sábado, 14 de enero de 2017

EL AMANTE ADOLESCENTE (NOVELA ERÓTICA) Capítulo VI



Mientras Conchita estuvo en la tienda de comestibles también soñé. Soñé despierto imaginando cosas que me gustaría que ocurrieran aunque sabía que no ocurrirían nunca. Me imaginé casado con ella, los dos felices y contentos, sin Ricardo, que desaparecía de nuestras vidas así de sopetón, sin necesidad de que nadie tuviera que romperse la cabeza para sacarlo de en medio. Nadie nos criticaba ni nos señalaba con el dedo. La gente, incluida nuestra propia familia, consideraba normal que un muchacho de quince años y una mujer de veintinueve se amaran.

Hoy, cuando echo la vista atrás recordando aquellos días tan felices, me pregunto qué hubiera ocurrido si todo hubiera pasado en la actualidad, o simplemente si alguien hubiera descubierto nuestros juegos. Puede que Conchita estuviera abusando sexualmente de un menor, aunque yo nunca tuve conciencia de abuso alguno. También es verdad que aquellas relaciones eran más que consentidas por mi parte, pero yo era sólo un adolescente con las hormonas revolucionadas y sin mucha capacidad de discernimiento, al menos en aquellos temas tan escabrosos. Me dejaba llevar por la pasión con demasiada facilidad.

La puerta de la calle me sacó de mis ensoñaciones. Conchita regresaba de la compra. Yo estaba sentado en la cocina, apoyados mis brazos en la mesa, sin más que hacer.

-He comprado un poco de carne y unas patatas – dijo –. Te voy hacer un estofado que te vas a chupar los dedos, ya verás. Cuando lo engullas te sentirás como nuevo.

Preparó la comida y nos la comimos entre risas, bromas y conversaciones sin mayor trascendencia. Después, por la tarde, volvimos a la cama. El tren en el que regresaba mi familia tenía previsto llegar a las nueve y teníamos que aprovechar el tiempo y despedirnos, pues no sabíamos en qué momento podríamos repetir nuestros sexuales encuentros.

-Ahora te voy a enseñar el sesenta y nueve – me dijo.

No tenía ni idea de a lo que se refería, pero como siempre me dejé hacer. Nos desnudamos y me mandó tumbarme en la cama. Luego ella se colocó a gatas encima de mí pero a la inversa, de manera que su boca quedaba a la altura de mi pene y la mía a la altura de su vulva. Nada más darme cuenta de lo que se avecinaba me empalmé y ella aprovechó para meter mi pene inflamado en su boca y lamerlo golosa.

-Haz tú lo mismo con mi coñito, Teo, ya verás cómo gozamos los dos mucho.

Me afané en darle placer con mi lengua, recorriendo los recovecos de los pliegues de su vulva con afán. Conchita se movía como una posesa y yo me corrí en su boca. Se tragó todo mi semen. Luego fue ella la que se corrió acompañando sus espasmos con unos gemidos de lo más elocuentes. Fue maravilloso.

No recuerdo bien cuántas veces nos amamos aquella tarde, lo que sí recuerdo es que a las nueve me dio la cena y después me fui a mi casa, pues estaba previsto que mi familia llegara en poco tiempo. Pero el tren, por causa de la climatología adversa, se retrasó, cosa normal en aquella época, y yo me dormí. Lo siguiente que recuerdo es la voz de mi hermana pequeña entrando en la casa y en mi cuarto y gritando

-¡Teo, he visto montones de nieve!

*

Al día siguiente también llegó mi hermano de su internado en Pontevedra, así que mi familia ya estaba completa y dispuesta para disfrutar de las fiestas. Conchita aún estaba sola, pues don Ricardo no llegaría hasta unos días más tarde, y por eso pasaba muchas horas en mi casa. Mi madre y mi abuela la adoraban y el cariño era correspondido, así que se pasaban las tardes entretenidas en sus cosas y disfrutando de la mutua compañía. Era por eso que nos veíamos todos los días, pero no podíamos disfrutar de nuestro amor, pues no había ocasión para ello. Quedar en su casa no era prudente y en la mía era imposible. No obstante intentábamos aprovechar ciertos momentos que se nos ponían en bandeja. Aunque yo estaba de vacaciones, tenía que hacer las tareas que me habían puesto en el colegio, y más teniendo en cuenta de que había estado ausente casi dos semanas debido al resfriado y tenía que ponerme al día. Así que a veces ponía la excusa de que no entendía cualquier problema de matemáticas y le pedía a Conchita que me lo explicara, ante la aprobación de mi abuela y mi madre, que veían con muy buenos ojos que la muchacha me ayudara a salir adelante con los estudios. Por eso nos metíamos en una pequeña salita que había en la parte de atrás del piso, nos cerrábamos con pestillo con la excusa de que mi hermana pequeña no viniera a molestarnos y dábamos rienda suelta a nuestras bajas pasiones. Evidentemente no pasábamos de ardientes besos en los que nos metíamos la lengua hasta la campanilla, y de caricias tan vehementes que cuando recuperábamos la compostura ella terminada con las bragas húmedas y yo con tal dolor de testículos que no me quedaba más remedio que meterme en el baño y aliviar en soledad aquella tensión sexual. Según me confesaría ella tiempo después, a veces también se satisfacía en soledad después de calentarse conmigo. Imaginar tal situación tenía el poder, como no, de excitarme e incitarme de nuevo a la práctica del sexo solitario.

Uno de aquellos días y precisamente en uno de aquellos instantes de “estudio”, Conchita me comunicó entusiasmada que ya había encontrado un lugar para que pudiéramos dar rienda suelta a nuestra fuerza interior:

-El piso de Fernanda, arriba del mío. Ya sabes que ellos están en Suiza y no vuelven más que en agosto, a pasar las vacaciones de verano, pero ella siempre me deja una copia de las llaves para que se lo airee de vez en cuando.

Me pareció muy buena idea, pero no pudimos estrenarlo hasta primeros de año, pues unos días antes de la Nochebuena regresó don Ricardo. Como volvía de unas maniobras militares, le habían concedido unos días permiso, con lo cual durante esos días apenas ni siquiera vi a Conchita ni mucho menos, por supuesto, tuve la más mínima posibilidad de rozarle un pelo.

El día de Nochebuena bajaron a cenar a mi casa. Conchita venía no guapa, sino arrebatadora, con un vestido negro que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel y cuyo generoso escote mostraba descarado el canalillo de aquellas tetas que me volvían loco. Se sentó frente a mí, pero yo no me atreví casi ni a mirarle, pues sabía que si lo hacía comenzaría a crecer un bulto sospechoso dentro de mi pantalón y no era cuestión de levantar suspicacias y mucho menos con el marido delante, cuya sola presencia me intimidaba poderosamente. Y más desde que me tiraba a su mujer. A veces me miraba con aquellos ojos malignos y me daba la impresión de que podía leerme los pensamientos, así que yo desviaba la mirada, por si acaso, no fuera a ser que el desgraciado aquel tuviera poderes y llegara a descubrir la afrenta que su mujer y yo estábamos cometiendo.

La cena trascurrió con la normalidad propia de semejantes celebraciones, con lo que al final de la misma, tanto mi padre como Ricardo habían agarrado unas borracheras de cuidado. Tan grande era la turca que fue necesario que los ayudaran a meterse en la cama, así que mi hermano arrastró a mi padre y entre Conchita y yo subimos a Ricardo al piso de arriba. Apenas podía subir las escaleras, y cuando conseguimos llegar al dormitorio y lo echamos en la cama cual fardo, casi de inmediato comenzaron a escucharse sus ronquidos, de un estruendo tal que pareciera tuvieran el poder de derribar las paredes del piso.

Fue entonces cuando tomé a Conchita de la mano y la arrastré al salón. La senté en el sofá y sin más preámbulos hundí mi cara entre sus pechos, mientras con las manos luchaba por liberarlas del vestido que las aprisionaba. Ella se dejaba hacer, echaba la cabeza hacía atrás y sus caídas de párpados hacían evidente el placer que estaba sintiendo. Me la hubiera follado allí mismo, con el morbo añadido de escuchar al sinvergüenza de su marido roncar como un cerdo en la habitación de al lado. Pero ella era más juiciosa que yo, y cuando se dio cuenta de mis intenciones me paró los pies.

-No Teo, no puede ser. Debemos ser prudentes. Tenemos toda la vida por delante para nuestros juegos. Lo mejor es que bajemos a tu casa y continuemos un poco la fiesta. Si tardamos más de la cuenta alguien podría sospechar.

Así hicimos. Cuando se acercaban las doce, Conchita, mi madre y la abuela se fueron a la misa del gallo. Yo me metí en el baño y me masturbé. Era una actividad mucho más divertida que ir a escuchar las monsergas del cura.

La cena de fin de año fue similar, pero en casa de Conchita. Su marido también agarró una buena borrachera, pero en aquella ocasión no se durmió, sino que se dedicó toda la noche a darme la turra, diciéndome que yo era su sobrino preferido y que, puesto que no tenía hijos ni los iba a tener, yo sería su heredero, a condición, eso sí, de que siguiera la carrera militar. Yo le reía las gracias, no me quedaba más remedio, mientras miraba a su mujer por el rabillo del ojo y me entraban ganas de follarla, cual animal en celo.

Las campanadas, a las doce en punto, marcaron el final de aquel mil novecientos sesenta y cinco que había tenido el poder de hacer llegar el amor a mi vida en plena adolescencia.


























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