sábado, 4 de febrero de 2017

EL AMANTE ADOLESCENTE (NOVELA ERÓTICA) Capítulo XII



Inicié entonces con Juana una dinámica masturbatoria que llegado un momento amenazó con convertirse en rutina, cosa a la que yo no estaba dispuesto. Frecuentábamos los cines o los locales en penumbra y nos tocábamos hasta estallar de placer. Ella era un loba sexual. Se corría una vez y otra y otra más. No gozaba de la discreción como cualidad, y los gemidos se escapaban de su garganta con suma facilidad, hasta tal punto que en alguna ocasión, creo recordar que en el cine Rena, una pareja se volvió hacia donde estábamos y nos llamó la atención por el escándalo que estábamos armando.

El caso es que aquello estaba muy bien y nos lo pasábamos genial, pero yo no estaba dispuesto a continuar así toda la vida, a mí lo que me gustaban eran los trabajos de cama, hacer gozar allí a una mujer tal y como me había enseñado mi maestra. Andar masturbándonos por los cines era muy incómodo. No podíamos dar rienda suelta a nuestra pasión ni actuar de manera espontánea. Para eso había hecho yo un duplicado de la llave del piso de Conchita, aunque desgraciadamente nunca llegué a estrenarla. Fue por ello que un día me decidí a darle a Juana un ultimatum.

-Juana o mañana nos buscamos un sitio solitario y discreto para poder echar un polvo o esto se tiene que acabar. Llevamos saliendo casi seis semanas y yo ya estoy un poco harto de tanto toqueteo.

Ella me miró y levantó la cabeza en un claro gesto de superioridad y me dijo muy digna:

-Teo eres muy libre de hacer lo que te de la gana, pero yo no voy a hacer el amor contigo. Quiero llegar virgen al matrimonio o al menos que el hombre que me desflore sea el que después se convierta en mi marido.

Como yo no tenía semejante intención, lo nuestro se terminó y aquel fue el último día que salimos. La acompañé a su casa en silencio, aunque no llegué a hacerlo del todo, pues ella, dando nuestro escarceo amoroso como finalizado, se puso a andar con más rapidez, como si yo no existiera, y cuando me sacó un buen trozo de ventaja yo me di la media vuelta y la dejé continuar su trayecto sola.

La relación se terminó definitivamente. No volvimos ni siquiera a hablar ni a tomar una copa juntos. A veces nos encontrábamos por la calle y nos intercambiábamos un educado saludo, nada más.

No sé lo que significó aquella ruptura para Juana, no sé lo que sentía por mí, si yo era sólo una distracción o si en ella había comenzado a brotar un sentimiento más profundo, tampoco me rompí mucho la cabeza con el tema, yo iba a lo que iba y unos fines de semana más tarde comencé mi nueva conquista.

Se llamaba Adela y era una chica preciosa. La conocí en un guateque y en seguida la situé en mi punto de mira. Adela era una muchacha alta y esbelta, ni gorda ni delgada, de formas perfectas, con una larga melena morena y unos expresivos ojos verdes. Estaba como un queso e imaginarme entre sus piernas era el perfecto acicate para conquistarla. Pero Adela no tenía nada que ver con Juana, como pude comprobar la misma tarde en que la conocí.

La saqué a bailar y comenzamos a charlar. Me dijo que estudiaba cuarto de filosofía y letras en la universidad de Santiago y violín en el conservatorio. Así supe que era una chica muy ocupada, con lo cual, fuera de los fines de semana, no íbamos a tener mucho tiempo para disfrutar juntos. A pesar de todo no me rendí, pues me gustaba demasiado.

Nos pasamos la tarde bailando, pero en todo momento Adela se ocupaba de mantener las distancias. Cuando sonaba alguna melodía lenta, que invitaba más al acercamiento, y que yo aprovechaba para que nuestros cuerpos se rozaran más, sentía sus manos firmes sobre mis hombros, separando mi cuerpo del suyo, dejando que corriera el aire entre los dos. No fue hasta el final de la tarde cuando me atreví a besarle el cuello y el lóbulo de la oreja, cosa que no le gustó demasiado.

-Teo, eres un encanto, pero no quiero que vayas tan rápido.

Evidentemente accedí a sus deseos, pues no quería perderla apenas encontrada. Cuando llegó la hora en que se tenía que marchar le pedí permiso para acompañarla a la estación del tren, a lo que accedió. Hicimos el trayecto con sus amigas, las cuales, haciendo gala de la mayor de las discreciones, caminaban delante de nosotros, dejando que así pudiéramos disfrutar de una cierta intimidad para hablar. Al día siguiente era domingo, así que le propuse a Adela si quería acompañarme al cine. Pensé que me iba a decir que no. Parecía una chica con cierto recato, sin caer en la mojigatería, así que a lo mejor pensaba que el cine era un lugar demasiado oscuro y peligroso para la primera cita con un chico, pero para mi satisfacción me dijo que sí, y quedamos en el Rena para la sesión de las cinco.

-No podré quedarme mucho tiempo – me dijo –. El lunes me voy para Santiago muy temprano.

Daba igual el tiempo que pudiéramos estar juntos, el caso era estarlo. Cuando el tren llegó nos despedimos con un casto beso en la mejilla y aunque yo intenté rozar sus labios ella supo mantenerse en sus trece.

-Hasta mañana, Teo – me dijo con una sonrisa. Y así me quedé. Mirando el tren mientras se alejaba y pensando ya en la sesión de cine del día siguiente.

Adela llegó puntual. Yo ya había sacado las entradas. No me atreví a llevarla a la zona peligrosa del cine, así que nos sentamos entre el resto de la gente y comenzamos a charlar de cosas intrascendentes mientras no comenzaba la película. Cuando por fin empezó y las luces se apagaron, Adela fijó su vista en la pantalla como si no existiera nada más a su alrededor. Yo la miraba de vez en cuando, pensando en dar un paso más, pero no me atrevía. No sabría decir el motivo, pero aquella chica me imponía. A lo mejor es que me sentía como un chiquillo a su lado, aunque solo tuviera, creo recordar, unos tres o cuatro años más que yo.

Finalmente me atreví a cogerle la mano. Noté que temblaba, no solo la mano, sino todo el cuerpo, igual que una hoja arrastrada por el viento. Estaba nerviosa y me pareció buena señal. También me pareció buena señal que no me arreara un sopapo cuando me atreví a darle un beso en la mejilla. Adela no se movía. Continuaba con la vista fija en la pantalla, como si su cerebro se hubiera programado para no apartar sus hermosos ojos del film, que yo ni siquiera recuerdo.

Un poco más tarde, en un acto de osadía por mi parte, pasé mi brazo por sus hombros y después de decirle que tenía unos labios precioso le di un beso en ellos. Fue un beso suave, casi inocente, ante el cual Adela me miró y con una tímida sonrisa me dijo:

-Maxi, todavía no, quiero ir despacio.

Y tan despacio que fuimos. No conseguí darle un beso con lengua hasta la tercera o cuarta vez que salimos. Estábamos bailando en una boite y me atreví a besarla. Esta vez no se opuso y se dejó llevar. Como era mucho más interesante el morreo que el baile, nos fuimos a sentar y continuamos con nuestra placentera actividad, que yo no deseaba que terminara ahí. Comencé a acariciarle el muslo y no dijo nada, así que me atreví a acercar la mano a su entrepierna, siempre por encima de su falda en pos de mi impúdico objetivo. Adela me dijo que no, y continuaba agarrando mi mano con firmeza para separarla de los lugares prohibidos. Yo seguía juguetón, intentando recorrer su cuerpo y le tocaba las tetas, pero ella hacía lo mismo, separaba mi mano y se limitaba a ofrecerme sus jugosos besos, que estaban estupendos, pero eran poco para mí.

En un momento dado me atreví a guiar su mano, por encima de mi pantalón, hasta mi miembro, que estaba inflamado a más no poder. Ella la retiró como si hubiera tocado un fuego ardiente y me increpó.

-Teo eres un sinvergüenza. Siempre estás igual.

-Pero si esto es para ti cariño – le dije entre susurros y besos al oído –. Si tú quieres lo podemos pasar muy bien, yo te daré mucho placer.

-Ni hablar, yo no haré nada de eso, no seas cochino.

Por más que lo intenté no hubo manera y hube de dejarlo para otro día. Yo no cejaba en mi empeño. Tenía que caer ante mí, tenía que conseguirlo

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