lunes, 20 de febrero de 2017

UN MUCHACHO SINGULAR (NOVELA CORTA) Capítulo I



Judas Fontán esperaba paciente en la cola del Registro Civil a que le llegara su turno y así poder solicitar una partida de defunción de su madre, fallecida apenas una semana antes. Unas doce o quince personas le precedían, si bien al menos tres de ellas se habían colado descaradamente sin que él se atreviera a recriminarles su actitud, simplemente les dirigía miradas cargadas de una falsa ira de las que, evidentemente, no se percataban. Ya estaba acostumbrado, en todos lados era absolutamente ignorado, lo trataban como si fuera invisible, como si no existiera. Sin duda su carácter apocado y extremadamente tímido tenía mucho que ver en ello.

Judas era hijo de Remigio Fontán, un famoso abogado de la época franquista estrechamente vinculado al régimen, y de Sebastiana Arniches, una buena mujer con un ligero retraso mental, elegida así adrede por su marido, que sólo quería a una esposa que le diera hijos y que se ocupara de él como Dios manda, pues ese era el deseo de su progenitora fallecida poco antes y de él mismo, que no tenía la menor intención de desperdiciar su valioso tiempo en las estúpidas tareas de la casa. Se conocieron de casualidad, cuando el padre de la muchacha, Romualdo Arniches, capitán de la marina mercante retirado, acudió al bufete del abogado a realizar una consulta sobre unas tierras que tenía en propiedad. Ella le acompañaba, le acompañó aquella primera vez y todas las demás veces que, huelga decirlo, fueron bastantes. Sebastiana se sentaba en el hermoso sillón de cuero verde que el abogado amablemente le ofrecía y observaba en silencio las conversaciones que mantenían su padre y el letrado, y aunque no entendía absolutamente nada de aquellos términos jurídicos, asentía de vez en cuando, como la estúpida que era, mirando a su padre con profunda admiración y a Remigio con infinito respeto. Cuando llegaba la hora de marcharse se levantaba y seguía a su progenitor como un corderillo a su madre, saludando educadamente al letrado con una leve inclinación de cabeza.

A través de aquellas horas de conversaciones jurídicas con su cliente, Remigio pudo darse cuenta que aquella bonita chiquilla, que apenas articulaba palabra y que semejaba obedecer ciegamente a todo lo que su padre le decía, podía ser la mujer que él necesitaba a su lado. Parecía media parada, de eso no cabía duda, pero tan nimio detalle le daba lo mismo si la mujer sabía desenvolverse con desparpajo en los tediosos quehaceres domésticos. Evidentemente tenía que comprobar que estaba en lo cierto, lo cual no sería difícil dada la estrecha relación profesional que tenia a bien mantener con el padre de la susodicha. Cierta tarde se presentó en el domicilio del buen hombre con la excusa de ofrecerle asesoramiento sobre la venta que deseaba realizar y allí sus agradables sospechas se vieron gratamente confirmadas. Sebastiana no sólo era discreta, eso saltaba a la vista durante las visitas a su bufete, sino también extremadamente hacendosa y atenta con las visitas. Después de franquearle la entrada y de conducirle a la salita en la que Don Romualdo Arniches quemaba las horas vespertinas leyendo y fumando en pipa, le ofreció un café y una copita de brandy a las que Remigio accedió gustoso. Luego, mientras los hombres charlaban sobre sus asuntos, la moza se sentó en un sillón algo apartado y sacando su labor de bordado se concentró en la misma ajena a las miradas de soslayo que le dirigía con disimulo el fornido abogado.

Hubo de realizar dos o tres visitas más al domicilio de los Arniches, alguna en horario de mañana, cuando Sebastiana tenía más trajín, antes de decidirse a pedir la mano de la muchacha. Cuando finalmente se dio por satisfecho en sus comprobaciones no tardó en hablar con su padre y ponerle al corriente del interés que su hija despertaba en él y no se volvió atrás, como el buen hombre pensaba, cuando éste le informó de que Sebastiana era ligeramente subnormal, un poco tonta, simple. Sabía leer y escribir, realizaba a la perfección las tareas domésticas y se comportaba en público como una perfecta dama cuya discreción era motivo de loa en cualquier reunión, pero no debía esperar mucho más de ella. Remigio le respondió que precisamente todo eso era lo que buscaba en una mujer, y no dudó un instante en reiterar su petición de mano.

Aquello fue motivo de extrema alegría para los padres de la muchacha, que jamás mantuvieron esperanza alguna de casarla y mucho menos con aquel buen partido que Dios había tenido la bondad de poner en su camino. No le preguntaron su opinión porque consideraban que no importaba demasiado, no fuera a ser que a la tonta se le ocurriera poner algún defecto a su selecto pretendiente. Cierto es que jamás, en sus veinte años de insulsa vida, había puesto el menor inconveniente a nada, pero ya se sabe, a veces en el momento menos pensado salta la liebre, y estaba claro que no había que tentar al diablo. Se limitaron a comunicarle su próximo enlace con el señor Remigio Fontán, y ella, que sabía perfectamente quién era el afortunado, asintió levemente mostrando una tímida sonrisa. No obstante, durante las tres o cuatro noches siguientes a la recepción de tan importante noticia, Sebastiana no pudo dormir pensando en aquel matrimonio que de repente venía a convulsionar su tranquila vida de boba. Pensaba en el novio al que apenas conocía y al que, sin embargo, atribuyó generosas virtudes con las que, sin darse cuenta, intentaba idealizar la imagen del hombre. Y es que, inevitablemente y en contra de su voluntad, desde el primer día que lo vio no pudo evitar compararlo con un rollizo cochinillo. Se imaginó que, a pesar de resultar tan poco atractivo físicamente, seguramente sería Remigio tan romántico como los atractivos galanes de las películas dulzonas y empalagosas que tanto le gustaba ir ver al cine. Había algo, sin embargo, que la obsesionaba con insistencia, y no era otra cosa que la diferencia de edad entre ambos, lo cual hacía que, a sus ojos, su repentino novio se le antojara más un padre que una pareja con la que compartir vida marital. Por eso mismo se atrevió a preguntar tímidamente a su madre si no consideraba que el abogado era un poco mayor para ella. Y es que Remigio se acercaba ya a los cincuenta años, a pesar de lo cual sus facultades tanto mentales como físicas se encontraban al cien por cien, y si no que le preguntaran a las putas del burdel de la Graciana, a donde todos los sábados por la noche acudía a saciar sus necesidades más bajas. La madre de Sebastiana le dijo que la diferencia de edad poco importaba cuando se trataba de compartir vida con un caballero de tan alto renombre como el que se había enamorado de ella, y la chica, tonta como era, le dio a su madre la razón sin cuestionarse nada más.

Se dijo a sí misma que tenía que estar como estaban todas las novias en los días previos al enlace, felices e ilusionadas, y feliz e ilusionada fue pasiva espectadora de los preparativos de su propia boda. Su madre tomó las riendas de la situación y se encargó de preparar todo lo necesario para que el enlace de su única hija fuera el mayor acontecimiento del año en la pequeña ciudad de provincias en la que habitaban. Concertó iglesia, decoración floral y confeccionó una extensa lista de invitados, entre los que se encontraban las más altas personalidades civiles y militares de la región con las que tenían relación. También encargó atuendos para toda la familia en la tienda de alta costura más prestigiosa de la ciudad, incluido el vestido de la novia, un vestido de un blanco inmaculado, de corte romántico, con sedas y encajes que hacían que la Sebastiana pareciese un ángel directamente bajado del cielo y cuando por fin llegó el día señalado, la muchacha acudió feliz al altar del brazo de su padre, dispuesta a entregarse ciegamente a un hombre con el que apenas había cruzado un par de palabras y que, inmediatamente después de su fastuosa boda, la ignoró por completo, salvo por las noches. No le pareció mal a la tonta, sin embargo, la actitud de su marido, al contrario, el desinterés que Remigio parecía sentir por ella no era sino un alivio, pues le permitía continuar llevando la vida rutinaria que llevaba cuando estaba soltera. Ella era feliz con su escoba, su plancha ,la preparación de las comidas diarias y el eterno bordado al que se entregaba cada tarde sentada cómodamente en la soleada galería de su vivienda. Descubrió sin embargo con gozo que su nueva vida de casada le proporcionaba también una inmensa y desconocida felicidad por las noches, cuando su esposo jugueteaba con su cuerpo de tal manera que despertaba dentro de ella unas extrañas y placenteras sensaciones que jamás se había podido imaginar que existían y que la empujaban a mostrar actitudes soeces y atrevidas a las que no era capaz de encontrar explicación, dado su natural carácter recatado. Hay que decir que Remigio estaba, de igual manera, extremadamente satisfecho con la desbordante pasión de la que hacía gala su idiota mujer, pasión que le hacía disfrutar casi tanto como los morbosos juegos a los que se entregaba con las chicas del burdel de la Graciana.

Así las cosas, su vida parecía no poder marchar más a derechas. Sólo cuando unos meses más tarde Sebastiana enfermó y tuvo que dejar de lado las tareas de la casa, cosa esencial para su marido, éste pensó que bien pudiera ser que los padres de la muchacha le hubiesen ocultado algún trastorno de salud que ahora se manifestaba cual vicio oculto de cualquier negocio ilegal. La muchacha se sentía enferma todas las mañanas a la hora de levantarse, con vómitos y mareos que la dejaban más lánguida que una verdura pasada de fecha, inservible para otra cosa que no fuese permanecer en la cama en posición horizontal y ni aun así se calmaba su malestar. Remigio estaba seguro, no obstante de sus sospechas, que la pobre chica no fingía y que su enfermedad era tan real como ella misma, así que se puso en contacto con su amigo Armando Sepúlveda, viejo conocido y amigo de correrías universitarias, médico de profesión con fama de tener buen tino en el diagnóstico e inmejorable hacer en la cura. Armando examinó a Sebastiana y fue rotundo: no estaba enferma, sólo estaba preñada, asunto que se solucionaría previsiblemente dentro de ocho meses más o menos, los que faltaban a la muchacha para parir si todo iba como debía ir. Recetó el galeno unas pócimas para aliviar los malestares de la futura madre y la vida del matrimonio volvió a su curso normal, ambos ilusionados y satisfechos por ese hijo que venía en camino con el que Dios había tenido a bien bendecir su unión. Sebastiana no dejaba de imaginarse con su bebé en brazos y su eterna labor de bordado fue sustituida por la confección del ajuar completo para su hijo. Remigio, por su parte, se sentía altamente satisfecho por aquel retoño que venía en camino, futuro heredero de su fortuna y seguramente de su profesión, que a aquellas alturas de su vida se había convertido ya en una posibilidad relegada al olvido.

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