martes, 21 de marzo de 2017

LA ESPOSA - NOVELA CORTA (Capítulo I)





         La plaza  volvía a estar abarrotada de gente ansiosa de un poco de diversión. Tres años habían tenido que pasar. Tres malditos años desde que la  guerra tocó a su fin para que todos se decidieran de nuevo a poner una pizca de alegría en sus vidas maltrechas, a pesar de que en modo alguno era el tiempo necesario para que las heridas comenzaran a cerrarse, para que las afrentas de unos y otros fueran cayendo en el olvido. 

Casi todos habían perdido algún familiar en la contienda, casi todos se habían enfrentado con sus vecinos y amigos por causa de una lucha cuyos motivos eran tan absurdos como ininteligibles para la mayoría, y a aquellas alturas, tres años después de que los bombardeos cesaran y el aire volviera a convertirse en un silencio casi olvidado, era cuando el miedo comenzaba a desdibujarse de sus mentes y la vida resurgía de nuevo en su plenitud.

Celia era sólo una niña cuando comenzó el enfrentamiento y a pesar de su corta edad, ya conocía el terror y el sufrimiento de cerca, ya había sido testigo de la marcha de hombres que nunca volvieron, de los llantos desesperados de madres que perdieron a sus hijos, de mujeres cuyos maridos cayeron en el frente por defender no sabían muy bien qué. La muerte había rondado su existencia demasiado pronto pero, por suerte, ya parecía haber dejado de ser su compañera de camino.

Sentada en un banco de la plazoleta, escuchando la alegre música de la banda, Celia pensaba que a pesar de todo, la suerte la había acompañado. Adolfo, el guapo hijo del señor maestro, también había tenido que ir a la guerra, como casi todos los jóvenes del pueblo, pero al contrario que muchos de ellos, había regresado vivo. Ella apenas recordaba el momento exacto de su marcha, suponía habría salido del pueblo en medio de todos aquellos muchachos que eran despedidos por sus familias arropados por gemidos entrecortados que rompían el aire y le daban sabor a tragedia. Pero sí tenía grabado en su mente el día de su regreso, con una pierna destrozada por la metralla, tirado en aquella camilla, más muerto que vivo. Cuando milagrosamente consiguió recuperarse, los pueblerinos lo trataron como  un héroe de guerra que había puesto el pabellón del pueblo bien alto, defendiendo la causa nacional, una causa que ni él mismo, ni la mayoría de los que la ensalzaban, sabían bien en qué consistía.

Pasados los años, Adolfo se convirtió de nuevo en el vecino anónimo que siempre había sido, en el hijo del maestro, en un buen muchacho que arrastraba tras de sí el estigma de haber vuelto de la contienda medio inútil. Había sido un héroe y como tal lo habían aclamado, pero los héroes de pueblo, aquéllos que son sin saber por qué son, pronto se convierten otra vez en desconocidos, en seres ocultos de nuevo a los ojos de la multitud. Por eso Adolfo había vuelto a ser, simplemente, el hijo del señor maestro, el cojo, el inútil. A Celia le daba igual lo que la gente dijera o dejara de decir sobre el muchacho. Todos aquellos que se daban a murmurar eran tan idiotas que no se daban cuenta de que él había podido regresar, de que por lo menos podía contarlo, privilegio que a muchos otros se les había quedado perdido por el camino.

Adolfo y Celia no eran novios,  pero se gustaban y ambos lo sabían. Él pensaba que Celia era muy joven, sólo tenía diecisiete años y el muchacho, tímido de por sí, no se atrevía a dar el primer paso y el simple pensamiento de acercarse a ella y decirle media palabra, aceleraba su corazón como un caballo loco. Aquella noche, sin embargo, entre la algarabía de una fiesta largo tiempo  deseada, se fijó bien en ella. ¡Qué bonita era!. Pequeña, menuda, frágil. Adolfo, armándose de un valor que estaba muy lejos de sentir, se acercó tímidamente, con pasos diminutos y deliberadamente lentos, y la invitó a bailar. Ella le miró y dudó un momento. Adolfo pudo percibir el brillo de aquellos ojos infantiles que trasmitían sin quererlo toda la emoción que embargaba a su dueña y él mismo se emocionó envuelto en la mirada de la chica. Celia finalmente se levantó y se echó en los brazos de su enamorado. La banda tocaba una castizo pasodoble. Celia se dejaba llevar por los pasos torpes del chico, temblando al sentirse tan cerca de él como  tantas veces había soñado. Cuando la pieza acabó se despidieron con una simple sonrisa. Ya era tarde y Celia debía regresar a su hogar.

De camino a casa, mientras sus amigas charlaban y reían, Celia soñaba despierta con los brazos firmes de Adolfo, unos brazos que minutos antes le habían estrechado la cintura, soñaba con sus ojos de un azul tan intenso como el cielo que día tras días arropaba la tierra en una tierna caricia, con aquellas dos palabras de de forma intempestiva y absurda revoloteaban en su cerebro sin atreverse a salir de su boca : Te quiero.

 *

     La vivienda estaba sumida en la más completa oscuridad. Celia se descalzó y subió las escaleras que la conducían a su cuarto, despacio, con sigilo, para no despertar a los demás habitantes de la casa. Sus padres trabajaban duro durante todo el día y a aquellas horas estarían disfrutando del merecido y reparador sueño que les permitiría recuperar fuerzas para afrontar una nueva jornada. Sin embargo al pasar por delante  de la habitación de sus progenitores, escuchó sus voces, lo cual le pareció ciertamente extraño dado las horas intempestivas que eran. Ambos acostumbraban a acostarse temprano. Mas aquella noche, al parecer, el sueño todavía no los había vencido, pues conversaban, y la chica arrimó la oreja a la puerta para enterarse de qué era aquello tan importante que mantenía a sus padres en vela.

     -Es lo mejor que podemos hacer - decía su padre - además a ella le hará bien, vivirá en la ciudad y desahogadamente. ¿Qué más puede pedir?

     -No sé Damián. Es un hombre muy mayor, Celia sólo tiene diecisiete años.

     -Él pasa poco de los cuarenta, tampoco es tan mayor. Además eso da lo mismo. Lo que importa es que sea un hombre bueno y pueda proporcionarle a nuestra hija un futuro digno y de eso podemos estar seguros. Ya sabes que su negocio marcha viento en popa , que tiene muchos y muy importantes contactos y que se codea con gente de alcurnia. En realidad hasta debemos de estar agradecidos de que Dios haya querido que posara sus ojos en nuestra hija. Nosotros somos poca cosa, buena familia y honrados, eso sí, pero socialmente no estamos a su altura.

     -¿Tú crees que ella le querrá?- la voz de Berta, la madre de Celia, sonaba temerosa y preñada de dudas.

    -¿Y qué importa lo que ella quiera? No me vengas ahora con las monsergas del amor y todas esas tonterías. ¿Cuántas veces nos vimos tú y yo antes de casarnos? ¿Tres, tal vez cuatro? Nos limitamos a aceptar lo que nuestros padres habían acordado para nosotros, como se hizo siempre en el pueblo y aquí estamos. Hemos criado tres hijos y tenemos con qué mantenernos. No necesitamos más. A lo mejor nuestra hija no lo entiende al principio. Es muy testaruda, pero con el tiempo comprenderá que lo que ahora hacemos es lo mejor para ella. Dentro de una semana él quiere una respuesta y le voy a decir que sí. Créeme Berta, es el mejor matrimonio que podemos concertar para nuestra hija.

    Cuando la muchacha escuchó aquellas palabras se llevó las manos a la boca para reprimir el grito ahogado que pugnaba por salir de su garganta. No había duda alguna de que ella era la protagonista de la conversación que acababa de escuchar.

Corrió hacia su cuarto y se tiró en la cama dando rienda suelta a su llanto. No podía creer lo evidente, no le cabía en la cabeza que alguien pudiera ser tan insensible antes sus propios sentimiento. Sus padres la querían casar sin tenerlos en cuenta. Su madre, por lo menos ella, sabía que desde hacía tiempo bebía los vientos por el hijo del señor maestro y aun así aceptaba de buen grado la proposición sin sentido de su padre. Creía conocer, además, la identidad del hombre al que pretendían convertir en su esposo. El viejo que traía mercancía al colmado todas las semanas  y la miraba de aquella forma tan rara. Le daba miedo. Semejaba querer devorarla con aquellos ojos de un negro tan intenso que no parecían de este mundo. Y su padre hablaba de entregarla a él como si nada, de casarla con un hombre por el que no sentía sino miedo y rechazo.

Durante las interminables horas que duró aquella noche maldita, Celia, entre lágrimas, no paró de darle vueltas a su cabeza imaginando una y otra vez la remota posibilidad de escapar de aquella trampa. Tal vez Adolfo estuviera dispuesto a ayudarla. A pesar de que nunca se habían dicho nada al respecto, estaba segura de que los sentimientos de ambos eran los mismos. Sólo haría falta ponerse de acuerdo y marcharse lejos, a un lugar en el que nadie pudiera encontrarlos y donde pudieran vivir su amor sin miedo y en libertad, en toda la libertad que les era permitido. Pero Celia sabía que todas aquellas conjeturas no eran más que eso, conjeturas sin mucho sentido que nunca llegarían a materializarse. No tenía el valor suficiente para enfrentarse a sus padres. El respeto se lo impedía.

Sólo al rayar el alba Celia consiguió caer en un sueño ligero en inquieto, del que le hubiera gustado no despertarse jamás.

 *

     -Celia, levántate hija, que es muy tarde.

     La voz de la madre resonó en sus oídos procedente de la planta baja. Apenas había dormido pero no le quedaba más remedio que levantarse ya. Las tareas de la casa la reclamaban. Sus padres ocupaban sus horas con la gestión del colmado, así que la que debía atender el hogar era ella. Se lavó y se vistió. Mientras lo hacía recordaba la conversación escuchada la noche anterior y por unos instantes se preguntó si no habría sido un mal sueño, mas al momento halló la respuesta lógica. Todo había sido real, tan real que le daba miedo rememorar la voz de sus padres pronunciando las palabras que significaban su condena.

Bajó a la cocina despacio, como queriendo retrasar el momento de encararse con su madre, pues estaba segura de que le daría la noticia de su obligado casamiento. Cuando entró en la estancia, ya su madre le había preparado el desayuno: una taza de leche y unas rebanadas de pan negro con miel. Celia se sentó a la mesa y miró la comida. El nudo que tenía en el estómago le impedía probar bocado alguno. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas, al principio en silencio, hasta que finalmente no pudo evitar que la mujer, en medio de su trajín, escuchara los sollozos ahogados que procedían de su hija. Se sentó al lado de la muchacha y rodeó sus hombros con el brazo.

    -¿Qué te pasa hija, estas enferma?

    Celia lloraba sin poder contestar. Las palabras se negaban a brotar de su garganta.

   -Por favor ,Celia, contesta, ¿qué te ocurre? - insistió la buena mujer.

   La chica volvió hacía ella la cabeza y la miró con sus ojos cargados de tristeza.

   -Anoche la escuché a usted y a padre hablando en la habitación cuando regresaba de la verbena - pudo decir por fin.

   La madre se levantó con gesto serio y reanudó sus tareas sin decir nada. La chica se levantó, fue hacia ella y tomándola del brazo la encaró.

    -¡No pueden hacerme eso madre, no me lo pueden hacer! - gritó desesperada.

    Su madre se zafó de su mano con un gesto brusco.

    -Tu padre y yo lo hemos estado hablando y creemos que es lo mejor para ti.

    -¿Lo mejor para mí? ¿Cómo puede ser lo mejor para mí casarme con un desconocido? Madre, por favor, no me entreguen a ese hombre.

   -Por favor, Celia, hablas como si te fuéramos a abandonar a tu suerte a manos de un criminal. Las cosas no son así. Es un hombre bueno y con posibles. A su lado estarás bien.

    -Pero yo no quiero estar con él. No le amo, madre, ni siquiera le conozco. No me hagan esto, por favor.

    -Celia, ahora no lo entiendes, pero lo entenderás con el tiempo.

    -No quiero entenderlo, yo no quiero casarme con ese hombre. No le amo.

    -Amarle, ¿qué sabrás tú qué es el amor? Esas son tonterías de la gente. Lo importante es tener al lado a un hombre bueno y Justo lo es. El amor ya llegará, si llega, y si no tampoco pasa nada.

    -Madre, ¿pero qué dice usted? ¿acaso no quiere usted a padre? ¿acaso no se casó usted enamorada de él?

    -Celia hija, yo me casé con tu padre porque mi padre me lo ordenó. Llevamos muchos años juntos y con el tiempo he llegado a quererle. Pero el amor vino después...

    -¿Y si no viene? ¿Y si nunca le llego a querer? ¿Tendré entonces que ser una desgraciada toda mi vida? Además yo quiero a otro y usted lo sabe.

    -Si claro, a Adolfo, el hijo del maestro. ¡Valiente elección! Un inválido que nunca podrá encontrar un trabajo digno para mantenerte. Ya te puedes ir olvidando de él. Ni tu padre ni yo vamos a dejar que nuestra hija se muera de asco al lado de un lisiado.

    -¡Pero es el hombre que quiero!

    -Celia, la decisión está tomada. La próxima semana vendrá Justo y fijaremos la fecha de la boda. Y tú harás lo que tu padre y yo te ordenemos.

    -No me lo puedo creer.

    -Pues tendrás que hacerlo. Y es mi última palabra hija, no quiero seguir discutiendo.

Celia salió corriendo de la casa y se refugió en la trastienda del colmado, medio escondida entre sacos de harina y barriles de vino. Se sentía muy inquieta y el corazón le latía tan fuerte que hasta parecía querer salirse del pecho. Quería llorar, gritar, patalear, pedir auxilio... pero en el fondo sabía que de nada valdría lo que hiciera. Sus padres habían tomado la decisión y ella tenía que acatarla le gustara o no. Cogió una botella de ron escarchado, la abrió se echó un trago. El alcohol quemó su pecho por dentro y la hizo toser, pero repitió otra vez, y otra, y otra.... hasta que la mente se le fue embotando y un dulce placer desconocido la fue llevando al país de los sueños en el que su vida era diferente, era bella... porque a su lado estaba Adolfo, el hijo del señor maestro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario