viernes, 3 de marzo de 2017

UN MUCHACHO SINGULAR - NOVELA CORTA (Capítulo IV)




Aquel desafortunado episodio hizo crecer todavía más el resentimiento que el chico sentía hacia su madre, resentimiento que pronto se tornó en sed de venganza. Harto ya que de la idiota de Sebastiana manejase su vida a su antojo, decidió esperar el momento oportuno para acabar con aquella situación, aunque no sabía cómo ni de qué manera, mientras el odio hacia su madre crecía por momentos. Todas las noches, en la soledad de su habitación, cuando intentaba sin éxito conciliar el sueño, imaginaba mil formas diferentes de deshacerse de ella, trazando planes maquiavélicos con todo lujo de detalles, planes que no dejaban nada al azar, pero que jamás se atrevió a poner en práctica. Imaginó empujarla con disimulo a las vías del metro, o al vacío desde cualquier viaducto, fantaseó con la posibilidad de encerrarla en la casa dejando abierta la espita del gas, o de propinarle un buen golpe en la nuca con algún objeto contundente, concretamente con el horroroso jarrón de porcelana china que adornaba la entrada al comedor y que al muchacho le dañaba la vista cada vez que entraba en la estancia. Pero todo se quedaba en eso, en sueños despierto, en esbozos mentales de situaciones que, a pesar de tener ocasión para ello, nunca fue capaz de materializar.

Pero como dice el refrán “la ocasión la pintan calva” y así fue. Una mañana Sebastiana amaneció con una tos persistente y unas fiebres altísimas que la postraron en la cama. Durante unos días su malvado hijo se limitó a aplicarle remedios caseros que él mismo sabía harían nulo efecto a la hora de curar la dolencia de su madre. Con ello lo único que pretendía era que su estado empeorara de tal forma que se fuera para el otro barrio sin intervención alguna por su parte, pues sólo de esa manera su conciencia quedaría tranquila. Pero como los días pasaban y Sebastiana ni se moría ni mejoraba y encima pensaba con mente más que lúcida, pidiendo a su hijo, una y otra vez, que llamara al médico, a Judas no le quedó más remedio que hacerlo, aun en contra de su voluntad. El doctor tuvo que acudir a examinarla y diagnosticó una bronquitis de caballo que había que cuidar en extremo si no querían que a la pobre mujer le quedaran secuelas. Tenía los bronquios muy atascados y por momentos apenas podía tomar aire. Cuando Judas se percató del detalle una oleada de adrenalina lo sacudió por dentro. No tenía más que hacer que ayudarla a dejar de respirar y todo se habría terminado, por fin sería libre para manejar su vida.

Aquella misma noche, cuando Sebastiana por fin concilió el sueño, Judas tomó un cojín y acercándose cautelosamente a la mujer lo apretó con firmeza contra su rostro macilento. Apenas luchó Sebastiana, a pesar de ser perfectamente consciente de lo que le estaba ocurriendo, a pesar de saber que era su hijo, aquel ser por el que había dado todo y al que había protegido hasta la saciedad, el mismo que estaba terminando ahora con su vida, pero las fuerzas la habían abandonado ya unos días atrás y en aquel preciso instante se dejó matar, o más bien, ayudar a morir. No sintió Judas, en contra de lo que pensaba, el menor remordimiento cuando se percató de que por fin su madre había abandonado este mundo, al contrario, una sensación de alivio y de euforia malsana lo invadió al saberse libre de aquella opresión que había soportado durante años. Al día siguiente avisó al médico. Cuando éste acudió a la casa le dijo que aquella mañana su madre no había despertado. El doctor no pudo hacer más que certificar su muerte, consecuencia, sin duda, de una insuficiencia respiratoria más que previsible. No hubo, por supuesto, investigación alguna, no hubo autopsia. El fallecimiento de la pobre tonta fue de lo más natural. Sólo su hijo sabía la verdad, una verdad que no hacía más que abrirle las puerta a una vida diferente.

Pero las cosas no resultaron tan fáciles como el muchacho pensaba. Habían sido demasiados años de dependencia absoluta de su madre, y al verse solo se dio cuenta de que apenas sabía desenvolverse en la vida cotidiana del hogar, como ya le había ocurrido al comenzar su vida laboral. Lo único que realizaba con tino y precisión era su trabajo de contable, fuera de ese campo las cosas se le mostraron harto difíciles. No sabía hacerse de comer, no sabía zurcir los calcetines, ni poner una lavadora, no sabía dónde comprar calzoncillos nuevos, ni camisetas interiores, ignoraba el funcionamiento de una aspiradora o del calentador y así, irremediablemente, su casa y su vida se transformaron al unísono en una leonera. Las pizzas y los bocadillos se convirtieron en su única y exclusiva fuente de alimentación, el polvo y la porquería se fueron acumulando por encima de los muebles y enseres, de las perchas de su armario empezaron a colgar ropas sucias y harapientas y su aseo personal, a pesar de la ducha diaria con la que se despejaba todas las mañanas, comenzó a resentirse. Incluso su jefe, aquél que un día lo había admirado por su inteligencia y pulcritud, tuvo que darle un toque de atención, visto su aspecto de pordiosero que en nada beneficiaba a la buena imagen de la empresa. Lo primero que hizo el buen hombre fue preguntarle con sutileza si le ocurría algo, a lo que Judas respondió que no, que se encontraba perfectamente, avergonzándose de un problema que no quería dar a conocer por nada del mundo y para el que, por más que pensaba, no encontraba solución. Él lo intentaba, por activa y por pasiva, intentaba poner lavadoras y fregar los platos, pero lo único que consiguió fue tintar toda su ropa interior de color rosa al meter en medio un jersey rojo e ir rompiendo poco a poco la fabulosa vajilla de porcelana fina, regalo de la abuela Ascensión, que su difunta madre guardaba con amor en el aparador de caoba que presidía el comedor de la casa.

El día que llegó a la oficina pálido y ojeroso, vestido con unos pantalones raídos y sucios y una camisa sin botones y con los puños descosidos, y soltando a su paso un olor nauseabundo a fritanga de quince días, don Hilario Fuentes lo llamó a su despacho, previa colocación de una mascarilla para evitar las nauseas, y le conminó a contarle cuál era el problema que le había llevado a descuidar su aspecto de semejante manera, de lo contrario, si seguía de aquella guisa, no le quedaría más remedio que despedirlo. Sucumbió Judas ante tal amenaza y confesó a su jefe su absoluta falta de tino para las tareas del hogar y lo perdido que se encontraba en ese terreno desde la falta de su madre. Don Hilario Fuentes respiró aliviado, ciertamente asombrado, sin embargo, ante el estúpido empeño del muchacho de no querer revelar el motivo de su dejadez, y le dijo que aquello tenía fácil solución.

-Tienes que contratar una mucama que se ocupe de las labores del hogar. Yo mismo te enviaré una esta misma noche, mi mujer tiene muchos contactos en este sentido y estoy seguro de que no tardará demasiado en encontrar la adecuada para ti.

Aquella misma noche, a las diez en punto, el timbre sonó y al abrir la puerta Judas se encontró frente a sí a una mujer de piel oscura y mirada profunda que, maleta en mano y sin mediar palabra, se le metió en casa y se puso manos a la obra. A las tres de la mañana su hogar estaba como los chorros del oro, mientras cinco sacos de basura esperaban a la puerta que alguien los bajara al contenedor. Ella misma lo hizo, ante la mirada atónita del muchacho que no podía dar crédito a lo que estaba viviendo. Si su madre, en vida, había sido una ama de casa como la copa de un pino, esta mujer le ganaba con creces. Parecía que le habían dado cuerda. Cuando subió de nuevo al piso le preguntó a Judas dónde estaba su cuarto. No contaba el chico con que la mujer se quedara a dormir, así que tras unos segundos de indecisión, indicó a la mujer que ocupara el cuarto de la Sebastiana, total ella estaba bajo tierra y no lo iba a ocupar más, aparte de que estaría encantada de cedérselo a semejante prodigio en las labores domésticas.

Durante los días siguientes la mujer renovó el vestuario de Judas, le tiró la ropa harapienta, conservando unas cuantas prendas que parecían permanecer en mejor estado, y lo llevó a la peluquería para que le cortaran las greñas y las barbas que le daban aspecto de mendigo.

-Espero no volver a verle como le encontré -le dijo cuando dio por concluido su trabajo.

A partir de aquel día Judas volvió a ser el de siempre, bajo los cuidados de su sirvienta, cuyo nombre y procedencia ignoraba, es más, no lo importaban lo más mínimo. Lo único que deseaba era que continuara trabajando con tanto ahínco, manía, sin lugar a dudas, heredada del padre que nunca conoció.

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