viernes, 24 de marzo de 2017

LA ESPOSA - NOVELA CORTA (Capítulo II)






     Una semana más tarde, cuando Celia regresó a casa después del oficio religioso, se encontró con la desagradable sorpresa de que el hombre destinado a ser su esposo estaba allí, en la casa, charlando amigablemente con su padre. Nadie le había dicho que aquel domingo era el día señalado, al fin y al cabo, para qué, si nadie iba tener en cuenta su opinión.

Al entrar en el comedor la muchacha observó que la mesa estaba puesta como si fuera un día de fiesta,  con el mantel de encaje que había pertenecido a la abuela y la vajilla de porcelana fina que se pasaba el resto del año guardada en el viejo aparador esperando el momento solemne que mereciera su uso. Celia sintió pánico y quiso subir corriendo a su alcoba, el único lugar dónde podría estar sola, donde se sentiría segura, cobijada del dolor que le producía la vil entrega de la que iba a ser objeto. Pero la voz firme de su padre la retuvo.

   -Celia, ven aquí, hija. Tienes que conocer a alguien.

    La muchacha paró en seco sus pasos. Respiró hondo y comprendió que de nada serviría retrasar lo inevitable. Su padre y Justo, de pié con una copa en la mano, al lado del viejo aparador de caoba, fijaron su mirada en ella. Se acercó lentamente, sintiendo que una náusea luchaba por querer salir de su estómago.

    -Celia, este es Don Justo, nuestro principal proveedor de comestibles. Salúdalo.

    -Buenos días, Don Justo – obedeció la chiquilla con un hilo de voz.

   El hombre le tomó la mano y se la besó, sin hacer comentario alguno.

    -Como sabes, hija, Don Justo está muy interesado en ti y nos ha pedido tu mano. Tu madre y yo hemos accedido  al matrimonio.

    La muchacha miró a  Don Justo con ojos suplicantes, con la vana esperanza de que él pudiera leer en ellos su desesperación, su miedo, incluso su repugnancia, y eso le hiciera cambiar de  opinión, pero no fue así.

    -Celia, he hablado con tus padres porque quiero casarme contigo. Me pareces una muchacha dulce, educada y bonita, además de trabajadora, todo lo que yo necesito. Tengo una casa en la capital en la que viviremos y que podrás gobernar a tu antojo. Por supuesto dispondrás de una ama de llaves que te echará una mano en todas las tareas. Tengo dinero y posición, los cuales, por supuesto, compartiré contigo. Te relacionarás con la alta burguesía madrileña.

   Ella no contestó. Qué le importaba la alta burguesía madrileña si ni siquiera sabía lo que era. Nada de lo que él pudiera ofrecerle le interesaba en absoluto.

  -Gracias Justo – repuso su padre – eso es mucho más de lo que mi esposa y yo esperábamos para nuestra hija. Aquí, en el pueblo, no habría ninguna posibilidad de casarla con alguien como tú. Has sido una bendición de Dios.

   -Ella  sí que será una bendición para mí ¿verdad, Celia?

   Se acercó a la muchacha mirándola con aquellos ojos negros, fríos, lujuriosos, desnudándola, atravesándola. Le acarició la cara y ella, al contacto con la aspereza de aquella mano que le trasmitía de todo menos cariño, retrocedió un paso atrás casi por inercia. No soportaba aquella piel sobre su piel. Su padre la miró enfurecido y ella lo hizo desafiante.

   -Celia está un poco nerviosa, es normal dadas las circunstancias. Te ruego, Justo, que la disculpes – dijo.

   -Por supuesto, lo entiendo perfectamente. Ya tendrá tiempo de adaptarse a su nueva vida.

-Hala, vamos a comer – repuso la madre, entrando en el comedor con una fuente de cordero asado.

Celia pensó en el despilfarro inútil que estaban haciendo sus padres en aquel almuerzo. Ellos no eran ricos, aunque no les había faltado jamás un trozo de pan que llevarse a la boca. Sabían no obstante que no corrían tiempos fáciles y que debían de ser comedidos. Sin embargo aquel día en la mesa había cordero, y embutidos, y los más deliciosos dulces. Un gran festín para celebrar su desdicha.

Apenas probó bocado. Se entretuvo dando vueltas a la comida en el plato y rogando a Dios para que aquel instante y todos los instantes que había vivido desde el día de la verbena no fueran más que un sueño del que de un momento a otro habría de despertarse. Escuchaba el sonido de las palabras que salían de la boca de sus padres y de su futuro esposo pero no sabía lo que decían, no le importaba, su suerte estaba echada y su vida se estaba rompiendo en pedacitos de frustración y de desencanto. Ya todo daba igual.

Aquella tarde, cuando Don Justo finalmente se marchó de su casa y sus padres se pusieron a preparar los víveres para tener todo a punto en el colmado al día siguiente, Celia se escabulló y se dirigió a la playa. Estaba anocheciendo, el verano comenzaba a llamar tímidamente a la puerta pero todavía soplaba una ligera brisa que hacía estremecer la piel y erizar el vello. La playa estaba desierta. Celia se sentó sobre la arena, en su esquina de siempre, cerca de la roca de La Paloma, llamada así por su extraña forma que asemejaba a tal ave. Sobre aquella roca, muchas tardes de verano, Adolfo se dedicaba a una de sus aficiones favoritas, la pesca, pero aquel atardecer no estaba. Si hubiera estado tal vez Celia se hubiera atrevido a saludarle y a pedirle que la llevara con él al fin del mundo para escapar de las garras de su verdugo. En realidad no, nunca lo hubiera hecho, no tenía las suficientes agallas para ello. Miró a lo lejos, al otro extremo de la playa, dónde se asentaba la escuela y la vivienda del maestro. Celia vio encenderse una luz. Tal vez fuera Adolfo, que apostado en su lecho leía una de sus novelas antes de que el sueño lo venciera, ignorante de que ella, al otro lado de la playa, lloraba por un amor que nunca podría ser.

   *

       Tres meses después, cuando el verano empezaba a despedirse y el frío del otoño le iba ganando terreno por momentos, Justo y Celia contrajeron matrimonio en la iglesia del pueblo. Durante todo aquel tiempo Celia apenas había visto a su pretendiente más de dos o tres veces, momentos en los que él se había limitado a mirarla con una media sonrisa que la muchacha no acertaba a interpretar. Ni siquiera el día de la petición de mano, cuando el hombre se presentó en su casa con un precioso anillo de compromiso tan caro y ostentoso como falto de interés para ella, se había dignado a conversar con ella, limitándose a las consabidas charlas con su padre sobre temas que se escapaban al entendimiento de la muchacha.

Tampoco participó Celia con ilusión en los preparativos de su boda. Simplemente se dejaba hacer, a sabiendas de que no tenía escapatoria, entre la desesperación por la vida que le esperaba y los sueños imposibles de que la boda proyectada fuera con el hijo del señor maestro. Por eso, la mañana del día señalado, Celia se levantó muy temprano y bajó hasta la playa. Sabía que Adolfo salía temprano a pescar y tal vez lo encontrara allí, en la roca de la Paloma, apostado con su caña, aguardando con paciencia a que los peces picaran. Sabía que, como siempre, como nunca, no se atrevería a decirle nada, simplemente quería verle, verle a solas por última vez. Pero no hubo suerte, y Celia regreso a su hogar con la pena ahogándola, oprimiéndole el pecho, conocedora de que el tiempo se agotaba y que nada ni nadie podría salvarla de su destino.

A la salida de la sencilla ceremonia todos los convecinos esperaban en el atrio para ver a la novia. Entre ellos, Adolfo, escondido entre la multitud. El muchacho daba vueltas con nerviosismo a la gorra que sostenía entre sus manos mientras contemplaba a la muchachita que hasta aquel instante había sido la dueña de su corazón y de su alma. ¡Qué bella estaba, con aquel vestido de un blanco inmaculado! ¡Cómo le hubiera gustado ser él mismo el caballero que de su brazo salía de la iglesia después de hacerla su esposa!. En un momento dado sus miradas de cruzaron y con sus ojos ambos se dijeron adiós, concluyendo definitivamente una historia de amor que nunca había llegado a  comenzar.

*

Adolfo se sentía cobarde, a pesar de que un día fue recibido en el pueblo aclamado como un héroe por su valentía. Tal vez mostrara arrojo en el campo de batalla, no le quedaba más remedio, era eso o la muerte segura, sin embargo hoy, aquel mismo día, había perdido a la mujer que amaba por no atreverse a dar un paso, solo uno, el que le hiciera ver su amor.

Se había enterado de la futura boda de Celia unos días después de la fiesta del pueblo. Aquella noche en que la había sacado a bailar y la había sentido entre sus brazos había sido el hombre más feliz del mundo. Casi ninguna chica accedía a bailar con él por su cojera, pues debido a ello no era muy diestro en el arte del baile, pero Celia sí, Celia se había echado en sus brazos y mientras lo hacía él había creído notar, sentir, un no sé qué evocador en los ojos de la chica. Puede que fueran solo imaginaciones suyas, la ilusión de un amor que nacía por primera vez en su corazón virgen que no esperaba ya nada de la vida a pesar de su juventud. Su pierna maltrecha se encargaba de recordarle una y otra vez que poco podía ofrecer a quien decidiera compartir su vida con él. Sin embargo aquella noche en la verbena, los ojos vivarachos y alegres de la chica consiguieron insuflar un poco de aliento a su vida gris y anodina.

Aquel día, mientras veía a la mujer de sus sueños salir del templo del brazo de un hombre que no era él, se acabó definitivamente su dicha.

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