martes, 20 de diciembre de 2016

LOS SIETE HIJOS DE LA CABRA Y EL LOBO IDIOTA



Érase una vez una cabra que tenía siete hijos. Todos ellos eran muy inteligentes. Como su madre era pobre y no podían ir a la universidad estudiaban en su casa las materias más variadas, desde física cuántica, hasta arqueología o literatura comparada. La mamá cabra salía todas las mañanas a trabajar a una granja. Al dejarles solos en casa, se iba muy preocupada, sobre todo desde que se enteró de que un lobo merodeaba por los alrededores con las oscuras intenciones de comerse a toda criatura indefensa con la que se topara. Así pues, una mañana la cabra advirtió a sus pequeños de tal circunstancia.

-El desgraciado intentará engañaros, pero confio en vosotros y en vuestra inteligencia. No le abráis la puerta por nada del mundo.

Los siete cabritos le prometieron a su madre que serían obedientes. En el fondo la amenaza del lobo les hacía gracia. Lobos a ellos. Además tenían la teoría, argumentada por uno de ellos, que estudiaba psicología aplicada a los trastornos de la personalidad, de que los lobos eran tontos por naturaleza. Así que de miedo nada de nada.

A media mañana llamaron a la puerta. Ellos se miraron unos a otros y preguntaron quién era. Una voz de ultratumba se identificó como mamá cabra, ocurrencia ante la cual los siete hermanos se echaron a reír como posesos. El mayor, que era el que estudiaba física cuántica, se acercó a la puerta y le dijo al lobo que se largara de allí de inmediato y que no se le ocurriera volver, pues de lo contrario se lo iban a hacer pasar muy, pero que muy mal.

El lobo, sabedor de que lo habían descubierto por la voz, se fue a un gallinero y se tomó quince docenas de huevos, pues de todos es sabido que las claras afinan la voz, sin tener en cuenta lo mucho que se le iban a elevar los índices de colesterol, hecho lo cual regresó a la casa de los cabritos y volvió a intentar engañarlos, cosa difícil puesto que en esta ocasión, más para burlarse que por otra cosa, le pidieron que les enseñara la pata por debajo de la puerta. La pata en cuestión era de un negro zahíno que asustaba y estaba manchada de caca de gallina, pues el lobo aparte de tonto era bastante descuidado y no miraba por dónde pisaba, algo que nunca haría mamá cabra, que sería pobre, pero limpia como una patena, aparte de que ella tenía las patitas blancas como la nieve.

Esta vez fue el hermano pequeño el que se acercó a la puerta y le dijo al lobo que se dejara de gaitas, que por esta vez pasaban, pero como regresara, ya se podía preparar.

Pero nuestro amigo era un terco y cuando se le metía algo entre ceja y ceja no había quién le hiciera cambiar de opinión. Esta vez pasó por un almacén de harinas al por mayor y se embadurnó las patas hasta que le quedaron bien blancas y de nuevo se fue a casa de mamá cabra y sus siete hijos. Repitió los golpes en la puerta y la tontería de que era mamá cabra y todo eso, lo cual terminó con la paciencia de los siete cabritos que aquellas alturas ya comenzaban a sentirse cabrones. Cuando vieron por debajo de la puerta la pata del lobo embadurnada de harina, a uno de ellos, el segundo, que estudiaba cocina de diseño, se le ocurrió un buen escarmiento. Rebozó la pata en huevo y luego le vació por encima una sartén de aceite hirviendo. Antes de que al lobo le diera tiempo a escaparse abrieron la puerta lo metieron en la casa de malos modos, lo ataron de patas delanteras y traseras, una de las cuales estaba seriamente lesionada por la quemadura, le taparon la boca con cinta aislante y lo metieron en la caja del reloj para enseñarle a su madre tan preciado botín.

Cuando la buena mujer regresó a su hogar después de una dura jornada de trabajo y sus hijos le contaron su hazaña del día, se sintió verdaderamente orgullosa de su prole y tomando las riendas de la situación, sacaron al lobo de la caja del reloj, (que por cierto era de péndulo y le había estado golpeando en la cabeza durante seis horas, ante lo cual ya no sabía ni dónde estaba, ni quién era, ni qué rayos hacía allí) y lo llevaron a la comisaría de policía más cercana. El comisario lo metió en el calabozo y se olvidó de él por siempre jamás. A los cabritos el Estado les pagó una beca para que pudieran estudiar en la universidad y a mamá cabra le dio una pensión vitalicia en pago por los servicios prestados. Todos contentos, menos el lobo, que acabó muriendo de asco, así es la vida.

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