miércoles, 5 de abril de 2017

LA ESPOSA -NOVELA CORTA (Capítulo V)





  


     Alberto recogía sus útiles médicos en la trastienda de Elena. Ella misma le había llamado para que se acercara a examinar a su amiga. No era conveniente pasar por su consulta. Alguien podía verlas juntas e irle con el chisme a Don Justo.

    -Sólo te faltan cuatro meses para tener a tu hijo. Tienes que cuidarte, porque tendrás que hacer un gran esfuerzo, lo sabes ¿verdad?

    -Si, claro que lo sé, pero no me da miedo. La idea de tener a mi pequeño en brazos es lo que me da fuerzas para seguir.- dijo la chica con aire melancólico.

-Está bien. Ahora puedes marcharte, es un poco tarde y puede que tu marido regrese enseguida. No sería conveniente que te viera aquí.

    Cuando la muchacha se fue a su casa Elena y Alberto volvieron a conversar sobre ella.

    -Estoy un poco preocupado por la chica – dijo Alberto –. Creo que el niño es bastante grande, y ella tan menuda....si la cosa no se presenta como debiera habría que practicar una cesárea.

    -¿Estás seguro?

    -Al cien por cien no, todavía la faltan unos meses de gestación, pero hay muchas posibilidades. Lo mejor sería que no intentara dar a luz en casa, que la ingresaran en un hospital en cuanto empiece el parto.

   -¿Por qué no se lo has dicho a ella?

    -He preferido comentártelo a ti antes. No sé bien qué hacer. Con el marido ese que tiene....Yo estoy dispuesto a estar pendiente de ella, incluso llegado el momento a atenderla en mi clínica sin cobrarle un duro, pero sé que él se va a oponer.

   -Claro que se va a oponer. De hecho le prohibió volver a tu consulta. Le dijo que le llevaría un médico a casa cuando lo necesitara, cosa que, por supuesto, jamás hizo.

    -¿Para qué Elena? Le llevaría a Don Fausto, un borracho pendenciero como él. Y eso es precisamente lo que me temo, que durante el parto atienda él a Celia. ¡Pobre chiquilla! Me parece tan inocente....

-Lo mejor será que dejemos pasar el tiempo y a la vez estemos atentos a los acontecimientos. Sea como sea, estoy segura de que todo saldrá bien.

*


     Cuando Celia entró en el salón de su casa se sorprendió al ver a su marido sentado cómodamente en el sofá, con una copa de coñac entre las manos. Hizo ademán de ir hacia su cuarto pero la voz ronca y pastosa de Don Justo la retuvo.

     -Celia, ven aquí, pequeña. Hace tiempo que no charlamos.

La suavidad fingida con la que se dirigía a ella despertó de inmediato el recelo de la chica, que se acercó a él despacio y temerosa.

   -Fíjate, hoy he llegado temprano a casa, me apetecía hablar un ratito con mi adorable esposa, y me llevé una gran decepción al comprobar que no estabas. No has aprendido bien tus deberes, preciosa. Tú tienes que estar en esta casa cuando yo llegue, porque puedo necesitarte, puede apetecerme tenerte conmigo. Eso es precisamente lo que me ha pasado hoy – se levantó y comenzó a pasear lentamente por el cuarto –. Llegué pronto y no estabas. Dime, Celia ¿dónde andabas?

   El cuerpo de la chica temblaba como una hoja seca.

   -Me aburría en casa....y salí a dar una vuelta...por ahí.

   -¿Por ahí? ¿Y dónde es ahí?

   -Por las calles... de por aquí cerca.

    Don Justo cesó en su paseo, deteniéndose al lado de su esposa. La miró con sus gélidos ojos azules, mas ella no se atrevió a levantar su mirada hacia él.

-Mírame cuando te hablo – ordenó el hombre.

Celia obedeció, levantando lentamente la cabeza y de pronto sintió sobre su rostro toda la fuerza de la mano de su marido. La bofetada que le propinó sonó en la habitación como un golpe brutal. Ella dio un traspiés hacia atrás y cayó sentada en el sofá. Se frotó la cara y bajó la mirada mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.

   -A mí no se me miente ¿Me oyes estúpida? – escupió él con fiereza – ¡Levántate!

   Celia no se movió, su cuerpo estaba paralizado a causa del pánico.

   -¡Que te levantes te he dicho, idiota! – le gritó él a la vez que la agarraba por un brazo y la ponía en pié él mismo. Volvió a cruzarle la cara con otra bofetada, si cabe más fuerte que la anterior.

    -Te has estado viendo con la zorra de la tienda. ¿Te crees que soy tonto? Ahora mismo vienes de allí, no de pasear. ¡Mentirosa!

    -Lo siento – consiguió decir la muchacha entre sollozos – yo no sabía que...

    -¿Qué es lo que no sabías? – le preguntó él cogiéndola por los pelos – ¿Que en esta casa se hace lo que mando yo? ¿No sabías eso, eh? ¿No sabías eso?

    De un empujón la soltó bruscamente.

    -A partir de ahora no saldrás de esta casa sin mi permiso, chiquilla estúpida, y puedes estar segura de que tardaré mucho, mucho tiempo en concedértelo.

    Salió da la casa dando un portazo. En la cocina, la sirvienta, que había estado al tanto de todo lo que ocurría, se arrepentía una y otra vez de haber contado al señor las idas y venidas de la muchacha a la tienda de Elena. Ella tenía mucho respeto a su amo y le era completamente fiel, pero jamás había imaginado que fuera capaz de tratar de aquella manera tan cruel  a la pobre niña. Cuando ya estaba proyectado el matrimonio, antes de que su señor se desposase, le había advertido seriamente que debería informarle de todas las idas y venidas de su esposa, de todos sus movimientos, pues era una muchacha un tanto díscola a la que había de meter en vereda. La criada pronto se dio cuenta que las observaciones de don Justo carecían de fundamento. La muchacha era tímida y apocada, y a las leguas se veía que la maldad no era uno de sus defectos. Pero ella no pudo hacer otra cosas que acatar el aviso de su amo y darle cuenta de las salidas y entradas de Celia, no fuera a ser que llegara a enterarse por otras fuentes y terminara echándola del trabajo. Sin embargo ahora, después de ver como había tratado a la pobre chiquilla, los remordimientos atenazaban el alma de la criada y se juró que nunca más volvería a hacer cosa semejante.

 *

        Elena se llevó un susto de muerte cuando al volver de la trastienda se topó frente al mostrador con el mismo Don Justo en persona. Su presencia, como no podía ser de otro modo, le dio mala espina, pues desde el intento de violación no había vuelto por allí.

    -¿Qué es lo que quiere? – le preguntó.

    El sonrió con aquella sonrisa característica, sarcástica, sardónica.

    -No te des tantos aires, sabes perfectamente  por qué estoy aquí.

    -Pues no, no lo sé, no tengo ni la menor idea.

    -¿Ah no? Te la estás jugando Elenita, no empieces a buscarme otra vez, porque me vas a encontrar.

    -¿Buscarle? No sé de qué me habla. O me dice lo que quiere, o se va de mi tienda ahora mismo, ya.

    -Me iré de tu tienda cuando me dé la gana, y en todo caso, no sin antes decirte que dejes a mi mujer en paz.

    -Claro, para que usted pueda manejarla a su antojo.

    -Ese es mi problema ¿O acaso te vas a convertir de nuevo en defensora de causas perdidas? Déjala en paz y punto.

    -No le tengo miedo, así que no me amenace, porque yo soy una mujer libre y haré lo que me dé la gana.

    -En este país ninguna mujer es libre, y tú tampoco, aunque te lo parezca. Celia no va a volver por aquí, así que olvídate de ella si no quieres arrepentirte. Luego no digas que no te he avisado – y dicho esto salió de la estancia caminando con aire chulesco.

    -Maldito hijo de puta – murmuró la tendera cuando se quedó sola –. Por mucho que te empeñes no te saldrás con la tuya, no destrozarás la vida de esa chiquilla mientras yo esté en este mundo para impedirlo.

  *  


       El aislamiento de Celia duró todo el tiempo que le quedaba de embarazo. Su marido le prohibió incluso acercarse a la ventana, por lo que no podía entretenerse ni siquiera en observar la gente que, todas las tardes, hacía de la plaza un lugar animado y bullicioso. Sabía que ningún mal hacía por pasar unos minutos asomada a la ventana, pero también sabía que si se atrevía a hacerlo se pondría en riesgo de recibir una paliza tal vez peor que la anterior. Todavía no se explicaba cómo se había podido enterar de sus visitas a Elena, seguramente alguien se lo había dicho, el quién era una incógnita que, bien pensado, no deseaba descifrar. Fuera quién fuera, ni era buena persona ni, por supuesto, merecedor de que le dedicara ni un segundo de sus pensamientos.

Encarcelada en su propia casa, comenzó a entretenerse tejiendo ropas para su bebé, tal y como le había enseñado hacía años su tía Inés, una hermana de su madre, que había acabado por emigrar a Cuba. Y mientras tejía, a Celia se le iba la cabeza con mucha frecuencia al pueblo, a las tardes de verano, a la última verbena, a Adolfo. ¡Qué diferente hubiera sido la vida a su lado! Probablemente sería pobre, es verdad, no disfrutaría de abundancia en su mesa, ni costosos muebles fabricados con maderas nobles llenarían su hogar, tendría un vestido para diario y otro para los domingos; pero todo ello compartido con el hombre al que amaba. Sabía que de nada servía pensar en él, que seguramente Adolfo llegaría a encontrar una buena mujer que le hiciera feliz y ella pasaría a ser el amor de juventud que nunca llegó a existir.



No hay comentarios:

Publicar un comentario