jueves, 3 de septiembre de 2015

EL BALNEARIO







Preparé las maletas con la misma ilusión que si me marchara de viaje al Caribe, aunque mi destino apenas distaba unos cincuenta o sesenta kilómetros de mi residencia habitual. Unas semanas atrás alguien me había hablado del viejo balneario, el mismo que yo había conocido en mi infancia, cuando marchaba con mis padres a disfrutar de las vacaciones de verano al pueblo de mis abuelos. Precisamente la pequeña población montañesa era famosa en la región por sus aguas medicinales, y en el verano se llenaba de gente que buscaba aliviar con ellas sus problemas de salud. Mis abuelos vivían en una casa grande y antigua, donde acogían huéspedes que llegaban de todos lados a tomar las milagrosas aguas del balneario. Yo era muy pequeña, pero recuerdo las soleadas mañanas en las que mi padre me tomaba de la mano y me llevaba con él, calle arriba, para luego bajar otra empinada calle que, cruzando la vía del tren, desembocaba en el balneario. Un pequeño jardín, salpicado de viejos bancos de madera aquí y allá, franqueaba la entraba a una edificación exagonal de estilo colonial. Dentro, un tubo sobresalía de la pared chorreando el agua milagrosa. Los paisanos esperaban su turno pacientemente, uno detrás del otro, cada uno con su vaso o su taza, presto a recoger y beber el agua que aliviaría sus dolencias. Mi padre se colocaba a la cola, esperando su momento, como los demás, y cuando por fin podía llenar su vaso y engullir el agua, su comentario siempre era el mismo: "Qué mal sabe, pero que bien me hace". Yo no se si le hacía o no le hacía bien, pero si recuerdo que aquel mes de verano mi padre era feliz allí, con los suyos, en su pueblo. Yo también me sentía especialmente feliz. Era una época diferente a la del resto del año. Hacía cosas distintas y me relacionaba con una parte de mi familia a la que no volvería a ver hasta el verano siguiente o si acaso hasta la navidad.

La muerte prematura de mi padre, cuando yo no tenía más que siete años, unida a la no muy buena relación de mi madre con mis abuelos, terminó con los veranos en la montaña, con los juegos con el primo Angel y mi amiga Luisa, con las visitas a casa de la tía Manuela y de la madrina Carmen. Algo más tarde el balneario cerró sus puertas al público y aquella época de mi vida también quedó enterrada en mi mente. Me fui olvidando de todo aquello, abriendo mi vida a otros veranos, a otras gentes, a otras aventuras que se me antojaban más interesantes. Hasta aquel día en que un comentario casual de alguien despertó mis recuerdos, y sin pensarlo dos veces, preparé mi equipaje y me embarqué rumbo a aquel mundo de mi infancia que esperaba volver a encontrar.

Me sorprendió que, a pesar de haber pasado bastantes años, el pueblo no había cambiado prácticamente nada. Algunas nuevas edificaciones salpicaban sus calles, más cuidadas y limpias. Enfilé con mi coche la empinada calle que conducía a mi destino. Un paso elevado salvaba la vía del tren que antaño debíamos cruzar andando. De repente el enorme edificio apareció ante mi vista. No tenía nada que ver con lo que yo recordaba y eso me desilusionó un poco, pero no decaí. Aparqué y me bajé del automóvil, paseando mis ojos por todo lo que me rodeaba, como si quisiera encontrar lo que era evidente que ya no estaba. No había jardín, su sitio lo ocupaban el hotel y un campo de golf. Rodeé el edificio y me interné en el bosque que cobijaba su parte trasera. Los senderos serpenteaban en medio del silencio. Era agradable pasear por allí. El paisaje invitaba al sosiego y la meditación. Entonces surgió de entre la espesura. La pequeña casita exagonal seguía allí, como siempre. Me acerqué emocionada y me asomé a la reja verde que protegía su entrada. Allí dentro nada había cambiado. De la fuente seguía manando agua y en la repisa de la pared los vasos y tazas seguían esperando que a la mañana siguiente su dueño las utilizara para beber el agua sanadora. Casi pude verme de la mano de mi padre, esperando su turno. Con una ilusión y una energía renovadas que hacía tiempo que no sentía, enfilé el camino del pueblo, en busca de aquella familia que recordaba y añoraba, dispuesta, en definitiva, a reencontrarme con una pasado que me había sido injustamente arrebatado




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