrera intenté centrarme en Manuel, en preparar la boda, que tampoco requirió demasiada preparación dado lo simple que quisimos que fuera, y en finalizar mis estudios. Vi muy poco a Alfredo, pues era Manuel el que los fines de semana acudía a visitarme a Santiago y solo apareció de nuevo en mi vida quince días antes de mi boda, cuando él y Manuel se vinieron a Ibiza. Mi novio quiso traer a su amigo para que conociera la isla y para disfrutar juntos de sus últimos días de soltería. Me lo había consultado y yo no supe decirle que no, no debía hacerlo aunque no me hiciera demasiada gracia convivir con Alfredo justo las dos semanas previas a mi enlace.

Debo admitir que fue discreto y respetó la indiferencia que mostré hacía él desde que puso el pie en casa de mi abuela. Debo admitir, igualmente, que él también se mostró indiferente y que procuraba permanecer lo menos posible a solas conmigo... O tal vez fueran figuraciones mías, porque, en todo caso, la que creía sentir algo por él era yo, pero en ningún momento él me había demostrado que le ocurriera lo mismo.

Una tarde, faltarían tres o cuatro días para la boda, en la que el calor era extremadamente sofocante, me apeteció sacar un poco de agua fresca del pozo que había en el patio posterior de la casa. Abrí la tapadera y dejé caer el cubo a través de la roldana. Luego, cuando estuvo lleno, comencé a subirlo. Pesaba mucho y la cuerda tosca y gruesa me hacía daño en las manos. Entonces, como salido de la nada, apareció él. De pronto lo sentí a mis espaldas, rodeando mi cuerpo con sus brazos a fin de que sus manos firmes y grandes sujetaran la cuerda de la que a mí tanto que costaba tirar. Sentirlo tan cerca me turbó y mi corazón comenzó a latir con fuerza.

El cubo por fin emergió lleno de agua fresca y transparente. Alfredo lo colocó encima del pozo.

-Ya está – dijo sonriendo –. Pesa demasiado para una chica como tú.

Me di la vuelta y quedamos frente a frente .

-¿Una chica como yo? ¿Y cómo soy yo?

-Pues cómo vas a ser.... dulce, delicada, suave...

Le miré a los ojos, a aquellos ojos grises que irradiaban un no sé qué extraño. Sí, él parecía sentir algo por mí también. De nuevo, como aquella noche en Santiago regresando a casa, quise que me besara y creo que lo hubiera hecho si no hubiera aparecido mi abuela en aquel momento reclamando el agua que habíamos sacado del pozo. No se dio cuenta de la especie de hechizo en el que estábamos envueltos, o al menos no pareció darse cuenta.

El día anterior a la boda, por la noche, en la soledad de mi cama, sin poder dormir, me asaltaron, una vez más, las dudas sobre si estaba haciendo lo correcto. Mi amor por Manuel estaba fuera de toda duda, sin embargo aquella inexplicable atracción que sentía por Alfredo y que me sacudía los sentidos cuando estaba cerca de mí... no quería que aquel hombre fuera un peligro para mi matrimonio. Manuel y Alfredo se habían marchado a la ciudad a tomar unas cervezas y disfrutar juntos de la última noche de solteros. Miré el reloj y vi que era casi la una de la mañana. Me incorporé en la cama y posé los pies en el suelo. La frialdad de las baldosas alivió un poco mi agitación. Me levanté y me acerqué al vestido de novia que colgaba de un percha. Era sencillo, tipo ibicenco, como no podía ser de otra manera, nada que ver con el típico vestido de princesa con el que muchas novias acudían al altar y que a mi siempre me parecieron burdos disfraces. Pasé mi mano lentamente por la tela de seda, suave y liviana. Luego me vestí con una camiseta y un pantalón cortó y salí a la noche. La temperatura era ideal. Bajé hasta la pequeña cala situada al final de la finca de mi abuela y me senté sobre la arena fría. Mañana todo debía cambiar, mañana tenía que olvidarme para siempre de Alfredo y centrarme en ser feliz al lado del hombre que había elegido.

-Estas no son horas para estar despierta el día anterior a tu boda, pequeña.

La voz tenue y grave de mi abuela me hizo dar un respingo. Ella solía bajar muchas noches a la playa, cuando el insomnio hacía acto de presencia y alteraba un poco sus horas de descanso.

-¿No podías dormir? – me preguntó.

Sacudí la cabeza negativamente mientras miraba hacia la espuma que las olas formaban y que se apreciaba perfectamente alumbrada por la luz de la luna llena.

-Bueno... es normal que una novia no pueda dormir el día anterior a su boda... y menos teniendo que lidiar con esa batalla que tienes en tu cabecita.

Miré a mi abuela y pude apreciar su perfil casi majestuoso. Tenía apenas sesenta y dos años, pues había tenido a mi madre muy joven, y ni siquiera los aparentaba. Todavía conservaba su belleza de antaño, a pesar de unas pocas arrugas en la frente y en la comisura de los labios, y de igual manera mantenía intacta esa intuición un poco enigmática de la que siempre había hecho gala.

-¿A qué te refieres, abuela? – le pregunté, en un intento burdo de mostrarle que no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

-Venga, Gala, no intentes disimular, que siempre se te dio muy mal mentir. Lo llevo observando desde que llegó a casa. Y no eres solamente tú, a él también le pasa. El amigo de tu novio...

Suspiré, dejando salir con fuerza el aire de mis pulmones. No tenía sentido negarlo.

-No sé qué me pasa cuando estoy a su lado, abuela. Es como.... no sé, deseo supongo.

-Mientras no sea amor...

-No lo es. No tiene nada que ver con lo que siento con Manuel. A Manuel lo quiero, sin embargo lo que siento por Alfredo es solo... una atracción insana.

-Gala – dijo mi abuela, después de un rato de silencio – todavía estás a tiempo de pensar las cosas. No intentes convencerte a ti misma de cosas que no son. Y si de verdad deseas casarte mañana con Manuel, hazlo, pero con la total seguridad de que le amas. Anda, es mejor que regresemos a casa. Mañana el día será muy largo.

Así hicimos, regresamos a casa y en cuanto me metí en la cama me dormí. Al día siguiente me uní en matrimonio, ante un dios en el que no creía, con Manuel. Pero no pude evitar, en el momento de darle el sí quiero, que mi pensamiento volara al lado de Alfredo y de lo que nunca llegaría a ser.





















No hay comentarios:

Publicar un comentario