martes, 21 de abril de 2015

EL ÁTICO



Me llamo Carlos Villarroel y necesito ayuda urgente. Si estás leyendo esto, por favor, acude al ático b del número 6 de la calle Real. Estoy atrapado y no sé cómo salir de aquí.
Todo empezó hace unos meses, cuando llegué a la ciudad. Apenas había terminado la carrera de medicina y había conseguido que el jefe del departamento de neurología pediátrica del Hospital Universitario tuviese la deferencia de dirigirme la tesis doctoral que llegaba dispuesto a realizar. No había sido fácil, era un médico de mucho renombre y estaba muy solicitado, pero el tema que le propuse, relacionado con los tumores cerebrales en la infancia, le atrajo especialmente, según me contaría después, lo cual resultó determinante a la hora de ser elegido su pupilo. Fue entonces cuando me decidí a buscar un piso donde poder no sólo residir, sino también estudiar y trabajar con la mayor tranquilidad posible. Se me presentaban por delante dos o tres años de dura tarea y no quería que nada me distrajese. Deseché por completo los típicos pisos de estudiantes y por supuesto la idea de compartir no entraba en mis planes, así que pensé que debía armarme de paciencia y buscar con tino hasta encontrar lo que deseaba. Contrariamente a la idea que tenía apenas tardé en dar donde caerme muerto. Una tarde, de regreso a la pensión, vi el cartel anunciando el alquiler que parecía estar llamándome a gritos. Era un edificio en la parte vieja de la ciudad, antiguo, pero bien conservado, con las escaleras de madera y sin ascensor. Todavía conservaba el puesto de portera, una mujer mayor bastante agradable, que se ofreció en seguida a enseñarme el ático en cuanto entré a preguntar.
El piso no era muy grande, pero suficiente para mi, dos habitaciones, salón, cocina y baño, extremadamente cuidado y recién pintado de un blanco impoluto, tanto las paredes como las puertas y ventanas. A cualquiera podría parecerle demasiado aséptico, pero a mi me pareció el lugar perfecto, sobre todo cuando pregunté por el precio del alquiler y la mujer me informó que los dueños pedían doscientos euros.
-Como verá usted es bastante barato – me dijo – pero los señores no tienen falta de dinero, sólo quieren tenerlo ocupado con alguien que se lo cuide.
No lo dudé un instante. Soledad, la portera, me informó de que el pago debía de hacerse entre el uno y el cinco de cada mes.
-Usted me paga a mí, yo ya me encargo de todo. Si quiere le puedo enseñar la autorización de los dueños.
Rehusé tal ofrecimiento, pues no me parecía que aquella mujer mayor albergara malas intenciones y le pregunté si podía trasladarme al día siguiente, a lo que me contestó que me trasladara cuando quisiera, como si quería hacerlo en aquel mismo instante.
-Si no estoy aquí me timbra en el bajo, yo misma le ayudaré a subir sus cosas.
Se lo agradecí, aun a sabiendas de que no iba a solicitar su ayuda y me fui más contento que unas castañuelas. Al día siguiente hice el traslado y me instalé.

La habitación que elegí como dormitorio era la más luminosa de la casa. Un amplio ventanal recorría la pared de lado a lado permitiendo la entrada de luz a raudales y dejando a la vista un mar de tejados y antenas de televisión. En su extremo izquierdo se podía contemplar, no obstante, parte de la fachada de los edificios de enfrente, que daban a la calle. El paisaje no era muy bello, todo sea dicho, pero a mi no me importaba, es más, lo prefería así, pues suponía un elemento de distracción menos.
Así empecé una vida que creí sería rutinaria. Me pasaba la mañana en el hospital o en el departamento de la facultad; por las tardes me dedicaba al estudio o a la lectura, me acostaba temprano y me levantaba igualmente temprano y sólo los fines de semana me permitía alguna licencia, saliendo a tomar unas copas con los amigos y si se terciaba, disfrutando de una noche de pasión sexual con alguna muchacha que se prestara a ello.
Llevaba ya unas semanas viviendo en mi nuevo hogar cuando lo escuché por primera vez. Era de noche y llovía con fuerza. Entremezclado con el ruido de las gotas de agua al golpear los cristales y el tejado pude oír el arrullo de unas palomas. No le di demasiada importancia, incluso estoy seguro de que no me hubiera dado cuenta si no fuera porque la lluvia me despertó, mas el caso fue que después de aquella primera noche algo, no se qué, me despertaba todas las madrugadas y me hacía escuchar no sólo el arrullo, sino también el leve aleteo de aquellas aves que siempre se me antojaron repulsivas. Con la llegada del día cesaban los sonidos, hasta que comenzaron a verse paseando con tranquilidad por los tejados. No me molestaban lo más mínimo, más no sé bien por qué, sentía una extraña inquietud cuando se acercaban demasiado a mi ventana y hacía todo lo posible por espantarlas.

Una tarde, al llegar a casa después de mis quehaceres diarios, comprobé con gran consternación por mi parte que una de aquellas asquerosas aves se había colado en la cocina. Había dejado puertas y ventanas bien cerradas, siempre lo hacía, así que por más que le di vueltas no fui capaz de dilucidar por qué hueco había conseguido entrar. Pensé que tal vez la portera hubiera tenido que acudir al piso por algún motivo, así que bajé a preguntarle.
-No, no he entrado en su casa, pero ándese con ojo, esas aves son muy falsas, muy astutas y se cuelan por el hueco más pequeño que encuentran. Además son un foco de infecciones. Si encuentra usted el agujero por el que entran yo tengo yeso con el que taparlo, pase por aquí y se lo daré. – me contestó la vieja sin dejar de barrer una y otra vez el pequeño espacio de la portería.
-Pero dígame – insistí yo - ¿alguno de los inquilinos anteriores se quejó de lo mismo?
-Que yo sepa no – me contestó la mujer encogiéndose de hombros y dando por zanjada la conversación.
Me subí de nuevo a mi casa y me puse a buscar como un loco el posible hueco, pero no conseguí dar con él. Sin embargo, y como no volví a encontrar ninguna de aquellas aves pululando por mi vivienda, pronto me olvidé del tema y continué con mi vida de siempre, que bastante ajetreada era ya como para tener semejante estúpido motivo de preocupación.
Semanas más tarde conocí a Janeth, una muchacha inglesa de piel blanca y suave e increíbles ojos verdes que me encandilaron. Janeth estaba de paso por la ciudad haciendo un curso de español, lo cual me pareció fantástico, pues había de permanecer a mi lado el tiempo necesario para poder pasar ratos agradables sin darme tiempo a enamorarme como un imbécil, corriendo el riesgo de desatender mi ocupación principal, que no era otra que mi tesis doctoral.
Aquel sábado Janeth y yo nos mostramos especialmente cariñosos el uno con el otro, tanto que nuestra temperatura subió hasta límites insospechados, lo que nos llevó a buscar un lugar tranquilo y lejos de miradas indiscretas en el que poder dar rienda suelta a toda la pasión que pugnaba por estallar en nuestros cuerpos. Así fue que mi aséptica alcoba se convirtió en nuestro nido de amor por unas horas, después de las cuales caímos rendidos en un sueño profundo del que me despertaron los arrullos de las palomas bien entrada la mañana.
Al principio creí estar soñando, tan espantado me quedé con lo que estaba viendo, más en seguida comprendí que todo era real, sorprendentemente real. Cinco palomas campeaban a sus anchas por mi cuarto, mientras un número indefinido de ellas permanecía fuera, sobre el tejado, tan arrimadas a las ventanas que parecía que en cualquier momento el cristal cedería y todas se colarían en la habitación.
Desperté a Janeth muerto de miedo y de asco, pero ella se limitó a soltar una carcajada burlándose de mi alarmismo, calificando la situación de pintoresca. Sólo cuando al intentar levantarse de la cama las palomas la atacaron, llenando sus piernas de picotazos, cambió de opinión. Nos deshicimos de aquellos pájaros medio salvajes como pudimos, golpeándolos con cualquier objeto que estuviera a nuestro alcance, y cuando lo conseguimos Janeth salió de mi casa como alma que lleva el diablo, recomendándome que me buscara otro lugar en el que vivir si no quería ser pasto de semejantes monstruos.
En cuanto hube recogido los cadáveres de las palomas bajé de nuevo a la portería a presentar mis quejas a la vieja Soledad. Consideraba que la situación no era ya anecdótica, y menos después de haber observado la ferocidad con la que atacaban a mi femenina acompañante.
-Le dije que buscara al agujero por el que se cuelan ¿lo hizo? – se limitó a preguntar después de escuchar mis protestas con bastante indiferencia.
-Lo hice a conciencia y no encontré agujero alguno. No tengo idea de cómo consiguen colarse en mi casa, pero si esto no se soluciona no me quedará más remedio que buscarme otro sitio dónde vivir. Esta situación se está volviendo insoportable.
Doña Soledad no contestó, simplemente se limitó a lanzarme una mirada extraña que yo no supe interpretar y a la que no di demasiada importancia, al fin y al cabo era una vieja a la que en ocasiones, como había tenido ocasión de comprobar, se le iba la cabeza.
Me volví a mi casa y pasé aquel domingo entre el estudio y la observación del enjambre de palomas de pululaban sin cesar por los tejados y cuando de noche llegó la hora de irme a la cama, me aseguré de que todas las puertas y ventanas quedaran bien cerradas, de manera que fuera absolutamente imposible que se colara ni siquiera un mosquito. Pero esta mañana, cuando desperté, el panorama con el que me encontré fue el peor posible. El suelo de mi cuarto no se veía. Estaba absolutamente cubierto de palomas. Eran tantas que no las hubiera podido contar aunque quisiera. En cuanto hice ademán de levantarme de la cama ellas lo hicieron de picotearme las piernas. Comprendí que no tenía mucha salida. Aquellos bichos no tenían otra intención que devorarme y yo no podía pedir ayuda por ningún lado.
Cuando miré la mesita de noche y vi el cenicero de cristal se me ocurrió la idea. Escribí el mensaje en una hoja de una revista que también andaba por allí, envolví con ella el cenicero y lo lancé con fuerza contra los cristales, con la esperanza de que fuera rodando por los tejados, cayera en la calle y alguien lo viera. Espero que haya ocurrido así. Ahora sólo me queda esperar.

*
Le vieja portera barría la acera pasando la escoba por el mismo sitio una y otra vez, limpiando donde ya no había nada que limpiar. Cuando escuchó el ruido de los cristales al hacerse añicos volvió la cabeza y se dirigió hacia el objeto que, envuelto en un papel de revista, había caído rodando de los tejados. De inmediato supo que era del inquilino. Leyó la nota y, sonriendo, la tiró directamente al contenedor de la basura.


-Como si mis palomas no tuvieran derecho a comer. En unas semanas prepararé de nuevo el cartel de “se alquila”, cuando hayan terminado su festín.

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