martes, 28 de marzo de 2017

LA ESPOSA - NOVELA CORTA (Capítulo III)






Celia recorría la ciudad con los ojos muy abiertos, muda del asombro ante todo aquel mundo nuevo que se presentaba ante ella. Era la primera vez que salía del pueblo y lo hacía nada menos que para visitar la capital, visita que, muy a su pesar, sería definitiva, pues allí se encontraba su nuevo hogar. A pesar de todo tenía que admitir que se sentía impresionada por la grandeza de la urbe, los enormes edificios, las calles, los coches.....tal vez no fuera tan malo vivir en medio de todo aquel bullicio, tal vez la fascinación que sentía por aquel mundo tan diferente al pueblo le ayudara a mitigar un poco la angustia que la reconcomía por dentro ante la perspectiva de tener que compartir su vida con un hombre al que no amaba.

Desde que habían salido del pueblo don Justo no le había dirigido la palabra, se limitaba a mirarla y a sonreír, como siempre. Celia no acababa de descubrir lo que se escondía detrás de aquella sonrisa, pero su mente todavía infantil se empeñaba en que algo siniestro tenía que ser. A semejantes pensamientos daba vuelta su cabeza cuando llegaron a su destino. El coche estacionó al lado de un gran caserón, situado en una pintoresca plaza. Celia se fijó en la taberna de la esquina, en la mercería y en la tienda de comestibles, negocios sin duda, sobre todo éste último, que debería visitar con frecuencia. La chica bajó del coche con su marido, el cual sacó del maletero las dos maletas en las que ella guardaba todas sus pertenencias, abrió la puerta de la casa y la invitó a pasar delante de él. Unas oscuras pero cuidadas escaleras llevaban al piso principal. Las subió despacio, recreándose en el sonido que producía la madera al pisarla. Cuando llegaron al rellano Justo franqueó la puerta y por fin entraron al hogar. En nada se parecía a la humilde casa que había sido su morada en el pueblo. Allí todo era lujo. Las paredes empapeladas, los muebles nuevos e increíblemente brillantes , las hermosas cortinas de terciopelo azul...

    -¿Te gusta? – preguntó el hombre.

    Celia asintió tímidamente.

   -Pues es tuya. Ven, te enseñaré nuestro dormitorio y el resto de la casa.

   Así lo hizo, le mostró estancia por estancia y le presentó a Esperanza, la mujer que la ayudaría en todas las tareas del hogar. Esperanza era una mujer de mediana edad que llevaba muchos años sirviendo a Don Justo. Alta, fuerte y con un rostro poco agraciado, a Celia no le gustaron su ceño fruncido, sus toscas maneras, su forma de dirigirse a ella con brusquedad, casi despectivamente. "Ya cambiará", pensó la muchacha.

   Poco después Esperanza les sirvió la cena, una sopa de pescado y una tortilla de patata que Celia comió con apetito. Después, cansada por el largo viaje y las emociones del día, se retiró a la alcoba. Se puso su camisón nuevo, aquel su madre le había preparado con otras cosas entre su humilde ajuar de mujer casada, y se metió en la cama, dispuesta a  dormir para reponer fuerzas con las que afrontar su nueva vida, una vida de la que no conocía casi nada y que la hacía sentirse inquieta y asustada.

Cuando oyó a su marido entrar en la alcoba se acurrucó más entre las mantas y cerró los ojos. Oyó los casi imperceptibles ruidos que él hacía trajinando por la habitación, hasta que finalmente se metió en la cama a su lado. Celia sintió el cuerpo del hombre muy cerca del suyo, su respiración agitada, su mano que sin permiso ni pudor se posó en su pecho. Ella se asustó, mas como su madre le había dicho que esa noche debía dejar hacer a su marido, no osó decir nada. La mano ruda del hombre bajó hacia sus piernas y le subió su camisón. Buscó sus pechos debajo de la fina tela y continúo sobándoselos mientras su respiración se hacía cada vez más rápida. Justo apretó su cuerpo contra el de su joven esposa, la cual notó algo extraño y desconocido en aquella piel repugnante que se empeñaba en estar tan cerca de ella. El temor la inundó totalmente y no pudo evitar echarse a llorar.

   -No llores, tonta – le dijo él – ¿Acaso no sabías nada de esto?

   Celia no contestó. Y no, no sabía nada, nadie la había preparado para lo que había de ocurrir esa noche, y aunque alguna vez había escuchado algún comentario a las mujeres del pueblo, jamás se había imaginado que sería algo tan horrible.

   -Pues tendrás que acostumbrarte, porque esto va a pasar muchas veces – le dijo su marido mientras luchaba por bajarle las bragas.

Cuando consiguió quitárselas se echó encima de ella y la penetró sin contemplaciones. Celia notó como una puñalada de dolor nacía en su bajo vientre y rompía su cuerpo como una lanza. Soltó un grito que él pareció no escuchar, a juzgar por sus movimientos ansiosos, entrando y saliendo de ella una y otra vez. Parecía gustarle, gustarle cada vez más, hasta que, al cabo de un rato, soltó un gemido ronco y terminó. Volvió a su lado de la cama y en seguida se escuchó su respiración lenta y acompasada. La chica se levantó de la cama como pudo. Se fijó en las sábanas manchadas de sangre. Fue al cuarto de baño y vomitó.

 *

    Su piel de por sí blanca se tornó aún más pálida, opaca y macilenta, su pelo perdió el brillo y su mirada se empañó de tristeza. Sus días transcurrían iguales, uno tras otro, entre las cuatro paredes de aquella casa que no terminaba de sentir como un hogar. Apenas probaba alimento y nunca salía ni a tomar el aire. A veces, para distraerse de tanto aburrimiento, se acercaba a la ventana del salón y observaba la plaza. De tanto hacerlo ya casi conocía a los vecinos. Identificaba al dueño de la joyería, a la anciana que regentaba la mercería y a la chica que despachaba en el ultramarinos, a los paisanos que todas las tardes entraban en la tasca, seguramente a jugar a a las cartas o al dominó, a los niños que cada tarde regresaban de la escuela y se recogían en sus hogares.

En casa nadie le prestaba demasiada atención y apenas tenía tareas en las que entretenerse, pues Esperanza se encargaba de todo. Su marido se marchaba temprano, volvía a la hora de comer y salía de nuevo hasta la noche. A veces regresaba muy tarde, apestando a alcohol. Esos días Celia respiraba aliviada, porque sabía que él se quedaría dormido  tan pronto se echara en la cama y no la molestaría con aquellos juegos tan desagradables que a él parecían encantarle.

Constantemente se acordaba del pueblo y de su vida apacible, de sus padres, de Adolfo, de aquellas tardes de verano con sus amigas, sentadas en la plaza o bañándose en el pantano. Aquellos días felices que veía tan lejanos y que no volverían jamás. Entonces lloraba de impotencia, de rabia, de desesperación al ser consciente de que vivía atrapada en un cárcel, en la cárcel de una existencia anodina y triste.

Una tarde, cansada de ver la vida pasar, se embutió en su negro abrigo de lana y salió de la casa sin rumbo fijo. Caminó por las calles de Madrid durante horas, maravillándose de todo lo que encontraba a su paso, deleitándose en la contemplación de las más pequeñas nimiedades, disfrutando de aquella libertad robada a las horas de encierro.

El color volvió a su tez y sus ojos recuperaron parte de su alegría Se acostumbró a salir todas las tardes,  hizo suyos los recovecos más escondidos de la ciudad, y por fin se sintió bien, porque  esos momentos de soledad le hacían olvidarse de la triste realidad que la esperaba en casa, donde la criada parecía ser la señora, y su marido sólo se dirigía a ella para soliviantar su frágil cuerpo por las noches.

Descubrió el parque de El Retiro y allí comenzó a acudir casi todas las tardes. Se sentaba cómodamente en un banco y simplemente miraba; miraba las parejas de novios, miraba los niños jugar, miraba escenas cotidianas de la vida que le hacían sentir su propia existencia.

Una de aquellas tardes, al salir de casa rumbo a su paseo habitual, se sintió enferma. Un sudor frío hizo mella en su cuerpo, a la vez que una náusea pugnaba por brotar de su estómago. Un ligero mareo le nubló la vista y hubo de apoyarse en la pared para no caer. La chica del ultramarinos, que la vio desde su puesto, detrás del mostrador, salió en su ayuda.

    -¡Válgame Dios, chiquilla! ¡Si estás más blanca que la cera! Pasa a la tienda, ven conmigo. ¡Jesús querido, que te va a dar un desmayo!

    Ayudó a Celia a entrar en el humilde establecimiento, la acompañó a la trastienda y la recostó en el destartalado  catre que era su cama todas las noches. Luego le ofreció un vaso de agua y la acompañó hasta que la muchacha recuperó el color.

   -¿Te sientes mejor?

  - Gracias por tu ayuda. Sí, estoy mejor. No sé qué me habrá pasado, de pronto me mareé y... no sé, me sentí muy mal.

    -Te veo pasar todas las tardes, no deberías andar sola. Eres la esposa de Don Justo Arribas ¿verdad?

Celia se incorporó en la cama y se sentó al borde de la misma. Miró un minuto a la muchacha antes de contestar. Tenía unos enormes ojos de color indefinido, entre verdes y azules, el pelo recogido en un sobrio moño a la altura de la nuca y una cálida sonrisa. Inmediatamente un cálida corriente de afecto se estableció entre las dos.

    -Sí, soy la mujer de ese hombre – respondió con tristeza.

-Te ves muy joven. ¿Cuántos años tienes?

    -Diecisiete.

   -Y con diecisiete años ya estás casada con unos de los hombres más poderosos de todo Madrid.

Celia no dijo nada. Desvió la mirada hacia la entrada de la tienda, que se veía de refilón y pensó que le importaba más bien poco estar casada con un hombre importante. Hubiera preferido estar casada con el hijo del maestro, aunque fuera un hombre anónimo, casi insignificante. Para ella hubiera sido el mejor marido del mundo.

    Elena, que así se llamaba la chica del ultramarinos, le acarició el cabello con ternura

   -Me llamo Elena, ¿y tú?

   -Celia.

   -¿Te encuentras ya mejor? ¿No estarás embarazada?

   -¿Embarazada? No....no sé.

   A Elena no se le pasó por alto el aire inocente de la chica. Estaba segura que el malnacido de su marido le había robado la inocencia

   -Creo que lo mejor que puedes hacer es irte a casa y descansar. Mañana, si quieres, vienes por la tarde hasta aquí, cierro la tienda un momento y te acompaño al médico. ¿Vale?

   -No es necesario que te tomes tantas molestias. Seguramente no será más que una indisposición sin mayor importancia y mañana ya estaré bien.

-Será lo más probable, pero de todas formas creo que debería verte un médico. Tengo un amigo que es doctor, y de los buenos, él te echará un vistazo y si no es nada... pues mejor.

Celia se levantó del catre, dispuesta a marcharse.

-Esta bien – dijo – mañana a la tarde vendré hasta aquí. Gracias por todo Elena, eres muy amable

  Elena la acompañó hasta la salida y se quedó en el quicio de la puerta hasta que la vio entrar en su casa. Luego se recogió de nuevo en la tienda. Mientras colocaba la escasa mercancía que le habían traído, sus pensamientos volaron a Don Justo. No entendía de qué manera había conseguido casarse con aquella criatura. Seguro que con malas artes, como conseguía todo. Nadie que supiera su historia podía desear estar a su lado, ni siquiera gozar de su amistad. Pero Elena lo conocía bien y sabía que podía ser muy sutil cuando era necesario. Era un embaucador nato.

Don Justo había sido un gerifalte del régimen convertido ahora en confidente de la policía y levantador de calumnias contra todo aquel que no le resultaba agradable. En la guerra había luchado en el bando nacional. De él se contaban cosas terribles. Famoso por su crueldad y por su falta de compasión con los prisioneros, cuentan que cierto día, cuando las tropas franquistas consiguieron finalmente tomar Madrid, Don Justo y su cuadrilla entraron por sorpresa en la casa de un general republicano con el que mantenía una enemistad manifiesta desde hacía años, incluso antes de comenzar la guerra. Hicieron prisioneros al general, a su mujer y a sus tres hijos, cuyas edades no superaban los diez años. Cuando ya se disponían a abandonar la casa, escucharon el llanto de un niño. Era el hijo pequeño de la familia que apenas tenía unos meses de vida. Don Justo, haciendo gala de una crueldad fuera de lo común, sacó al pequeño de su cuna y agarrándolo por las piernas lo sacudió contra la pared hasta que la muerte hizo cesar su llanto. La propia Elena había escuchado la historia de boca del verdugo. Le gustaba jactarse de su hazaña, sobre todo cuando el alcohol hacía mella en él y por su boca salían sin parar relatos sobre las auténticas barbaridades que había llevado a cabo durante la contienda. 

Ella misma sufría en sus carnes la maldad del hombre desde que le había propuesto relaciones a las que se negó rotundamente tantas veces cuantas él se las propuso. Furioso ante tanta negativa, una noche entró en la tienda e intentó forzarla. Quiso la divina providencia que se olvidara la puerta de la entrada abierta y que, al pasar el sereno y hacérsele extraño, el hombre entrara en el colmado llamando a gritos a Elena. Ese gesto espantó al agresor, que salió huyendo por la puerta trasera sin poder conseguir su libidinoso propósito. Furioso por no haber podido disfrutar del cuerpo de la bella muchacha, la castigó dejando de proveerle el género para la venta. Además se ocupó de calumniarla y difamarla entre sus compañeros de gremio; que si era una roja, que si había calentado las camas de los hombres de medio Madrid....mentiras y más mentiras que consiguieron sembrar la desconfianza, haciendo que casi nadie quisiera ser su proveedor y los pocos que se habían atrevido a hacer caso omiso a la habladurías de don Justo, no habían conseguido otra cosa que despertar su ira y verse amenazados en sus propias carnes.

Elena sobrevivía a duras penas y desde hacía un tiempo no le había quedado más remedio que recurrir al negocio del estraperlo, el cual llevaba con extrema discreción, pues si aquel malvado llegaba a enterarse podía ser su fin

Por todo ello, por la crueldad extrema de la que hacía gala don Justo, no le cabía en la cabeza semejante matrimonio. La esposa se veía frágil, tímida e inocente y Elena estaba segura de que no se había casado por voluntad propia. Como casi siempre que se topaba con un ser desvalido, se impuso la obligación moral de ayudarla.

 



No hay comentarios:

Publicar un comentario