domingo, 17 de diciembre de 2017

LA APUESTA - CAPITULO III


 

ALFREDO

Mi amistad con Manuel había sido única y hasta el momento irrepetible. Le conocí durante su primer  curso de Universidad, a finales de los ochenta, y  a pesar de ser absolutamente distintos y proceder de mundos totalmente diferentes, enseguida nos hicimos buenos amigos. Manuel era un muchacho tímido y responsable, que se dedicaba en cuerpo y alma a lo que tenía que dedicarse: estudiar, mientras que yo era un bala perdida que gustaba de ir de juerga en juerga y para el que los libros eran unos objetos ideales para decorar estanterías. Estudiaba, o mejor dicho, estaba matriculado en la Universidad  porque mis padres me obligaban y porque el ambiente estudiantil de Santiago me gustaba más que cualquier otra cosa. No me perdía ni un jueves de fiesta y  donde se organizaba un sarao, allí estaba yo.

Yo procedía de una familia pudiente. Mis padres tenían un negocio próspero, una bodega donde se fabricaba el mejor Albariño de Galicia, así que a mí no me faltaba el dinero y por ende, me sobraba tiempo para terminar una carrera que se me hacía tediosa y por la que no tenía mucho interés (Empresariales) pero que mi padre consideraba conveniente para, en el futuro, hacerme cargo de su emporio. Accedí a estudiarla porque mi espíritu rebelde me decía que podía ser esa o cualquier otra, total,  ninguna me resultaba atractiva.

     Por el contrario Manuel había nacido en el seno de  una familia humilde y trabajadora procedente de un pueblo de Orense, cuya mayor ilusión era tener un hijo universitario. Lo habían conseguido a base de mucho esfuerzo y más tesón, y el muchacho no quería defraudar ni a su familia, ni a sí mismo. Estudiaba lo que le gustaba, lo que libremente había elegido, y lo hacía con verdadera pasión.

     Cuando nos conocimos él acababa de empezar el primer curso y yo estaba en tercero, bueno, en realidad todavía me quedaban algunas asignaturas de segundo y una de primero. Esta última se me había a atragantado de mala manera y a pesar de mi escaso interés, decidí ir a clase y aprobarla de una vez por todas aquel año, más por vergüenza que por otra cosa. Fue así que cuatro días a la semana durante una hora, Manuel y yo compartíamos aula y clase.  Por casualidad, el primer día nos sentamos juntos y debimos de caernos bien porque repetimos al siguiente, y al otro y todos los demás.

Así, poco a poco, fuimos forjando una amistad no por singular menos fuerte. Ambos descubrimos que lo que le faltaba a uno lo tenía el otro y que unidos podíamos conseguir grandes logros. Yo animé el espíritu triste y apocado de Manuel; él, por su parte, consiguió insuflarme un poco de responsabilidad, que buena falta me hacía. El tándem que surgió entre ambos fue tan bueno que aquel año conseguí aprobar la asignatura de primero gracias a su ayuda, y otra de segundo. Le quedé tan agradecido por la ayuda prestada que aquel verano decidí llevarlo a casa y presentárselo a mis padres.

Como no podía ser de otra manera Manuel les cayó en gracia, sobre todo a mi padre, que durante aquella semana en la que mi amigo nos hizo compañía mantuvo con él profundas conversaciones sobre la producción vinícola y demás entresijos del negocio. Manuel escuchaba con interés, con el mismo interés que yo jamás había sentido, y cuando finalmente el muchacho regresó a su casa mi padre me echó un discurso sobre los estudios, la responsabilidad y el futuro, poniendo de ejemplo a aquél que tan buena impresión le había causado.

-Me gusta que te hayas echado a ese chico como amigo. Es un gran muchacho. Alfredo, si consigues terminar la carrera con él, os daré trabajo a los dos en la bodega. Pero tienes que esforzarte y ser un poco responsable.

Le prometí a mi padre que así sería. Ya era hora de ir sentando la cabeza. Tendría que esforzarme, pero estaba dispuesto a ello. Simplemente debería dedicar unas cuantas más horas al estudio, acudir a clase regularmente y dosificar un poco mis salidas nocturnas. No voy a decir que me resultara fácil, pero puse todo mi empeño y al curso siguiente conseguí aprobar todas las asignaturas pendientes de segundo, de modo que Manuel y yo comenzamos el tercer curso a la par, dispuestos a terminar la carrera al unísono y comenzar a trabajar ambos en la empresa de mi padre.

Fue precisamente durante ese año cuando conocimos a Gala. Ocurrió recién llegados a Santiago, a principios de curso, en una de aquellas fiestas que alguien daba para inaugurar su piso. No recuerdo quién nos la presentó, de todos modos yo ya me había fijado en ella nada más entrar. Charlaba con otras chicas en una esquina de aquel salón medio vacío en impersonal, sujetando entre sus manos un vaso que de vez en cuando llevaba a su boca. Llevaba puesto un vestido de corte hippie, largo hasta los pies, que dejaba al descubierto sus brazos bronceados. Sonreía y de vez en cuando asentía a las palabras de sus amigas, aunque ella apenas parecía hablar.

Nos mezclamos en medio del gentío, nos paramos con unos y con otros, calculando el tiempo que faltaba para que los vecinos de turno, incomodados por el ruido, avisaran a la policía y acudieran a desalojarnos, como casi siempre ocurría. Pero aquella noche no ocurrió. A decir verdad, aunque éramos muchos, no hacíamos demasiado jaleo. No sé en qué momento de la noche nos presentaron a Gala. Tampoco recuerdo quién ni por qué. Solo sé que de pronto nos vimos frente a ella y otras chicas más y que alguien decía nuestros nombres. Intercambiamos los besos de rigor y una de las chicas que estaba con ella, cámara en mano, nos hizo una foto a los tres. Gala en medio de Manuel y de mí, foto que yo nunca llegué a ver.

Aquella noche no hablamos demasiado. Supimos sobre ella que estaba en primero de Filología Hispánica y poco más. Pero ambos nos fijamos en ella. Gala era como un pastelito de merengue, dulce y suave. No era excesivamente guapa, pero en su rostro resaltaban unos enormes ojos negros de pestañas larguísimas, unos ojos profundos y llenos de inocencia. Parecía tímida y reservada. Realmente no era una muchacha que destacara especialmente más que por una envolvente dulzura que parecía emanar de su interior y a pesar de que apenas cruzamos unas palabras con ella, yo me di perfecta cuenta de que Manuel no dejaba de mirarla, no se perdía ni un detalle de sus movimientos, de sus gestos. De vuelta a casa la nombró un par de veces casi sin venir a cuento. Le pregunté si le gustaba y me lo negó, pero yo ya lo conocía lo suficiente como para saber que no me estaba diciendo toda la verdad. Se me hacía evidente que se sentía atraído por la muchacha. Nunca le había conocido novia alguna, jamás traía chicas a casa, es más, estaba completamente seguro de que nunca había tenido relaciones íntimas con ninguna mujer.

-¿Te gusta a ti? – me preguntó.

¿A mí? Difícil pregunta. Me parecía atractiva. Poseía un halo indefinible que me había hecho fijarme en su persona, pero de ahí a gustarme... Al contrario que Manuel, al que no le había conocido conquista alguna, yo era un picaflor, me gustaba estar hoy con una, mañana con otra, sin más compromisos, así que estaba dispuesto a dejarle el camino libre a Manuel, si es que estaba dispuesto a intentar la conquista.

-No – le respondí finalmente – Creo que es una tía atractiva, pero no tengo el menor interés en ella.

Pareció satisfecho con mi respuesta y el tema de conversación murió en ese punto.

Días más tarde, cuando regresaba a casa de no sé dónde, al pasar por delante de la Facultad de Filología, vi a Manuel sentado en uno de los bancos de piedra que había a la entrada de la misma. Mi primera reacción fue ir hacia él, pero después me lo pensé mejor y, medio oculto entre unos árboles, decidí observarle un rato para comprobar que estaba haciendo allí. Tal vez estuviera esperando a Gala. Aunque no me había dicho que tuvieran relación alguna, si bien Manuel era bastante reservado para algunas de sus cosas. Sin embargo al poco rato llegó un compañero común, al que parecía estar esperando y juntos marcharon con rumbo desconocido.

Hasta que finalmente un día, apenas un mes después de conocer a Gala, me confesó que no sólo le gustaba, sino que estaba enamorado de ella. No pude menos que soltar una carcajada.

     -Pero si sólo la has visto aquella noche y apenas has cruzado dos palabras con ella. No te confundas chaval, eso no es amor, eso es “encoñamiento”.

      -Que va, te equivocas. La veo todos los días. Cuando salgo a correr por las tardes paso por la Facultad de Filología, me siento en uno de los bancos de piedra de la entrada y allí espero pacientemente hasta que la veo salir. Pasa por mi lado y me saluda con una sonrisa.

      Me parecía estar escuchando a un chico de quince años, a un adolescente saboreando por vez primera las mieles del amor. Manuel no tenía quince años, pero sí conocía el amor por vez primera. Me alegró verlo tan ilusionado, y le animé para que diera un paso más e intentara conquistarla. Me miró con cara de circunstancias y yo no pude evitar soltar una carcajada. De forma silenciosamente sutil me estaba pidiendo ayuda.

-Por supuesto – le dije – cuenta conmigo.

Una tarde nos hicimos los encontradizos con ella por la calle, cerca de su facultad. Yo no la había vuelto a ver desde el día en que nos habían presentado y la saludé de manera efusiva, quizá un poco artificial, puesto que al principio pareció ligeramente sorprendida, aunque con mi labia de chico experimentado en ligar enseguida conseguí espantar sus recelos. La invitamos a un café y aceptó, yo creo que porque estaba Manuel, pues antes de aceptar le miró unos segundos interrogante. Creo que no se fiaba de mí. Cuando estábamos en pleno café, hablando de no sé qué, me inventé una cita olvidada y me largué dejándolos solos.

Aquel día Manuel regresó a casa entrada la noche. Venía exultante. Me contó que habían hablado de mil cosas, que la había invitado a cenar y que se habían ido descubriendo el uno al otro. Se habían caído tan bien que habían quedado en salir al sábado siguiente. El caso es que en menos de un mes se habían hecho novios y Gala comenzó a venir por casa con bastante frecuencia. Yo, por una lado, me alegraba de ver a mi amigo tan feliz, mas por otro, sentía una mezcla de envidia y pena, envidia porque se les veía muy felices y comencé a pensar que tener una pareja estable no debía ser tan malo como yo creía, y pena porque, evidentemente, la relación de perfecta camaradería que se había consolidado entre mi amigo y yo se vería resentida. Tenía novia y muchos de los momentos que antes compartíamos juntos ahora los compartiría con otra persona, mucho más agradable a sus ojos y a su corazón que yo. No obstante en esto último me equivoqué. Es justo reconocer que no me hicieron de lado en absoluto y que me incluyeron en casi todos sus planes y correrías, aunque a veces yo mismo era el que prefería dejarlos solos para que disfrutaran de sus momentos de intimidad. A lo mejor era el momento idóneo para que yo también buscara a alguien a quien querer.

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