jueves, 21 de mayo de 2015

EL PROBLEMA DE RAMÓN



Ramón era un muchacho muy apuesto, agradable, simpático, trabajador, honesto... vamos, un chollo, el hijo que cualquier madre quisiera tener y el novio por el que cualquier muchacha suspiraría. Eso lo sabía él mismo, que acentuaba sus encantos naturales desplegando cuando era necesario una sonrisa arrebatadora y una labia extraordinaria. Sin embargo algo no iba bien, no tenía éxito, ni en su vida laboral ni en la amorosa y no era capaz de descubrir los motivos, aunque estaban a la vista de todo el mundo, pero nadie tenía las suficientes agallas como para hacérselo ver al pobre muchacho. En realidad su problema era relativamente común entre la gente, pero a él se le multiplicaba por cuatro... o quizá por cinco. Y es que Ramón tenía caspa, tanta caspa que sus hombros parecían las cumbres del Everest, permanentemente nevadas y con nieve en polvo, de esa que se esparce aquí y allá, ya me entienden.
Su primer trabajo fue como camarero en un restaurante de lujo. Ramón había estudiado en la escuela de hostelería y era un gran profesional, de esos finolis, que te sirven el vino cuando te ven la copa vacía y esas cosas, y eso fue lo que hizo con la Marquesa de la Malvarrosa, una vieja achacosa que a pesar de su edad no perdía la costumbre de ir a cenar todos lo viernes al Club Casino de la ciudad. Más cuando la Marquesa de las narices fue a beber su vino, un Vega Sicilia cosecha del 75, cuya botella costaba una fortuna, se dio cuenta de que unas sospechosas raspillas de color blanco flotaban en la superficie de la carísima bebida. Levantó la vista, se puso las lentes y pudo ver como de la cabeza de Ramón llovían aquellas raspillas, cual si fuera una ventisca. La vieja se fue a quejar al responsable y éste despidió a Ramón con viento fresco, sin motivo alguno, dejando la muchacho más triste que una uva pasa.
Pocos meses después a través de una empresa de trabajo temporal lo contrataron para servir en una cena de postín a la que acudirían ministros y demás sinvergüenzas por el estilo y durante la cual se iba a firmar un acuerdo muy importante que la gente de a pie no entendía ni le interesaba, pero que a la larga influiría en sus bolsillos negativamente, aunque eso lo ignoraban. El caso es que, si bien durante la degustación de los deliciosos manjares más de un comensal se había percatado de que unas sospechosas raspillas blancas adornaban sus platos, fue durante la firma del susodicho acuerdo cuando ocurrió la tragedia. Estaba el ministro de turno bolígrafo en mano, luciendo una estúpida sonrisa que daba cuenta de su ligero retraso mental, dispuesto a estampar su firma sobre el papel, en la otra mano una copa de champan que acercó a Ramón para que le sirviera el espumoso vino. El solícito camarero así lo hizo, mas al inclinarse dejó caer una fina cortinilla de caspa en el interior de la copa y sobre el documento en cuestión, ante la mirada furibunda del señor ministro y la estupefacción de los demás presentes. Aunque intentaron disimular para no armar un escándalo, todos los asistentes se quejaron a la empresa organizadora del evento, cuyo directivo le comunicó a Ramón, ipsco facto, la mala noticia de que prescindía de sus servicios cuando todavía no se habían recogido los platos, no sin antes darle un billetito de cincuenta euros como toda retribución, que después de lo mal que lo había dejado quedar, semejante sueldo le llegaba y sobraba.
Con el género femenino le pasaba tres cuartos de lo mismo. Sólo una vez se había enamorado perdidamente. La había conocido durante una noche loca celebrando la despedida de soltero de un íntimo amigo que después de la boda se marchaba a vivir a Pernambuco, aunque este detalle carezca de importancia. La chica se llama Berta y era azafata de compañía, o al menos esa era la forma en la que se presentaba, aunque no dejaba de ser una vulgar ramera contratada para la ocasión. Era fea como un cuerno pero con un cuerpo de escándalo, algo así como una gamba, de la que se aprovecha todo menos la cabeza, pero Ramón estaba demasiado borracho como para pararse a pensar en semejantes apreciaciones. El se enamoró y se la llevó al coche dispuesto a divertirse un rato y en ello estaban hasta que en un movimiento brusco de cabeza del muchacho calló sobre la cara de Berta una lluvia blanca y fina que si fuera Navidad tal vez pudiera soportarse, pero que rompió el encanto de tan romántico momento. Además le provocó alergia y comenzó a estornudar, y con las mismas salió del coche y huyó como alma que lleva el diablo. Había conocido caballeros para todos los gustos y con defectos que a cualquier mujer normal le parecerían insoportables, pero aquello superaba todo lo predecible.
Después del desafortunado episodio Ramón se sumió en una depresión de órdago. No quería salir de casa ni saber nada del mundo, hasta que su amigo Wilfredo, un muchacho piadoso colaborador en diversas organizaciones de carácter benéfico y de ayuda a gente atormentada, se decidió no sólo a abrirle los ojos ante un problema que todos veían menos él, sino también a ofrecerle la solución.
-Ramón lo que te ocurre es que tienes caspa, una caspa espesa, abundante y en ocasiones hasta maloliente, que vas esparciendo por doquier cual reyes magos repartiendo caramelos ¿es que no te das cuenta?
Ramón se miró al espejo y por vez primera fue consciente de que sus hombros eran como suaves montañas nevadas pero desprovistas del encanto que la nieve suele dar a los paisajes. También por su pelo navegaban a su antojo pequeñas partículas blancas que le daban un aspecto inquietante. Realmente todo era tan evidente que no sabía cómo no se había dado cuenta hasta entonces, tan enfrascado había estado en resaltar su juvenil encanto.
Mas su problema se quedó en nada cuando su amigo Wilfredo le dijo asimismo que tenía la solución.
-Un amigo mío ha inventado un artilugio que acaba con los problemas capilares de todo tipo, incluso hace brotar pelo en cabezas tan limpias y brillantes como una bola de billar. Con la caspa también hace milagros.
No se lo pensó mucho. Al día siguiente, previa cita concertada la tarde anterior, se presentó en el taller de Ovidio Prensiles, a la postre el amigo de Wilfredo, el cual le acompañaba, y le expuso su problema.
-Todo tiene solución menos la muerte – le dijo Ovidio, quedando muy satisfecho después de soltar semejante filosofía barata y soltando un risilla estúpida – mi artilugio aspira la caspa y a la vez inocula en el cuero cabelludo una sustancia inocua para la salud que hace que aquélla no vuelva a aparecer. Vamos allá.
Condujo a Ramón hasta una sala cochambrosa con las paredes pintadas de un gris oscuro y sucio y lo colocó de espaldas a un extraño aparato que colgaba del techo. Luego pulsó un botón y la máquina comenzó a hacer su trabajo de aspiración. Era todo muy raro. A Ramón no se le movía un pelo de la cabeza, sin embargo las partículas de caspa volaban raudas hacía el interior de un depósito en el que ya descansaban otros restos presumiblemente orgánicos. De pronto aquel trasto empezó a emitir un extraño ruido y la caspa, antes los atónitos ojos de los presentes, comenzó a convertirse en letras que salían de la cabeza de Ramón y se introducían raudas en aquel armatoste inmundo.
-Parece que mi máquina está fallando – dijo Ovidio con toda tranquilidad – tendré que repararla.
Mientras tanto las letras seguían saliendo de la cabeza de Ramón, al tiempo que éste, pensativo, sentía que poco a poco su mente se iba vaciando de todo su contenido, que no era mucho, pero que hasta entonces a él le había hecho servicio, y cuando finalmente se hizo el silencio la pobre criatura sólo sabía emitir dos sonidos “a” y “o” los cuales soltaba sin sentido mientras miraba a los otros dos con cara de cordero degollado.
-Las has hecho buena Ovidio – dijo Wilfredo con suma preocupación – has dejado a mi amigo tonto.
-Bueno... fue un fallo mecánico, tendré que arreglar mi maravillosa máquina. Nunca me había pasado nada igual... pero bueno a fin de cuentas tu amigo tampoco parecía muy listo.
-¡Y qué sabrás tú! Si no lo conoces de nada. No puede quedar así, así que ya estás arreglando esa porquería si no quieres que te mande a Siberia con una ONG encargada de enseñar la cría de cerdos en cautividad a los habitantes de tan inhóspito país.


       Ante tal amenaza Ovidio se pudo manos a la obra y en menos de diez minutos creyó tener su artefacto arreglado. Volvió a colocar a Ramón en la posición adecuada y todo comenzó a funcionar, pero al revés y por partida doble. El resultado fue nefasto. El cerebro de Ramón, ante tanta letra que se introdujo en el mismo, se impregnó de conocimiento erudito que lo convirtió en un pedante insoportable, mientras que su cabello se volvió blanco y no precisamente por las canas. A partir de aquel aciago día no hay quien lo aguante. De todo sabe y todo lo entiende. Sermonea lo que quiere y algo más, utilizando palabras que nadie comprende, todo ello aderezado con una buena dosis de caspa que parece brotar de su cuero cabelludo como si de él nacieran granos de arroz. Y lo peor de todo ello es que ahora se siente muy contento consigo mismo y le importa un pito lo que los demás piensen de él. Es posible que la máquina quita caspa se hubiera quedado con su inteligencia. Para encima su amigo Wilfredo se siente culpable y Ovidio el inventor ha inventado una nueva máquina para reducir grasa abdominal. Recomiendo que no se pongan en sus manos. Podría pasar cualquier cosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario