viernes, 22 de diciembre de 2017

LA APUESTA - CAPÍTULO IV


 

GALA

Conocer a Manuel y a Alfredo creo que fue el hecho más circunstancial de mi existencia. Porque estudiar en Santiago lo fue y seguramente si no lo hubiera hecho tampoco hubieran entrado ellos en mi vida. Yo vivía en Ibiza con mis padres y mi abuela, bueno, más bien con mi abuela, pues mis padres eran dos seres bohemios que se ocupaban más de divagar sobre cuestiones políticas o artísticas que no interesaban a casi nadie más que a la comuna de hippies con los que se relacionaban, que de cuidar a su propia hija. Me visitaban de vez en cuando, me daban dos besos y tres caricias y con las mismas se volvían a sus quehaceres tan interesantes. No los eché demasiado de menos, mi abuela era una persona cabal que cubría casi todas mis necesidades, tanto afectivas como de cualquier otro tipo. Pero lo cierto es que llegó un momento en que la forma de vida de mis padres comenzó a molestarme. Yo era una chica tímida a la que no gustaban las estridencias ni la vida casi al límite, así que mi propia abuela, que aunque era mayor, no tenía un pelo de tonta y sabía de mi congoja, me aconsejó que me fuera a estudiar lejos, que ella tenía dinero suficiente para pagarme los estudios, incluso si quería marchar al extranjero. No fue necesario. Cogí un mapa de España y tiré un pequeño botón encima. Rebotó un par de veces y paró en Santiago, podía haberlo hecho en Madrid o en Sevilla, pero lo hizo en aquella ciudad de Galicia, para llevarme al lado de Alfredo y Manuel.

Recuerdo perfectamente el día que les conocí, en el piso de un amigo de un amigo de mi amiga Luisa, o algo así. Yo andaba por allí completamente perdida. Por aquel entonces era bastante tímida y me costaba un poco hacer amistades, pero también era consciente de que tenía que salir a enfrentarme al mundo, si no a comerlo. Aquella noche andaba por allí, cambiando impresiones con unos y con otros cuando alguien me los presentó y nos hizo una foto, una tontería como otra cualquiera.

No sé qué me parecieron, una pareja extraña en todo caso. Parecía que Alfredo llevaba la voz cantante y que el otro era como un títere que hacía bailar a su antojo. Fuera de eso no me fijé en ninguna otra cosa, no me cayeron ni bien ni mal, no hubo tiempo para reparar en eso. Tampoco me parecieron guapos o feos, no era algo en lo que yo me fijara en las personas, en su aspecto físico, que era más bien secundario para mí. Además puede que no volviera a encontrarme con ellos, o puede que sí, pero que no los reconociera. Entre la mente un poco embotada por el alcohol y la cantidad de gente que entraba y salía del piso no creía que fuera capaz de recordar ni siquiera a la mitad de los que aquella noche me habían presentado.

Sin embargo, y para mi sorpresa, apenas unos días más tarde me encontré con uno de ellos a la salida de la facultad. Era el tímido, el que yo creía títere, aunque pudiera ser que estuviera equivocada. Estaba sentado en un banco de piedra de los que había en el patio de la entrada. Parecía esperar a alguien. Cuando pasé a su lado me saludó con una sonrisa y por primera vez me fijé en su cara. Era agradable, sin llegar a ser muy guapo. Tal vez demasiado delgado, de aspecto un poco desaliñado, el pelo un poco largo, una dentadura blanca y perfecta, uno bonitos ojos color marrón claro, o eso parecía en la distancia. Aquel primer día no le di más importancia, pero cuando me lo empecé a encontrar con cierta frecuencia comenzó a parecerme rara tanta coincidencia. Seguramente no era coincidencia. Seguramente esperaría a algún compañero, o a su novia. Puede que tal vez me esperara a mí, que se apostara allí, soportando el frío de los ya húmedos atardeceres otoñales del norte, simplemente para verme salir. Confieso que me gustó la idea y me sentí un poco estúpida.

Una tarde de noviembre al salir de clase, ya caída la noche sobre la ciudad, comenzó a llover con fuerza. Por aquel entonces me fascinaba la lluvia. Acostumbrada al clima seco y caluroso de las islas, en las que el invierno era extremadamente suave y llovía más bien poco, sentir las gotas de agua caer sobre mí, empapar mi pelo y mis ropas, era algo que me hacía sentir inmensamente feliz. Por eso aquella noche me dejé acariciar por el aguacero torrencial que caía sobre Santiago. La calle estaba desierta, solo yo permanecía allí en medio dejándome calar hasta los huesos. Entonces le vi. Manuel estaba guarecido bajo los soportales y me miraba con los ojos muy abiertos, como si estuviera viendo un extraterrestre. Me sentí un poco estúpida. Seguramente él pensaría que lo era, y para salir de la situación le sonreí y me encogí de hombros. Él correspondió a mi sonrisa y luego yo me fui.

Mientras caminaba hacia mi casa pensaba en él y en lo ridícula de la situación, pero no pude evitar sonreír de nuevo. Estaba segura de que yo le gustaba, si no, a qué tantos encuentros casuales, que no eran tan casuales. Y a mí también me gustaba. Nunca había sentido aquellas sensaciones nuevas y extrañas que recorrían mi cuerpo como el oleaje de un mar embravecido cuando estaba cerca de él. El problema era que yo era demasiado tímida para iniciar un acercamiento y me daba la impresión de que a él le ocurría lo mismo.

Claro que con lo que no contaba era con que aquel amigo suyo hiciera de celestino. La tarde en que de nuevo con apariencia casual, me encontré con ellos dos, me dio la impresión de que Alfredo iba a ayudarle a dar un paso más. Me invitó a un café con aire un poco descarado, al fin y al cabo, a él solo le había visto una vez, en aquella fiesta, y acepté porque estaba Manuel, si no no lo hubiera hecho. Cuando estando en la cafetería se inventó la excusa de una cita con no sé quién para largarse de allí, supe que lo que quería era dejarnos solos. Y me pareció una idea estupenda, aunque al principio, cuando Alfredo se fue y dejó de llevar la batuta de la conversación, Manuel y yo nos quedamos mirando el uno al otro con cara de bobos, sin saber qué decirnos ni qué hacer, llevando a los labios las tazas de café con demasiado frecuencia, como queriendo rellenar los silencios. Finalmente fui yo la que rompió el hielo.

-Te veo muchas veces esperando en los banco de mi facultad. ¿Tienes algún amigo que estudie allí? – me atreví a preguntarle, a sabiendas de que lo estaba poniendo en un compromiso. Si me decía la verdad tendría que declararse.

-Sí – contestó un poco azorado – tengo un amigo que estudia tercero de filología románica y a veces vengo a buscarlo para tomar un café y dar una vuelta.

Debo decir que jamás conocí a ese amigo. Con el tiempo llegaría a confesarme que no existía, que se lo había inventado para no dar las verdaderas razones.

La conversación fue haciéndose más fluida. Me invitó a cenar y al despedirnos me propuso vernos de nuevo al sábado siguiente. Le dije que sí y así comenzamos a salir y nos hicimos novios. Recuerdo las primeras semanas, creo que incluso los primeros meses de noviazgo, como una época feliz, nueva, exultante, una época preñada de sensaciones y momentos por descubrir. Ni Manuel ni yo teníamos experiencia en el amor, los pasos que íbamos dando en nuestra relación eran lentos y a veces torpes. Ni siquiera sabíamos besar. Nos limitábamos a juntar nuestros labios sin más. A mí solo me había besado Juan Pedro, el nieto de Stela, una mujer inglesa que vivía en Mallorca cerca de casa de mi abuela y que se dedicaba a hacer bisutería y venderla a los turistas. Mi abuela y ella mantenían cierta amistad y Stela venía a visitarla muchas veces, trayendo consigo a su nieto. Jugamos juntos desde niños y una vez, apenas cumplidos los quince años, se atrevió besarme un anochecer en la playa. Le propiné un buen sopapo, aunque en seguida me arrepentí. Era un buen chico y seguramente hubiera sido un buen novio. Pero a mí no me gustaba y en realidad yo a él tampoco, pues como me confesaría tiempo después sólo me había besado para saber lo que se sentía. Y ni él ni yo habíamos sentido gran cosa.

Los besos de Manuel, al principio, me recordaban al de Juan Pedro. Eran un roce de labios simple e insulso que no me sacudían los sentidos, no me hacían temblar y yo siempre había pensado que el amor verdadero tenía que hacerte temblar por dentro y por fuera. Hubieron de pasar unos meses para que efectivamente se vieran cumplidos mis anhelos. Primero fue su lengua dentro de mi boca, después sus manos acariciando mi cuello con timidez, mis pechos, mi vientre. Hicimos el amor por primera vez en los albores del verano, cuando llegaban las vacaciones y tanto uno como otro tenía que regresar a sus respectivos domicilios hasta que el curso se reanudara. No fue una noche memorable, no fue un momento inolvidable, esos llegarían después, con la experiencia. Aquella noche fue el despertar al sexo de dos ingenuos, de dos inocentes que deseaban sentir sin llegar a conseguirlo del todo.

Me fui a Ibiza con la tristeza en la maleta. No me apetecía separarme de Manuel, pero no había más remedio. Mi abuela no me permitía quedarme en Santigo durante el verano. Además Manuel también se marchaba a su pueblo. Nos prometimos escribirnos todo los días y contarnos todos y cada uno de los minutos que íbamos a pasar separados, así, seguramente, el verano se haría mucho más corto y pronto volveríamos a estar juntos. Comencé a escribir la primera carta cuando pisé mi casa recién llegada del aeropuerto, cuando apenas tenía nada más que contarle a Manuel que las escasas turbulencias que había experimentado al avión durante el trayecto. A los cuatro o cinco días comenzó el intercambio epistolar prometido. Yo le hablaba de los turistas, de las comunas de hippies que todavía había en la isla, de lo delgada que estaba mi madre y de que la señora Stela, la inglesa, tenía artrosis en las manos y ya no podía hacer sus joyas. Él me hablaba de los campos de su aldea, de los trabajos de sus padres con los animales, de la siembra y la recogida de cereales, del amor que sentía por mí y lo mucho que me echaba de menos.

Un día su carta no llegó. Pensé que era un simple retraso. El correo en las islas no siempre funcionaba como debía. Pero cuando al día siguiente tampoco apareció el cartero, ni al otro, ni al otro más, comencé a preocuparme. Manuel no era de los que faltaban a su palabra. Tal vez le hubiera pasado algo, algún accidente; o quizá ya no me quería porque se había enamorado de otra muchacha en el pueblo. Lloraba por las esquinas y me pasaba las noches sin dormir. Mi abuela me decía que no fuera tonta, que hombres en el mundo había a cientos y que a mí no me sería difícil encontrar otro, pero a mí no me importaban los hombres del mundo, a mí me importaba Manuel.

Una mañana temprano la abuela se acercó a mi cuarto y aporreó la puerta con fuerza.

-Gala, levántate, hay algo que tienes que hacer con urgencia – me dijo.

-No he dormido bien, déjame un poco más – rogué.

-Que te levantes, he dicho. Si tanto sueño tienes ya dormirás la siesta por la tarde.

Alguna razón de peso tenía que ser para que mi abuela insistiera tanto, así que me levanté a regañadientes y bajé a la cocina. Allí estaba él, Manuel, que no había podido esperar a septiembre para volver a verme, al que las cartas le habían parecido poco. Manuel... el hombre que me amaba.



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