miércoles, 21 de diciembre de 2016

BARBARROSA


 

Se llamaba Juan pero era por todos conocido por el mote de Barbarrosa. Él lo sabía y no le importaba en absoluto, es más, era consciente de que el apodo que le habían impuesto tenía su razón de ser, puesto que su barba espesa y larga poseía una sospechosa tonalidad rosada que ni él mismo sabía a qué se debía. Desde luego no a la falta de hábitos de higiene, como pensaba la plebe. El doctor le había dicho años atrás que probablemente fuera algún defecto genético, y como no le molestaba ni nada de eso, con el tiempo dejó de preocuparle del todo el color de su barba.

Aparte de esa cualidad física, Barbarrosa destacaba por otros rasgos que le hacían sobresalir entre el resto de la humanidad. Era muy alto y fornido, con cara de pocos amigos, ojos de gato y nariz aguileña, dientes blancos y perfectos que muy pocas veces enseñaba y un andar de pasos largos y firmes. En conjunto semejaba un ogro de esos que pueblan los cuentos infantiles. Pero a pesar de todo tenía mucho éxito entre el género femenino. Las mujeres se lo disputaban y él se aprovechaba de tal circunstancia para no estar jamás sin pareja, sin bien es verdad que cambiaba con inusitada frecuencia. Y lo que es peor, sus esposas desaparecían sin dejar rastro. Las malas lenguas decían que cuando se cansaba de ellas las liquidaba y que en el jardín de la fabulosa mansión que poseía a las afueras de Móstoles tenían todas ellas sus tumbas bien camufladas entre rosas y gardenias. Pero jamás tal circunstancia se pudo demostrar, puesto que el jefe de policía era íntimo amigo suyo y nunca dio crédito a la rumorología barata que circulaba por el pueblo.

En una de esas épocas en que Juan, o Barbarrosa, como quieran llamarle, se encontraba compuesto y sin novia, se fijó en las hijas de un conocido matrimonio de terratenientes extremeños, tan ricos que ya habían perdido la cuenta del dinero y de las tierras que poseían, para conquistar alguna de ellas y hacerla su esposa. En realidad lo que es conquistar.... Juan no conquistaba. Él elegía a la susodicha y hablaba con los padres de la misma, los cuales normalmente a cambio de una generosa dote, dejaban a sus hijas en manos que aquel energúmeno. Hasta ahí llegaba la sutileza de aquel gorrino.

El matrimonio en cuestión tenía siete hijas, casi todas ellas hermosas, estudiadas e independientes y la verdad es que ni a los padres ni a las hijas les hacía falta el dinero de Barbarrosa, así que el día en que el muchacho se presentó ante la pareja y le hizo partícipe de sus planes, éstos lo largaron con cajas destempladas y con la advertencia de que si se le ocurría insistir en sus poco convencionales planes, tomarían medidas judiciales. Él se encogió de hombros y salió de allí sin más. Por mujeres no había de quedar, de eso estaba seguro.

Pero he aquí que apareció en escena Mari Puri, la menor de las siete hijas del matrimonio, la cual era un poco casquivana y avariciosa, todo el dinero que tenía le parecía poco y la mansión de Barbarrosa siempre le había encantado, así como la fortuna que decían que poseía, y en la proposición del hombre vio la oportunidad perfecta para hacerse con todo aquello por lo que suspiraba. Es cierto que Juan no le gustaba nada, es más, hacía cosa de unos meses que estaba liada con Pedro, un primo lejano suyo que parecía tan ruin como ella y con el que compartía los planes de hacerse todavía más rica de lo que era. Así que por su cuenta y riesgo y a pesar de la oposición de sus padres, se presentó en casa de Barbarrosa y le dijo que ella estaba dispuesta a aceptar su proposición de matrimonio, ante el regocijo de aquél, que le daba lo mismo que fuera ella o cualquier otra, como siempre.

El matrimonio se celebró en seguida y Mari Puri pasó a ser dueña y señora de la mansión. Juan la molestaba poco, pues se ausentaba con bastante frecuencia a tratar negocios que a ella le importaban un pimiento y, cosa que la extrañó pero de lo que se alegró profundamente, ni siquiera la reclamaba por las noches.

Dos meses después de su boda, cuando la chiquilla ya empezaba a aburrirse de aquella vida monacal, pues su marido apenas le permitía salir de casa, se le ocurrió preguntarle qué guardaba en la casita rosa, una pequeña edificación un poco alejada de la casa principal que a Mari Puri nunca le había llamado demasiado la atención, en realidad preguntó por preguntar, pues se imaginaba que no guardaría en su interior más que aperos de labranza o cosas por el estilo. Lo que no se esperaba era la respuesta furibunda y airada de su marido, que de muy malos modos y poniendo cara del ogro que semejaba ser, le respondió que no le importaba lo más mínimo, y que no se le ocurriera acercarse por allí si no quería pagar las consecuencias.

Pero Mari Puri era como los niños, cuanto más le prohibían las cosas, más apetecibles le parecían, así que le faltó tiempo para ir a fisgar qué era lo que escondía en la casa rosa, rosa como las barbas de su marido y allí se encontró con tremenda sorpresa. Cinco mujeres estaban allí encerradas, las cinco últimas esposas de Barbarrosa. Cuando vieron a Mari Puri le dieron la bienvenida, como antes habían hecho con cada una de ellas todas las mujeres que habían pasado por allí, advirtiéndole que ella no iba a correr mejor suerte.

-Todo forma parte de una estrategia – le contó Rosaura, la más veterana – Barbarrosa en realidad es marica, de ahí su apelativo, y está liado con el jefe de policía, de ahí su impunidad. Y entre los dos regentan una docena de puticlubs repartidos por todo el país. Nosotras iremos a parar a ellos. Aunque parezca extraño, la forma que tiene ese engendro de elegir a sus putas es casándose y el resto ya lo sabes. Cuando la curiosidad nos mata y fisgamos en la casita rosa.... zas, ya somos carne de putiferio.

-¿Y cómo se enterará él que yo estuve aquí? Yo no pienso decírselo – repuso Mari Puri muy confiada en sí misma.

-Date la vuelta y hallarás la respuesta.

Allí estaba Barbarrosa, riendo a carcajada limpia, pensando que otra estúpida más había caído en sus redes. Pero los acontecimientos se precipitaron. De pronto un escuadrón de policías hizo su aparición, capitaneados por Pedro, el ligue de Mari Puri, que era policía secreta y sospechaba desde hacía tiempo de las actividades de Barbarrosa y su pareja, a la postre el jefe de policía de la ciudad. Barbarrosa fue detenido y las mujeres liberadas. Mari Puri vio sus planes de hacerse con las propiedades de su marido desmoronarse como un castillo de naipes y su lío con Pedro desaparecer como por ensalmo. Pero se equivocó. Porque Pedro estaba enamorado y en aquel mismo momento le propuso casamiento en cuanto se divorciara de Juan, prometiéndole confiscar los bienes del susodicho para que así ella pudiera comprarlos por cuatro duros. La muchacha se sintió querida por primera vez en su vida y descubrió que también estaba enamorada. De pronto las propiedades de Barbarrosa dejaron de importarle. El amor era mucho más bonito. Y fueron felices y comieron codornices, porque las perdices no les gustaban nada y además eran un poco caras.



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