jueves, 16 de junio de 2016

MARUJITA'S HAIR


 

Marujita Campaniles es una mujer hecha a sí misma. Nacida en una familia de delincuentes de poca monta, desde que tuvo uso de razón se dijo que no se iba a dejar tragar por la miseria que amenazaba su vida de continuo y que en cuanto tuviera la más mínima oportunidad tomaba las de Villadiego y dejaba la aldea de mierda en que se estaba criando en busca de nuevos horizontes. Eso fue lo que hizo recién cumplidos los dieciséis años, marchar en busca de cualquier oportunidad a la que agarrarse que le hiciera olvidar su existencia anterior. Como no tenía dinero y de alguna manera había que llenar el buche, una noche robó uno de los jumentos del señor alcalde, que tenía dos, uno joven y el otro ya en edad adulta, equivocándose por mor de la oscuridad y llevándose el viejo, que ya casi ni se podía poner en pié. Aún así le mangó encima unas alforjas y las llenó de todos los cachivaches que tenía por casa con intención de que su venta le permitiera subsistir, dos despertadores estropeados, una sartén grasienta de no fregarla, dos libros de filosofía que no sabía ni cómo ni por qué habían llegado a su morada y unos cuantos objetos más que no valían para nada. De esa guisa salió de su pueblo con rumbo incierto, con la esperanza de encontrar pronto algún incauto con dinero al que encandilar con su labia y hacerlo su marido.

Una semana anduvo vagando por los caminos, alimentándose de las escasas provisiones con que se había hecho y bebiendo refrescos de cola y de naranja cuando los podía comprar, si es que se topaba con algún idiota que le quisiera comprar su mercancía.

Un buen día llegó a un pueblo perdido en medio de las montañas, justo el día en que su burro, harto de tanto viaje sin sentido, pasó a mejor vida, y allí conoció a Casimiro Antares. Casimiro regentaba el único bar que había en el pueblo. Era feo como un cuerno, bajito, panzudo, con cuello de toro y una verruga en la nariz que le daba un aspecto inquietante, pero Marujita pensó que podía tener dinero y lo eligió como marido. Se le presentó en el bar embutida en una vestido de fiesta tres tallas más pequeño del que debería llevar, escotado hasta el ombligo, dejando al descubierto buena parte de sus generosos pechos. Pidió un café y al hacerlo se relamió los labios en provocativo gesto, al que Casimiro no se pudo resistir. La invitó a pasar detrás de la barra y allí, entre botellas de cerveza y tazas de café por fregar, la hizo suya con inusitada pasión. La escena se repetía día tras día, hasta que dos meses después Marujita le dio noticia de su preñez y le dijo que había que pasar por el altar a la mayor brevedad posible. Así hicieron con sospechosa rapidez, casamiento que trajo gran decepción para Marujita, al comprobar que su flamante marido era un manirroto que se dedicaba a invitar a sus amigotes en el bar y que apenas tenía unas miles de pesetas en su cuenta de ahorros.

Llegó pues la hora de agudizar el ingenio. Si aquel palurdo no sabía ganar dinero, ella se las arreglaría para hacerlo a espuertas. El único negocio que no había en el pueblo era una peluquería, y así decidió abrir ella una, además unisex, que al parecer se llevaba mucho por los países de Europa y de parte del extranjero. No tenía ni idea de peluquería, pero daba igual, todo era cuestión de aprender. Decidió que el mejor lugar para poner su negocio clandestino era la trastienda. Todo tenía que ser muy discreto para que los inspectores de hacienda, trabajo y demás, no la descubrieran. Se compró aparatos de segunda mano que pagó a plazos, un secador de mano, otro de pié, unas tijeras medio oxidadas y en una tienda de todo a cien unos rulos de plástico del malo y unas pinzas de la ropa, que las del pelo en sí eran muy caras. Hizo unos carteles que introdujo discretamente por debajo de las puertas de las casas y enseguida tuvo su primera clienta. Doña Dolores Santullano y Diaz de Lena, Marquesa de las Catedrales, dama de alto copete, dueña de todas las tierras de los alrededores, que vivía recluida en su mansión a las afueras del pueblo y que solo salía en contadas ocasiones. Marujita la recibió haciendo reverencias como una estúpida, orgullosa de que aquella vieja roñosa y cascarrabias fuera su primera clienta, aunque en seguida le vio las orejas al lobo cuando la anciana le dijo que lo que quería era teñirse el pelo, de ese color violeta claro del que suelen teñírselo las damas distinguidas. No había caído Marujita en semejante posibilidad, y por ello no se había hecho con tintes, más como era mujer de rápidos reflejos y ácida inventiva en seguida encontró solución al problema cuando se acordó del azulete que usaba para lavar las sábanas. Con un poco de suerte le serviría para salir del paso. Mezcló el azulete con aceite de ricino para darle suavidad y con un poco de laca que serviría de fijador y embadurnó el pelo de la señora marquesa con aquella mezcla. Esperó dos horas y media y cuando fue a lavarle el cabello, para lo cual, dicho sea de paso, utilizaba una tinaja de zinc colocada encima de una mesa de cocina y la manguera que usaba Casimiro para lavar el coche, descubrió que a la mujer se le había quedado el cabello de color azul marino, salpicado con algunas vetas blancas que no eran más que canas correosas que no habían cogido color. A Marujita le comenzaron a temblar las piernas ante semejante desaguisado, pero ella tiró para delante. Le puso a la vieja los rulos, sujetados con las correspondientes pinzas de la ropa y la metió en el secador, todo ello aderezado con una amena conversación sobre las nuevas tendencias en tintes y las modernas peluquerías minimalistas, como la suya. Cuando dos horas después la señora Marquesa se miró al espejo casi le da un síncope, su cabeza parecía la camiseta de un gondolero veneciano, pero como era muy discreta no protestó, se limitó a mirar a Marujita fijamente y a despedirse diciéndole que pasaría su criada a abonar sus servicios y seguramente a llevarle una reclamación del juzgado por daños y perjuicios.

Marujita pensó que también era mala suerte. A ver como hacía ella para pagarle a la Marquesa de los cojones la cantidad que seguramente le pediría como indemnización. Aquella noche no pudo dormir, pero lejos de amilanarse, a la mañana siguiente volvió a abrir su negocio. Era la única forma de conseguir dinero.

Su segunda clienta fue Lorenita del Pilar Mendoza Somorrostro, la cotilla del pueblo, metomentodo y criticona, odiada por casi todos y adorada por unas cuantas idiotas que le hacían corrillo. Lorenita acudió a su peluquería movida por el afán de husmear para luego sacarle la piel a tiras a la osada Marujita, y como sospechaba que aquella tonta no tenía ni idea de peluquería, para ponerla en un compromiso le dijo que quería hacerse la permanente. Otro olvido de nuestra peluquera, el líquido para la permanente y los bigudís. Y encima la cotilla aquella tenía una melena que le llegaba a cintura.... De nuevo tuvo que poner a trabajar su cerebro, que afortunadamente funcionaba con rapidez, aunque no con demasiada precisión. Se puso a buscar disimuladamente entre las latas de productos que tenía Casimiro en el garaje y eligió una que ponía líquido corrosivo. Si era corrosivo seguro que quemaba y si quemaba probablemente sirviera para una buena permanente. Como bigudís utilizó de nuevo las pinzas de la ropa, explicándole a Lorenita que se trataba de una nueva técnica importada de los países nórdicos y allí le dejó durante tres horas y cuarto, echándole de vez en cuando una ojeada a los pelos de aquella idiota a ver si se rizaban o no, sin atreverse a sacarle las pinzas de una puñetera vez. Finalmente no le quedó más remedio y mientras lo hacía le iba comentando a su clienta lo moderna perdida que iba a quedar, que puede que al principio se viera rara, pero al final acabaría encantándole su nueva cabellera, trozos de la cual, dicho sea de paso, quedaban entre las manos de Marujita, desprendiéndose del cuero cabelludo con facilidad pasmosa. Marujita se estaba viendo en chirona, más esta vez la suerte jugó a su favor. En medio de la faena apareció la criada de la señora Marquesa con un sobre, dentro del cual la peluquera pensó que iría la reclamación judicial con que la había amenzado, pero nada más lejos. Contenía la friolera de quince mil pesetas y una carta de agradecimiento en la que la marquesa le decía que gracias a su moderno peinado había encontrado novio, que en una cena de postín que había dado en su palacete aquella noche se le habían acercado unos cuantos caballeros, entre ellos Segismundo Bonaparte, primo lejano de Napoleón, del que estaba enamorada desde niña y que nunca le había hecho ni puto caso, y que sin embargo aquella misma noche, no solo le había robado la virginidad sino que le había propuesto matrimonio.

Lorenita, al enterarse del contenido de la carta y dada la admiración ciega que sentía por la Marquesa, también quedó sumamente satisfecha con el resultado del desaguisado, a pesar de que el pelo se le quedó electrizado en extremo, el cuero cabelludo irritado y con ciertas calvas que Marujita disimuló como pudo.

A partir de aquel día la peluquería de Marujita se hizo famosa entre la gente bien del pueblo y de doscientos kilómetros a la redonda. Daba igual las fechorías que hiciera, todos quedaban contentos. Hizo tanto dinero que mandó a Casimiro a tomar por saco, se marchó a la capital y hoy tiene una de las peluquerías más prósperas de todo Madrid, Marujista´s hair. Eso sí, hizo varios cursillos y ahora hace muy bien su trabajo. Faltaría más.

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