domingo, 27 de noviembre de 2016

LA ÚLTIMA VIDA


 

Estoy a las puertas de infierno y no me extraña. No es la primera vez que vengo parar aquí, siempre la misma historia, y estoy tan harto de ella que hoy tengo que intentar poner el punto final. Ya no soporto más mi destino, así que a ver si llevando a cabo lo que tengo en mente ya no vivo más.

Me llamo Kevin Sttuart. En mi anterior vida me llamé Julio Menéndez, en la anterior Francoise Destaing, en la anterior Nuño González y en la primera ya ni me acuerdo. Tengo el extraño don de recordar con inusitada nitidez las vidas que viví y créanme que no me hace ninguna gracia, porque en todas y cada una de ellas mi oficio era el mismo: verdugo, y les juro que no es nada agradable recordar los crímenes que he cometido a lo largo de todas mis existencias.

Viví mi primera vida en la Roma antigua y allí heredé la ocupación de mi padre. Reconozco que por aquel entonces no me importó en absoluto. Era una persona cruel y mezquina que disfrutaba con el sufrimiento ajeno. Me gustaba dar latigazos, flagelar a aquellos pobres infelices que poco delito habían cometido para tener que recibir semejante castigo. Luego les colocábamos la cruz encima y los paseábamos por la ciudad de camino al lugar en el que habían de morir. No me temblaban las manos al clavar sus extremidades a los maderos y mis oídos hacían caso omiso a sus desgarradores gritos. Luego, cuando todo terminaba, siempre me llevaba alguna astilla de madera de las que saltaban de la cruz, como amuleto. Llegué a tener una buena colección.

Mi mujer, Ligia, me preguntaba qué sentía al matar y yo le relataba orgulloso, con pelos y señales, la muerte de aquel día.

Mi segunda vida fue en el Toledo medieval. Desde que tuve uso de razón y me di cuenta de que mi padre era verdugo supe que yo lo sustituiría cuando él ya no pudiese matar, como así fue. Por aquel entonces el método para matar era la horca o la decapitación, y yo hice de todo. En aquella segunda vida me sentí un poco despreciado. Los verdugos no teníamos buena fama y la gente nos temía. Teníamos que vivir a las afueras de las ciudades, solamente se nos permitía circular por sus calles con un permiso especial y debíamos caminar tocando una campana para avisar de nuestra presencia, pero era un trabajo bien pagado. Además podíamos quedarnos con algunos cadáveres, de los que a veces aprovechábamos piezas dentales o los vendíamos a los estudiantes de medicina para sus experimentos.

Mi mujer, Estuarda, me preguntaba qué sentía al matar y yo le contaba que no me había gustado mucho ver las piernas del ahorcado agitándose en el aire, en un desesperado intento por retener la vida que se le escapaba.

Viví en el París del siglo XVIII mi tercera vida. Nací en los suburbios de la ciudad, hijo de una prostituta que me abandonó a mi suerte. Me crié en un orfanato y cuando me llegó el momento de enfrentarme a la vida el único trabajo que me ofrecieron fue el de verdugo. Lo acepté con resignación, pero no con gusto. Después de mis dos vidas anteriores ya estaba un poco harto de convivir con la muerte. Esta vez mi instrumento de trabajo fue la guillotina, un aparato limpio, rotundo, que sesgaba la vida sin dar tiempo a pensarlo. Tuve el honor de acabar con la vida de María Antonieta el 16 de octubre de 1793, pero antes de ella fueron otros muchos. La revolución francesa también dejó tras de sí una buena retahíla de cadáveres.

Mi mujer, Adeline, me preguntaba qué sentía al matar y yo le respondía que algunos de aquellos pobres desgraciados no merecían la muerte, que a ver si la maldita revolución que estábamos viviendo traía, ademas de libertad, igualdad y fraternidad, un poco de justicia con aquellos pobres infelices.

Nací por cuarta vez en Madrid, el 4 de febrero de 1916. Mi padre era limpiabotas en la Plaza Mayor y mi madre cosía por los domicilios de las mujeres pudientes. En casa no entraba mucho dinero, pero cuando tuve edad me puse a limpiar botas con mi padre y así contribuía un poco a la estrecha economía familiar. Pensé que esa vez me iba a librar de mi destino, pero no. Al estallar la guerra civil yo había cumplido los veinte años. Cuando los nacionales entraron en Madrid, alguien acusó a mi madre de roja y la detuvieron. Tuvo la suerte de dar con un policía con algo de humanidad, que ante mis súplicas la dejó libre con la única condición de que yo colaborara con el glorioso alzamiento nacional como verdugo. No me quedó más remedio que aceptar, a pesar de que mis ideales políticos nada tenían que ver con el régimen que se instauró en España durante tantos años de oscuridad. El garrote vil fue entonces mi instrumento de trabajo. Una vuelta de tuerca, como decía mi jefe, y todo se iba al carajo. Maté a muchos inocentes, me atrevería a decir que todos eran inocentes, porque pensar diferente no es delito por mucho que algunos se empeñen. A veces el garrote fallaba y no los desnucábamos correctamente. Tardaban unos minutos en morir, porque fallecían estrangulados.

Mi mujer, Carmen, me preguntaba que sentía al matar y yo le decía que en mi alma se estaba acumulando el peso de tantas ejecuciones sin sentido, que de un momento a otro me iba a morir yo también, que teníamos que huir de aquel país de mierda para poder vivir tranquilos en algún otro lugar libre. Pero nunca pudimos hacerlo.

La última vida la acabo de vivir en los Estados Unidos. Nací en una familia normal y corriente y pude estudiar medicina, pero para mi desdicha solo conseguí trabajo en el Corredor de la Muerte, esa famosa prisión en la que esperan aquellos que han sido condenados a la pena capital. Allí mi trabajo era un tanto contradictorio. Yo era uno de los médicos de la cárcel, me ocupaba de que todos los que allí estaban gozaran de buena de salud, para que llegaran fuertes y felices al momento de su muerte. Entonces yo mismo me encargaba de suministrarles el veneno que los llevaría a la otra vida.

Afortunadamente solo ejecuté a tres, pero jamás pude olvidar su mirada, aquellos ojos cargados de miedo y de rabia que me suplicaban sin hablar un poco de piedad.

Anoche, una vez más, mi mujer Jennifer, me preguntó que sentía al matar y yo le dije que ya no aguantaba más. Me fui a mi dormitorio y me inyecté a mí mismo la mezcla letal con la que tenía que matar en la cárcel.

Y ahora estoy a las puertas del infierno, esperando que Belcebú tenga a bien dejarme entrar. Y hoy lo voy a matar a él. No sé si dará resultado, a lo mejor no vale para nada, pero mis vidas no pueden ser cosa de Dios, al que por cierto nunca vi el pelo, tienen que ser cosa del demonio, así que le voy a clavar esta inyección letal y a ver qué pasa. A lo mejor se acaba el mundo, o se da la vuelta, o qué se yo. En todo caso mantengo la esperanza de no volver a vivir. No sería capaz de soportarlo.

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