martes, 7 de abril de 2015

NOVELA POR ENTREGAS - PENSIÓN DE LA MEDIA ESTRELLA III

    En esta nueva entrega conoceremos a Dolores y su desgraciada vida y también a Antoñito, un hombre muy peculiar que acabará con sus huesos en La Media Estrella. Espero que os divierta.


Mi madre estaba obsesionada con la religión y con los pecados de la carne, cualquier relación, por inocente que fuera, era pecaminosa a sus ojos. No se imagina usted la que armó cuando se enteró de que Luciano, el hijo del deshollinador, me pretendía. Era un buen chico, pobre, pero bueno, y a mí su posición me daba lo mismo. Me esperaba todas las tardes a la salida de misa y me acompañaba a casa. A veces me invitaba a tomar un refresco en la tasca de Marcelo, que estaba junto a la Iglesia. Éramos muy correctos, fíjese usted que a lo máximo que llegamos fue a rozar nuestras manos, con decirle que tengo cuarenta y cinco años y aún estoy entera, se lo digo todo. Un día mi madre, entre visillos, me vio llegar a casa acompañada por Luciano. Cuando entré por la puerta me la encontré tan furiosa que se estaba arrancando el pelo a tirones. Me llamó de todo y me dio una paliza, mientras me decía que ya podía ir a confesar mi pecado y hacer penitencia. Por aquel entonces, días antes, yo me había comprado lencería muy mona, lo que se llevaba en aquella época, unas braguitas y un sujetador de lo más decentes. Ella me los vio y me los arrebató alegando que eran obscenos y que lo mejor era tirarlos a la basura para alejar tentaciones. Pero no lo hizo y el día que nos ocupa me los devolvió diciéndome que los iba a estrenar y que me iba a encantar hacerlo. Me obligó a ponérmelos, estiró las bragas hasta que me llegaron debajo de los pechos y me las prendió al sujetador con alfileres que se me clavaban en la carne. "Toma ropa fina”, repetía una y otra vez. Me tuvo así cinco días con sus noches, sin dejarme siquiera cambiarme las bragas, a mí, que soy tan limpia que me ducho una vez por semana y me cambio de ropa interior día sí y día no. Hasta llegó a ir a casa del deshollinador garrote en mano, y sin mediar palabra comenzó a atizarle en la cabeza con tal fuerza que si no es por los vecinos lo hubiera matado. Aquello fue la gota que colmó mi paciencia y decidí que no podía seguir dejando que aquella malvada mujer gobernara mi vida a su antojo.
A partir de aquel día me mostré sumisa e hice todo lo que me mandaba sin rechistar, por no darle motivos para regañarme. Si hasta aquel entonces me había tratado como a una criada, no quiero ni contarle lo que ocurrió después. Se fingió enferma y se metió en la cama, luego se hizo con una campanilla que hacía sonar cada vez que quería algo de mí. Me llamaba para cosas tan estúpidas como que le alcanzara algo de la mesilla de noche y me lo decía con voz lastimosa, echándome la culpa de su desgracia. Pero cuando creía que yo no estaba en la casa, se levantaba y campaba a sus anchas la mar de bien. Yo callaba y preparaba mi plan en silencio, concienzudamente.
Esa situación duró ni más ni menos que cuatro años, durante los cuales, por las noches, me dediqué a estudiar y a formarme, a la vez que le fui sisando dinero pues ella no me daba un duro. Cuando obtuve mi título y algunos durillos en el banco para valerme por mí misma, me fui de casa. Eso fue justo el día en que llegué a aquí. Antes me di el gusto de decirle lo que pensaba de ella, que no se lo voy a contar pues no merece la pena, pero sí le diré que según yo le soltaba mis palabras envenenadas ella se iba poniendo roja, los ojos se le salieron de las órbitas y por las narices echaba humo cual toro enfurecido y se levantó de la cama dispuesta a abalanzarse sobre mí. Me escapé a tiempo y allí la dejé sola, que es mucho menos de lo que se merece. La odio, aunque sea duro decirlo, y lo único que deseo es que se muera, sólo así me quedaré tranquila.
-Pues tiene razón, doña Dolores, ha tenido usted una vida muy dura. Y dígame ¿qué estudios completó? - preguntó Silvana, después de escuchar con gran atención el relato de su amiga.
-Estudié turismo, pues mi ilusión siempre fue poder viajar, conocer mundo - contestó doña Dolores suspirando y mirando al infinito - ahora intento buscar trabajo, pero está tan difícil.....sólo espero que no se me termine el dinero antes, porque si eso ocurre me quedaría en la calle, no tendría con qué pagarle.
- Por eso no se preocupe. Si no me puede pagar unos meses ya lo hará, mujer, ya lo hará. Pero ahora que lo pienso....¿sabe usted que el otro huésped tiene una agencia de viajes?
-Ah pues no, no lo sabía ¿y tendrá algún puesto para mí?
-Pues no lo sé, pero se lo podemos preguntar.
Se dirigieron ambas al cuarto de Don Ángel, sin darse cuenta de que eran las dos de la mañana y de que el hombre estaba durmiendo a pierna suelta. Golpearon la puerta tres o cuatro veces.
-¿Quién es? ¿qué pasa? - se oyó dentro.
-Don Ángel ¿puede salir un momento? tengo algo que decirle.
A los pocos segundos la puerta se abrió y apareció el hombre con cara soñolienta y en ropa interior. Semejante visión hizo tartamudear a Silvana, que no había visto un hombre de aquella guisa desde su aventura con el gitano.
-Ve...verá, es que.....me..me parece que ti...tiene usted.
-Que tengo yo qué, por favor acabe de una vez, que no son horas.
-Que tiene usted una agencia de viajes y precisamente Doña Dolores anda buscando trabajo de guía turístico.
El hombre miró a Doña Dolores con interés.
-¿Ah si? Pues no me vendría mal que alguien me echara una mano, la verdad. Pero, lo siento, no puedo ayudarla, acabo de comenzar el negocio y no tendría dinero para pagarle. Si me disculpan, buenas noches.
Se disponía a cerrar la puerta, cuando Dolores se lo impidió.
-Por favor, si no puede pagarme un sueldo....tal vez pueda...pagarme la pensión, con eso me conformo. Cuando el negocio haya arrancado, entonces me paga.
El hombre la escudriñó detenidamente. No tenía mal aspecto, a pesar de sus ojos torcidos, y parecía agradable. Seguro que a los viejos verdes para los que organizaba las excursiones les encantaría y la harían musa de sus fantasías.
-Acepto. Pero ahora me voy a dormir, mañana hablamos con más calma, si no le importa.
-Claro, buenas noches.
Las dos amigas se felicitaron por el éxito obtenido y se fueron a la cama contentas y felices.

A la mañana siguiente Doña Dolores y Don Ángel concretaron los puntos de su nueva relación laboral.
-Las cosas parece que están respondiendo - le dijo él - y si siguen así en dos o tres meses podré pagarle un sueldo modesto, aunque le prometo que en cuanto me sea posible se lo revisaré.
Doña Dolores accedió gustosa, divisando por fin la luz al final del túnel negro que había sido su vida. Aprendió pronto los entresijos del negocio y a pesar de su timidez y de su falta de experiencia, pronto se movió en el mundo de los viajes (cortos, eso si) como pez en el agua. Los muchachos de la tercera edad que se apuntaban masivamente a las excursiones que la agencia organizaba, la adoraban por su simpatía y su buen humor, pasando por alto el estrabismo recalcitrante que padecía la mujer, que muchos interpretaban como mirada ausente y melancólica. Algunos, tal como había vaticinado don Ángel en su día, la hicieron protagonista de sus extintos sueños eróticos, apuntándose a excursión tras excursión para poder disfrutar del mero hecho de tenerla ante sí, con el consiguiente menoscabo económico de sus exiguas pensiones. Todo fue tan bien que al segundo mes doña Dolores ya cobró su primer sueldo, cuarenta mil pesetas del ala que la pusieron más contenta que unas castañuelas.
Don Ángel, por su parte, fue suavizando su carácter al tiempo que su negocio evolucionaba. Por fin su sueño se estaba haciendo realidad, lo único que le faltaba era, ya olvidado su suegro, encontrar un amor sincero con el que compartir penas y alegrías. Mientras, concentró todas sus fuerzas en el trabajo y en una vida que cada vez le resultaba más agradable. Empezó a trabar amistad con su empleada y con Doña Silvana, compartiendo con ambas las noches de tertulia en la salita. Su existencia anterior, marcada por la incomprensión y el infortunio, comenzaba a desdibujarse en su mente, al igual que ocurría a las dos mujeres.
Pero en la Media Estrella la vida no había hecho más que comenzar y un nuevo huésped iba a recalar en ella.
*
Antoñito hacía la maleta con desgana y tristeza. Tenía que irse de aquella casa que había sido la suya durante más de treinta años. Nadie lo echaba, eso era cierto, pero se sentía solo. Le parecía que ya no pintaba nada allí ahora que faltaban todos sus habitantes,.
Antonio Martinez Roldán eran un muchacho larguirucho, de tez morena y ojos tan pequeños que parecían dos puñaladas, lo que unido a su boca diminuta y de dientes medio prominentes le daba un aspecto de topo o de castor, dependiendo del punto desde donde se le mirase. Hombre fijo en sus ideas y en sus maneras. Le gustaba cambiarse de camisa una vez a la semana, aunque el cuello empezara a mostrar signos evidentes de suciedad o la tela desprendiera olor inconfundible a los fritos cocinados el día anterior. Algo parecido le ocurría con los zapatos, calzado que compraba, no lo sacaba de los pies hasta que le caía a trozos y debía comprar otro nuevo. Por otro lado era un muchacho serio y culto, o al menos eso se creía él.
Conoció la desgracia muy pequeño, cuando poco después de cumplir los dos años, su madre murió prematuramente a causa de un faringitis mal curada, según la versión oficial que les dio el médico y que su padre creyó como un idiota. Antoñito, después de leer muchos libros de medicina y de bioquímica, llegó a la conclusión de que su madre había muerto, probablemente, de un cáncer en las amígdalas, pero claro, ya no lo podía demostrar y tampoco merecía la pena desenterrar antiguas desgracias.
Su padre Antonio Martínez Expósito, maestro de escuela, contrajo segundas nupcias con Baltasara Jiménez, una gitana con mucho remango que vio en aquel matrimonio la posibilidad de salir de la miseria en la que vivía. Al cabo de los años pudo comprobar cuan equivocada estaba. El sueldo del maestro daba justito para vivir y caprichos los mínimos, tanto más cuando, aparte de Antoñito, que a pesar de estar más delgado que una escoba devoraba la comida casi sin mirarla, había cuatro bocas más que alimentar. Y es que de aquel matrimonio nacieron cuatro niñas preciosas y tan tontas y superficiales como trabajador e inteligente era su hermano. Antoñito, sin embargo, no quiso estudiar. Argumentaba que ninguna carrera era lo suficientemente interesante para él. Le hubiera gustado hacer una amalgama de tres o cuatro disciplinas para así formarse a gusto, pero como eso no era posible decidió convertirse en autodidacta. Se compró la enciclopedia Espasa y se dedicó a leerla, punto por punto, definición tras definición, aumentando así su natural sapiencia. Además, como ya se señaló, leía libros de medicina, de bioquímica, de física cuántica y de física nuclear, creyendo que con eso se convertiría en un erudito. Pero el hecho era que no podía pasarse la vida leyendo, por mucha cultura que con ello adquiriese. Había que ganarse el sustento y por ello su padre le consiguió un empleo en una fábrica de confeti. A Antoñito no le gustó aquel trabajo, creía que con sus conocimientos se merecía algo mejor y se dedicó a enviar currículums imaginarios a empresas que seguro estarían encantadas de contar con sus servicios. Por eso no se sorprendió cuando lo llamaron de una farmacéutica para el puesto de supervisor químico. Se presentó el día acordado para la entrevista, firme y decidido, vestido con un traje estilo príncipe de gales heredado de su abuelo, dentro del que se sentía la mar de incómodo, mas sabía que era necesario para dar buena impresión. El jefe de recursos humanos, cuando lo vio entrar en su despacho de semejante guisa, a punto estuvo de cancelar la entrevista con cualquier excusa, pero su decencia y educación se lo impidieron. Cierto es que comenzó a hacerle preguntas vanas sin esperanza de que las respuestas mostraran atisbo de cordura, dada la pinta de chiflado del muchacho, pero a la primera de cambio comprobó su equivocación. Antoñito contestaba mostrando toda su erudición, yéndose por los laureles la mayoría de las veces, pero con tanta sutileza que ni el mismo entrevistador se percataba de ello. Lo contrató para el puesto sin dudarlo, con la certeza de que una persona con semejantes conocimientos sería muy difícil de encontrar.
Los primeros tiempos en la empresa fueron perfectos, pues el muchacho se limitaba a meter la nariz en las pruebas y los experimentos químicos que los otros llevaban a cabo, pero todo cambió cuando fue él el que tuvo que tomar cartas en el asunto. Le encomendaron la elaboración de un medicamento para el estreñimiento que tuviera mínimos efectos secundarios. Durante dos semanas se encerró todas las tardes en el laboratorio con un libro que química orgánica, otro de física nuclear y un potente microscopio. Hizo, deshizo, mezcló todo lo que encontró a su alcance, terminó con la vida de media docena de ratoncillos ante el asombro y el estupor de sus subordinados y una tarde presentó por fin el nuevo medicamento, argumentando que era tan eficaz que cambiaría la vida de millones de personas en el mundo. Sus superiores ya se frotaban las manos a la vista de las suculentas ganancias que se avecinaban. Sólo cuando la primera remesa de jarabes casi mata a media población, sus jefes empezaron a sospechar que habían cometido un tremendo error. Lo llamaron ante su presencia y le pidieron dos cosas: explicaciones y prueba documental de las titulaciones que decía poseer. Su labia le permitió dar las primeras, aunque, evidentemente, no lograron convencer a nadie, pero ante la falta de presentación de los consabidos títulos, sus jefes lo largaron con viento fresco, no sin antes advertirle de que había tenido mucha suerte, pues habían decidido no emprender acciones legales contra él, más por piedad, pues lo consideraron un desequilibrado mental, que por otra cosa.
No tuvo más remedio, pues, que aceptar el trabajo en la fábrica de confeti, aunque no por ello dejó de alimentar su sabiduría que, a su saber y entender, era cada vez mayor. El caso es que la fábrica de confeti, a la que acudía en turno de mañanas, le dejaba toda la tarde libre y cumplidos los veintiocho, cuando consideró que los conocimientos adquiridos ya eran más que suficientes, decidió buscarse alguna afición para matar su tiempo libre. Como en principio no le gustaba ningún entretenimiento en especial, recurrió de nuevo a sus lecturas. Consultó estudios y estadísticas y finalmente llegó a la conclusión de que dada su erudición y sus conocimientos los pasatiempos que iba a adoptar serían tres: el fútbol, los toros y la cría de aves en cautividad. Empezó a ir todos los domingos al estadio con la radio pegada a la oreja, a cubrir quinielas y a interesarse por tal o cual fichaje. También se hizo asiduo de las corridas de toros, aunque antes de ello se compró una enciclopedia taurina para familiarizarse con los términos propios de la disciplina, así como conocer alguna que otra vida de toreros famosos.
En la práctica, la afición que le dio más problemas fue la de la cría de las aves. Todas las habitaciones de la casa estaban ocupadas y no había hueco en el que colocar nidos para la cría, comederos y demás, así que decidió hacer sitio en su armario. Sacó de allí la ropa que consideró innecesaria y acomodó jaulas y demás accesorios. Compró tres jilgueros y cinco canarios que alegraron sus mañanas con sus dulces trinos. Los inconvenientes comenzaron cuando se olvidaba de limpiarlos porque estaba absolutamente enfrascado en las faenas de la Ventas o en el último partido de la liga. El olor que desprendían era tan fuerte y nauseabundo que su padre, ante las protestas de sus hermanas, le dijo que o limpiaba las aves, o la Baltasara haría una fritada de pajaritos. Horrorizado antes semejante perspectiva, intentó tener más cuidado con el aseo de los animales, pero como no siempre lo conseguía, finalmente se limitó a tener dos pajarillos en sus jaulas, centrándose en sus otras dos aficiones, que ya eran bastante.
Así fueron pasando los años hasta que dos acontecimientos voltearon su tranquila vida. Por un lado, su padre, jubilado y cansado de aguantar a tantas mujeres en casa, decidió que ya no podía más y se marchó con una mulata jovencita, de tetas turgentes y culo prieto, que se comprometió a hacerle feliz los pocos años de vida que le quedaran. Una noche convocó una reunión familiar y les comunicó la noticia.
-Lo siento Antoñito - le dijo- tendrás que buscarte la vida. Yo ya no podré defenderte de estas cinco arpías.
Lo último que supo de él fue que se había marchado con la mulata a Brasil y allí vivía a cuerpo de rey.

El otro acontecimiento que contribuyó a cambiar su vida vino de parte de su hermana pequeña, Marta, muchacha de gran hermosura y cabeza absolutamente hueca. En un concurso de belleza había salido elegida Miss Cádiz, pero nadie se esperaba que finalmente ganara también el concurso de Miss España. Fue el principio de una prometedora carrera, cuyas riendas tomó la Baltasara, faltaría mas

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