viernes, 30 de diciembre de 2016

EL AMANTE ADOLESCENTE (NOVELA ERÓTICA) Capítulo II






Desde aquel día, siempre que me encontraba con don Ricardo, se me venía a la mente su imagen alta y espigada saliendo del burdel de Petra, cargada de dignidad. Y me lo imaginaba con aquella mujer que habíamos visto, cuyo aspecto vomitivo y repugnante no podía gustar a nadie y menos teniendo al lado a alguien como Conchita, toda una dama preciosa y agradable. Muchas veces, antes de ocurrir lo que ocurrió, había pensado que me gustaría tener algunos años más para poder cortejarla y hacerla mi esposa, sin pensar en el escollo de su matrimonio con aquel monstruo, ya me ocuparía yo de sacarlo de en medio de la manera que fuera.

Al verano siguiente descubrimos la realidad del burdel de Petra de la mano de Sebas, un primo de mi amigo Federico que había venido del pueblo a pasar el verano castigado por sus malas notas. Por las mañanas tenía que ir a clases particulares al Tirso y por las tardes se apuntaba a nuestras correrías, aunque era unos años mayor que nosotros, pero éramos los únicos amigos que tenía. A sus oídos había llegado la existencia del putiferio y un día nos preguntó por el lugar.

-Está aquí cerca – le dijo su primo –, pero no merece la pena, las putas que hay allí meten miedo.

Sebas se echó a reír a carcajadas, y cuando terminó de divertirse nos preguntó si acaso unos mocosos como nosotros habíamos puesto el pié en semejante lugar, pero no esperó contestación y nos conminó a que le diéramos la dirección. Ni qué decir tiene que nos ofrecimos a acompañarle.

-Aquí es – le dijo mi hermano cuando llegamos.

-Muy bien, pues ahora os dais el piro y ni una palabra de esto a tu madre ¿entendido Fede? O de lo contrario te corto la lengua.

Le vimos entrar y todos pensamos lo mismo. No se nos había podido presentar oportunidad mejor para saber qué era lo que realmente ocurría al cruzar el umbral de aquella puerta. Así que de darnos el piro nada, allí nos quedamos, esperando a que Sebas saliera y nos contara. Salió al cabo de una hora, cuando ya casi estábamos hartos de aguardarle, y cuando nos vio allí se echó a reír de nuevo como un fanfarrón.

-Pero a ver, mocosos – dijo pavoneándose, como si ya fuera un hombre maduro y experimentado –, ¿qué queréis saber? ¿Cómo se folla? ¿Qué hacen las putas? ¿Cómo son?

-No, si saber ya sabemos como son – dijo Fede –. Un día vimos salir a una y era horrorosa.

-Calla, tonto, que no sabes de qué hablas. La única mujer fea que hay ahí dentro es la mujer de la limpieza. Las demás son bellezas, mujeres con unas tetas descomunales y unos coños ardientes pidiendo guerra.

Nos quedamos mudos, ¿qué era aquello de que un coño pidiera guerra? Sebas se dio cuenta de que no teníamos ni idea de lo que estaba hablando y no tuvo muchos reparos en darnos las necesarias explicaciones.

-No tenéis ni idea de qué estoy hablando ¿verdad? Ni siquiera sabéis lo que es follar... Pues follar es... cuando un hombre se pone caliente... la polla se le levanta y se la mete a la mujer por el coño, así...

Y hacía gestos obscenos moviendo las caderas hacia delante y hacia atrás.

-Y entonces, cuando llegas al final, te sale la leche y te lo pasas de vicio, y la tipa también, y si no se lo pasa bien ella no pasa nada, total, es un puta.

Las explicaciones de Sebas no fueron muy ortodoxas. Más bien creo que nos liaron más nuestra ya enmarañada cabeza, pero al menos supimos qué era lo que hacían las putas del burdel de Petra.

*

En el mes de septiembre, cuando comenzó el curso, Conchita se ofreció a ayudarme con las tareas escolares. Yo era buen estudiante, no necesitaba que nadie me echara una mano y yo creo que la muchacha se había ofrecido más por aburrimiento que por otra cosa, pero mamá le dio las gracias y le dijo que sí, que cuando llegara del colegio, después de la merienda, subiría a hacer los deberes con ella. A mí no me hacía mucha gracia la idea, pero no me quedó más remedio. Así fue que comencé a acudir a diario al piso de arriba, desde donde se podía ver con mucha más claridad el mar de la ría de Ferrol, y Conchita me ayudaba a estudiar, aunque yo la mitad de las veces tenía mi mirada fija en la cristalera.

-Teo, te distraes mucho – me decía ella –, tienes que centrarte más en las tareas, ves una mosca y te despistas.

Yo no decía nada. La miraba durante unos segundos y después fijaba la vista en el cuaderno y me ponía a lo mío.

Normalmente estábamos solos, pues don Ricardo solía llegar más tarde del trabajo, a veces incluso se pasaba algunos días fuera, haciendo maniobras o no se qué. Si llegaba estando yo, me daba las buenas tardes muy serio y a Conchita le daba un leve beso en los labios. Después se sentaba en el sillón al lado de la ventana y encendía su pipa mientras su esposa, solícita, le llevaba las zapatillas y una copita de algún licor.

Una día de aquellos, no sé por qué, pensé si don Ricardo y Conchita harían lo mismo que hacía Sebas con las putas. Y si lo harían mi madre y mi padre, y los padres de Fede. Al principio me dio un poco de asco, pero luego imaginé a Conchita desnuda y mis manos acariciando aquel cuerpo femenino que me era desconocido. Un calor extraño me revolvió el bajo vientre y noté como mi sexo se endurecía. Entonces entendí lo que Sebas nos había contado aquel día.

-Teo, Teo ¿qué te pasa? – la voz de Conchita me sacó de mi ensimismamiento –, estás ido, ¿te encuentras bien?

Su mano acarició mi pelo, como hacía muchas veces, y luego mi mejilla. Entonces recogí mis cosas y salí de allí pitando.

-Me duele un poco la cabeza – mentí –, creo que me voy a ir para mi casa.

*

Confieso que en cuestiones de sexo siempre fui un poco bobo. Sentía curiosidad, como todos mis amigos, pero dar ciertos pasos eran palabras mayores, sobre todo porque después tendría que confesar con don Armando, el cura del colegio, que era más malo que la quina. Según él todo aquel que pecara contra el sexto mandamiento ardería en los infiernos por toda la eternidad, y a mí semejante posibilidad no me hacía ninguna gracia. Por eso las sensaciones que me provocaba Conchita me aterraban, no fuera a ser que por una nimiedad como aquella me fuera condenar al fuego perpetuo. Sin embargo, al poco tiempo, me centré en mis estudios y me olvidé un poco del tema sexual. A mi hermano lo enviaron a un internado en Pontevedra, pues era muy mal estudiante y papá quería que los frailes lo metieran en cintura, y la rutina diaria siguió su curso sin mayores novedades. También mi amigo Fede se marchó a estudiar a La Coruña, ciudad en la que vivían sus abuelos, así que me quedé prácticamente solo y sin demasiada posibilidad de diversión.

No fue hasta las vacaciones de Semana Santa que me encontré de nuevo con Fede. Y traía novedades. Había dejado se ser virgen y me lo contó entusiasmado. Al parecer había trabado amistad con Carlos Prieto, un muchacho vecino de sus abuelos, que vivía con su padre borracho y sus cinco hermanos. Se dedicaba a actividades que rozaban lo ilegal y el escaso dinero que conseguía se lo gastaba en burdeles de mala muerte y en licor. Evidentemente los abuelos de Fede le habían prohibido toda relación con el muchacho, pero él hacía caso omiso, pues le gustaba el mundo desconocido que el otro le mostraba.

-Una tarde me llevó al El Papagayo, el burdel más famoso del barrio chino de La Coruña. La verdad es que las putas que había no eran nada del otro mundo, al menos nada que se pareciera a lo que mi primo Sebas contaba, pero bueno, alguna que otra merecía la pena. Yo escogí a una que se llama Lucrecia, era un poco gorda y le faltaban dos dientes, pero para probar... bien valía.

-¿Y qué te hizo? – pregunté muerto de envidia.

-Bueno... pues me lo puso duro y después follamos, un par de veces, aunque me cobró doble la muy ladina.

-¿Cuántas veces fuiste?

-Uf, sólo una. Si mis abuelos se enteran de que estuve allí me matan. Yo sólo quería saciar mi curiosidad. Pero muerto el perro, se acabó la rabia.

No entendía yo a qué venía aquella última frase de mi amigo. Pero el caso es que ya se había estrenado.

-Pues buena la has hecho – le dije –, ahora tendrás que confesarte y como el cura sea igual a don Armando no te perdona semejante pecado en la vida.

Federico se echó a reír a carcajada limpia.

-Pero Teo ¿todavía andas con esas? A los hombres se nos perdona todo. O qué te crees ¿que los curas no follan?

Ni por la mente se me hubiera pasado jamás semejante posibilidad.
























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