sábado, 11 de febrero de 2017

EL AMANTE ADOLESCENTE (NOVELA ERÓTICA) - Capítulo XIV



Conchita y su esposo llegaron a Ferrol dos días antes de fin de año. Habían pasado parte de las fiestas con la familia de ella y ahora llegaban a la ciudad a disfrutar del resto de sus días de asueto con la familia de él. Se presentaron en casa un domingo por la tarde, poco menos que de sorpresa, pues aunque sabíamos que venían, no teníamos la certeza del día exacto. Yo estaba en el salón, con el resto de la familia, y cuando ella y su marido entraron por la puerta mi corazón comenzó a latir tan fuerte que pensé que se me saldría del pecho. Estaba mucho más guapa que antes. Se notaba que el matrimonio le sentaba bien y que su actual marido no le daba mala vida como en su día le había ocurrido con Don Ricardo. Saludó a todos con un beso y palabras cariñosas y me dejó a mí para el final.

-Mucho has cambiado, Teo – me dijo después de darme el consabido y clásico beso en la mejilla –. Estás hecho todo un hombre. Y me han contado que tienes novia. Me alegro mucho, de verdad.

No le dije nada. Me limité a sonreír con amargura, aunque no estoy seguro de que ella llegara a captar tal amargura, porque en seguida apartó su atención de mí para ponerse a charlar con mi familia de cosas que a mí me no me importaban en absoluto. La miraba y me parecía una completa desconocida. Era como si todo lo vivido a su lado no hubiera existido y hubiera sido solo un sueño que me había abierto los ojos al sexo y al amor carnal.

Miré mi reloj y vi que era hora de ir a buscar a Marina, así que salí de casa sin despedirme, total nadie se dio cuenta, ella tampoco, y me dirigí al lugar en que había quedado con mi novia caminando despacio y sin entender muy bien por qué la presencia de Conchita me estaba turbando de aquella manera. Marina se dio cuenta de que no era el mismo de siempre y me preguntó qué me ocurría.

-Nada, simplemente no he dormido muy bien esta noche y estoy cansado – mentí –. Debo estar cocinando una gripe o algo así.

Aquella tarde, cuando, ya de regreso a casa, acompañaba a Marina a la parada del bus, triste y cabizbajo, estando ella también un poco extrañada por mi actitud, le pregunté:

-Marina ¿tú me quieres?

-Ay Teo, qué raro estás hoy. Supongo que sí. No sé qué te pasa, pero no creo que estés incubando nada. No sé por qué me preguntas esas cosas.

-Es que yo sí que te quiero. Y.... como nunca te lo he dicho.

El bus hizo acto de presencia y Marina, después de darme un leve beso en los labios, subió a él, no sin antes echarme una última mirada cargada de interrogantes.

De vuelta a casa mis pensamientos eran un ovillo de lana enmarañada. Le había dicho a Marina que la quería, y era así, sin embargo estaba seguro de que si se me presentara la ocasión para revivir mi amor con Conchita, no dudaría ni un instante en entregarme. Pesaban demasiado en mí los recuerdos, los momentos de intenso placer vividos a su lado, las caricias que otro me había robado y que todavía, a aquellas alturas, sentía que me pertenecían por derecho propio.

Cuando llegué a casa ya todos se habían marchado. Me metí en la cama y mi último pensamiento, antes de dormirme, fue para el clítoris jugoso e hinchado de Conchita.

*

Aquella semana yo tenía vacaciones en el banco, así que en las mañanas deambulaba por casa echándole una mano a mi madre, sacando a pasear a la abuela o entreteniendo a mi hermana. Pensaba en Conchita, pero no preguntaba. Sabía que no se marcharía a Nueva York hasta pasada la fiesta de reyes, y sabía también que , de manera inevitable, pasaría de nuevo por casa.

Una tarde mamá me envió a la terraza a recoger la colada. Yo obedecía a regañadientes. Cuando volvía al piso me pareció ver que por debajo de la puerta del de Felisa asomaba un papel blanco. Corrí a dejar la ropa en mi casa, le dije a mi madre que había quedado con un amigo para tomar algo y subí sigilosamente al piso de Felisa. No me había equivocado, no había visto doble, la contraseña estaba allí, ella me esperaba. Sumamente nervioso pulsé el timbre y pronto escuché sus pasos livianos, suaves, que se acercaban a la puerta. Allí estaba, como siempre, como antes, tan guapa, tan sensual... aunque no vistiera su eterna blusa bajo la cual solía llevar únicamente sus bragas. Llevaba un discreto vestido azul de falda acampanada que le sentaba como un guante.

-Pasa, anda – me dijo – que no te vayan a ver. Pasa al salón, ya lo conoces.

Sí, ya lo conocía y allí me dirigí. Me senté en el viejo sofá encima del cual tantas veces nos habíamos comido a besos y sin atreverme a mediar palabra la miré interrogante.

-No tengo nada para ofrecerte para tomar – me dijo – evidentemente aquí no hay nada.

Estaba en el umbral de la puerta, jugueteando nerviosa con sus manos.

-No te preocupes – respondí – no me apetece nada.

Un silencio incómodo se instaló entre nosotros. Nos miramos largamente y de repente aquella situación me pareció la más absurda del mundo.

-Conchita ¿a qué me has traído aquí? – le pregunté armándome de valor – Esto es absurdo, salvo que sea para...

-Necesitaba estar contigo a solas un momento – dijo, haciendo que mi frase se quedara colgando en el aire –. Tienes razón, quizá todo esto sea un absurdo. Pero el otro día te vi tan... hombre.

Me levanté y caminé hacia ella lentamente. Se apoyó en el quicio de la puerta. Nuestras miradas estaban clavadas la una en la otra. Llegué a su lado y mientras abrazaba lentamente su cintura apoyé mi frente contra la suya. Yo ya estaba completamente excitado y acerqué mi cuerpo al suyo para que notara la plenitud de mi sexo, mientras la besaba con pasión en los labios, surcando el interior de su boca con mi lengua. Su respiración agitada me animó a seguir. Continuaba siendo la misma hembra caliente de antaño. Mis labios bajaron hacia su cuello. El aroma de su perfume era distinto, denotaba más clase, más elegancia. Mis manos acariciaron sus pechos turgentes y pude notar la dureza de sus pezones a través de la fina tela del vestido. Un gemido suyo rompió el aire. Le desabotoné la parte delantera del vestido y le subí el sujetador para que sus pechos quedaran al aire. Hundí mi cara entre ellos por un instante, acariciándolos con mis manos temblorosas. Luego fue mi boca la que succionó aquellas dos protuberancias que pedían a gritos mis mimos. Conchita ya estaba fuera de sí. Su pubis se adelantó al resto de su cuerpo pidiendo guerra, y yo estaba dispuesto a dársela, así que levanté la falda de su vestido y mi mano se introdujo en sus bragas y llegó hasta su sexo, húmedo, caliente, inflamado de deseo. Busqué su clítoris y comencé a masajearlo con suavidad. Ella echó la cabeza hacia atrás y se dejó hacer. La estimulé hasta que estalló en un orgasmo que la hizo gemir fuertemente. Tuve que taparle la boca con un beso para que no se escucharan sus gritos. Cuando se fue apaciguando la arrastré al sofá con la intención de follármela, pero entonces, de pronto, su actitud cambió. Cuando se vio recostada en el sofá, cuando se dio cuenta de que le había sacado las bragas y que me disponía a penetrarla para hacerla disfrutar de nuevo, entonces se volvió atrás.

-No Teo, no puede ser – me dijo empujándome para liberarse de mi cuerpo –. No puede ser, no podemos llegar tan lejos.

-Pero ¿qué dices? ¿Vas a dejarme así ahora? – pregunté muy irritado.

-No puede ser – dijo de nuevo mientras se recomponía la vestimenta –. Esto no debió ocurrir. Mi marido no se lo merece y no puedo cargar mi conciencia con algo así. Y tú tampoco puedes hacérselo a tu novia. ¿Sabes? El otro día, sin que te dieras cuenta, te vi con ella. Es muy bonita, y parece muy dulce. Creo que es la mejor novia que has podido buscar.

No podía ser que estuviera ocurriendo aquello. Debí imaginármelo. Si cuando había iniciado su noviazgo ya no había querido saber más de mí, debí imaginar que aquello había sido un calentón sin sentido.

-Ojalá no vuelva a verte nunca más – le dije con odio mientras me vestía.

Salí de allí pegando un portazo. Mi deseo no se cumplió. La volvería a ver, pero muchos años más tarde.


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