viernes, 24 de febrero de 2017

UN MUCHACHO SINGULAR (NOVELA CORTA) Capítulo II




Cuando transcurridos los nueves meses de rigor nació su vástago, la dicha del matrimonio fue absoluta. Para Remigio por haber sido padre de un varón, para Sebastiana por haber sido madre, sin más. Su mente infantil apenas podía creer que aquel pedacito de carne sonrosada que dormía plácidamente a su lado hubiera salido de su propio cuerpo. Tan feliz se sentía que se dijo a sí misma que no se separaría del niño jamás y que lo cuidaría como nadie se imaginaba que fuera capaz. No dejaba que nadie lo tocara y se ocupaba ella misma de todos sus cuidados, ante el asombro de los que la conocían bien y el regocijo de su marido, al que la actitud protectora y maternalista de su esposa confirmó que no podía haber elegido mejor a la mujer con la que compartir su existencia. Sólo un detalle lo contrarió y no fue otro que la elección del nombre del niño. A él le hubiera gustado que llevara su nombre y continuase la tradición comenzada por su tatarabuelo, pero Sebastiana, devota fiel de San Judas Tadeo, cuya estampa le habían regalado una monjita muchos años atrás, se empeñó en que el niño tenía que llevar el nombre del santo, y a él no le quedó más remedio que transigir. Al fin y al cabo ya vendrían más hijos y alguno, sin lugar a dudas, se llamaría Remigio.

Pero bien es cierto que jamás la felicidad dura para siempre y a nuestra pareja se le echó encima la desgracia demasiado pronto. Remigió Fontan pagó caro los excesos cometidos a lo largo de los años, demasiado trabajo, demasiado comer y beber, demasiadas mujeres, y un buen día su corazón se negó a seguir manteniendo con vida aquel cuerpo que él creía incombustible. Durante una interesante disertación ante el Tribunal Provincial, defendiendo con demasiado ímpetu la inocencia de un cliente acusado de malgastar fondos públicos en juergas con mujeres de mala vida y demás dispendios por el estilo, Remigio cayó desplomado y nada se pudo hacer por salvar su vida. Se fue al otro barrio así, sin despedirse y ni tan siquiera sin hacer testamento.

No tenía el pequeño Judas más de seis meses cuando su padre desapareció de este mundo, ante la incomprensible indiferencia de su madre, que con tenerlo a él a su lado se daba por satisfecha y para la que hasta las fastuosas noches de pasión que le regalaba Remigio en vida habían perdido interés. No derramó ni una sola lágrima en el velatorio, durante el cual se entretuvo manteniendo charlas intrascendentes con antiguas conocidas que habían acudido a acompañarla en el luctuso trance, ofreciendo café y pastelitos de chocolate y coco a los asistentes, dulces que ella misma se había puesto a preparar en el preciso instante en que le comunicaron el fallecimiento de su marido, previendo el desfile de personalidades que pasarían por la casa y a las que consideraba imprescindible agasajar como se merecían con el fin de agradecerles su compañía. Tampoco flaqueó durante el funeral de cuerpo presente y posterior entierro, limitándose a sonreír a aquellos que con rostro severo se acercaban a ofrecerle sus condolencias, sonrisa que acompañaba con la coletilla “son cosas que pasan, así es la vida” como si la muerte de su marido le importara bien poco, como en realidad así era.

Como las desgracias nunca vienen solas, apenas dos meses después de la muerte del abogado fue el padre de la muchacha el que falleció de unas fiebres que terminaron con él en menos que canta un gallo. Tampoco esta vez mostró Sebastiana su pena al mundo, tan centraba estaba en el cuidado de su pequeño, ni siquiera acudió al entierro, aduciendo que sus deberes maternales se lo impedían, cosa impensable en otras circunstancias dada la unión y complicidad que había mantenido siempre con su progenitor durante su soltería.

Su madre, una mujer hastiada de la vida, vio en la muerte de su marido la posibilidad de resurgir de sus propias cenizas y se propuso disfrutar todo lo que no había podido hasta el momento, para lo que no se le ocurrió mejor cosa que pedirle consejo a su hija. Sebastiana, que al contrario de lo ocurrido con su padre, con su madre no había mantenido jamás relación estrecha dado el carácter frío y autoritario de aquélla, le dijo que disfrutara lo que le diera la gana pero que a ella la dejara en paz y que si necesitaba ayuda que se la pidiera a la Graciana, la madama del burdel, que esa sabía mucho de diversiones y disfrutes. Acudió pues la buena mujer a solicitar consejo a la dueña del putiferio la cual, agradecida de tener a alguien que le mostrara confianza, fue más allá de los consejos y le ofreció casa y trabajo como peluquera y maquilladora de sus putas, puesto que la anterior se había largado con viento fresco, a lo que la otra aceptó en seguida, olvidándose de su hija, de su nieto y hasta de toda su vida anterior.

De esta manera Sebastiana se quedó sola en el mundo, sin más compañía que la del pequeño Judas, que, por otro lado, ella consideraba que era más que suficiente para ser feliz. Su marido la había dejado en buena posición, por lo que dinero no le había de faltar para salir adelante con holgura y siendo que su hijo era lo único que merecía su atención, se dedicó a él en cuerpo y alma, sin percatarse, dada su imbecilidad, de que con ello estaba contribuyendo a hacer de él lo que había llegado a ser: un hombre sin carácter al que nadie tenía en cuenta.

El pequeño Judas resultó ser un niño tan guapo como su madre, de la que afortunadamente no llegó a heredar su idiotez, muy al contrario, pues con el tiempo llegaría a destacar por su extrema inteligencia. Su pelo rubio y rizado y sus enormes ojos increíblemente azules, le daban aspecto de querubín, y eso precisamente fue lo que llegó a creer Sebastiana: que su niño era un angelito que le había enviado el Señor y que por ello tenía que cuidarlo y protegerlo con suma diligencia.

Vigilada de cerca por Doña Luciana, la vecina, que sentía adoración y pena por la pobre muchacha, Sebastiana tomó la primera decisión importante respecto a su hijo el día que éste cumplió los cinco años: no iría a la escuela, no sería conveniente para él. El contacto con los otros niños no le haría ningún bien, pues además de ser fuente segura de infecciones y enfermedades, también lo sería de mala educación. Ella se ocuparía de enseñarle a leer y a escribir que al fin y al cabo era lo único que necesitaría para desenvolverse por el mundo, si acaso a sumar y restar para que pudiera hacer cuentas y no le engañaran con los cuartos. La señora Luciana intentó convencerla por activa y por pasiva de que estaba en un error, pero ella, con la tozudez propia de los ignorantes, siguió en sus trece. No obstante sí que aceptó un consejo de la buena mujer, que le sugirió que ya que no quería enviar al chiquillo a la escuela, al menos debía contratar un profesor particular para que le diera clases en la casa, nada de enseñarle ella misma, que ya tenía bastante trabajo con las tareas cotidianas. No se opuso a ello Sebastiana, es más, pensó que aquella era la solución perfecta para su muchachito, que así podría aprender a leer y escribir y a hacer sumas y restas sin salir de su casa y orientado por un profesional.

Contrató pues la mujer al profesor, que resultó ser un muchacho culto y formal, que se dedicaba en exclusiva a dar clases particulares a domicilio, en general a chicos que no iban demasiado bien en los estudios, por ello se sorprendió gratamente cuando se percató de las habilidades intelectuales de su nuevo alumno. Judas aprendió a leer y escribir perfectamente en apenas un mes y a hacer sumas y restas en apenas una semana. Desde el principio mostró una leve inclinación hacia las matemáticas, aunque la lectura se convirtió en su pasatiempo preferido, dada su nula vida social. En realidad el chico no le hacía ascos a nada. Dominó pronto la geografía y la historia de España, mostró gran interés por la física y la química, así como por la biología y se reveló como un gran dibujante. No había materia que se le escapara. Rodrigo, que así se llamaba el profesor, pensó que Judas se merecía algo más que sus clases, pues él carecía de medios suficientes para enseñar lo que aquel chico parecía ser capaz de aprender. Dos años estuvo el muchacho enseñando al niño, que aprendió mucho más que cualquier muchacho de su edad. Pasado este tiempo el profesor habló seriamente con la madre para plantearle la situación, su hijo era muy listo y necesitaba ir a una escuela donde pudieran ofrecerle la educación que se merecía. Pero la pobre Sebastiana no entendía de listezas ni de educación y se negó en rotundo a dejar a su hijo salir de la casa sin que ella lo acompañase, y el maestro particular, viendo que no podía hacer absolutamente nada, decidió poner la situación en manos de los servicios sociales de la ciudad. Si ya no era muy ortodoxo tener al pequeño sin acudir al colegio mucho menos lo era no dejarle aprender todo lo que su mente privilegiada podía absorber. Más no tuvo demasiada suerte en su empeño. La asistenta social a la que asignaron el caso, una mujer menuda y frágil y aparentemente débil de carácter, resultó ser prima lejana de Sebastiana, por lo que en lugar de mostrarse dura e intransigente con las bobadas de la mujer, se dejó llevar por la pena y redactó un informe en el que hacía ver que aquel niño no estaría mejor con nadie que con su madre, la cual le aportaba cuidados y conocimiento necesarios para que el día de mañana pudiera defenderse en la vida. Ante tal cúmulo de despropósitos Rodrigo dejó de dar clases a Judas, pues nada podía aportar a los ya extensos conocimientos del chico, y considerando su relación profesional con el pequeño un total y completo fracaso, se retiró a una cueva y se volvió anacoreta.

El pequeño Judas, ajeno a todo, siguió ejercitando su afición por la lectura y por los números, consultando y leyendo los numerosos libros que su padre le había dejado en herencia y que contribuyeron, sin duda alguna, a alimentar su sed de saber autodidacta. Se encerraba todas las mañanas en la amplia y luminosa biblioteca y devoraba los volúmenes que llenaban las estanterías, le daba lo mismo la materia de la que trataran, desde geografía, hasta química; desde matemáticas hasta física y, por supuesto, todos y cada uno de los compendios de derecho, tesoros que su padre había mimado con la sana intención de dejarlos en herencia a aquel que continuara su labor jurídica. Sólo cuando en su casa no hubo ya libros que consultar convenció a su madre para que le dejara acudir todas las mañanas a la biblioteca de la ciudad, a lo que ella accedió con la ineludible condición de ser su asidua acompañante.

Fueron entonces ambos, protagonistas de un cuadro que merecía la pena ver. El chico leía con desmesurado interés todo lo que se le ponía por delante, mientras la idiota de su madre se sentaba a su lado y sacaba su labor de bordado, ante la estupefacta mirada de la bibliotecaria y de los demás usuarios del recinto, a los cuales no dejó de parecerles graciosa semejante situación, mas como ni uno ni otro molestaban lo más mínimo terminaron por aceptarlos y dejaron de prestarles atención.

Varios años vivieron madre e hijo de esta guisa, sin más aspiraciones que seguir en aquella situación que a ambos les parecía no sólo cómoda, sino incluso idílica. Todo cambió aquella tarde en que apareció por la casa Don Hilario Fuentes, un hombre respetable y de bien, antiguo amigo de Don Remigio, que con la llegada de la democracia se había apuntado a la moda del cambio de chaqueta renegando de su pasado fascista, de tal manera que en ciertos círculos se había convertido en ejemplo para todos aquellos que querían apuntarse al carro de las libertades.

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