lunes, 16 de marzo de 2015

VIAJE SIN FINAL

    
Tengo la seguridad de que todo va a cambiar, pero con este ruido no consigo oír ni mis pensamientos. Llevo dos horas parada en esta autopista y tan sólo consigo pensar en los ojos azules del conductor, al que espero volver a ver pronto cuando por fin pueda bajarme de este maldito trasto. El bus comienza a moverse un poco, pero lo hace tan lentamente que me pone nerviosa, muy nerviosa, aunque no hay motivo para ello, no tengo prisa en llegar a mi destino, nadie me espera, ni siquiera sé con seguridad cuál es mi destino, puede que me apee al final del trayecto, o que decida quedarme en la primera parada. El caso es escapar del infierno en que se ha convertido mi vida, ya no soporto más sus golpes, sus desplantes, sus miserias. Necesito cambiar, olvidar, sentir que valgo mucho más de lo que él me dice y no he visto más salida que alejarme
El ruido de la música se me hace insoportable por momentos. Me levanto y le pido al conductor que baje un poco el volumen, me mira un segundo y me dejo envolver de nuevo en la absurda ilusión que me provoca el azul de sus ojos, pero él lo ignora y sin mediar palabra hace lo que le pido. Es guapo, realmente guapo y su cara me suena, sé que lo he visto en algún lugar pero no consigo recordar dónde, tampoco importa demasiado, en realidad nada importa salvo escapar.
El bus sigue avanzando lentamente, miro el reloj y me doy cuenta de que ya deberíamos haber llegado al final del viaje y sin embargo todavía no ha hecho la primera parada. Esto es desesperante. No consigo apartar de mi mente la posibilidad de que mi marido me persiga y me de alcance si este trasto continúa parado mucho tiempo más.
Por fin rebasamos el obstáculo que impedía nuestra marcha, un accidente brutal. Los bomberos están intentando rescatar a alguien del interior de unos coches. Vuelvo la cabeza hacia el otro lado, ya me es suficiente con soportar mi propia tragedia, pero las luces de las ambulancias parecen decirme que no, que no puedo evadirme de la realidad, que está ahí fuera, tan cerca que sólo me separa de ella el fino cristal de la ventanilla. Son muy puñeteras las luces de las ambulancias, también las sirenas, ambas desgraciadas y asiduas compañeras en estos últimos meses, compañeras mías y compañeras también de los golpes que desfiguraban mi rostro y ajaban mi menudo cuerpo.
Recorremos unos cuantos kilómetros a velocidad normal. De pronto el autobús se desvía a la derecha, entramos en una pequeña ciudad y aparca en una gris y lúgubre estación.
-Haremos una parada de media hora – dice el conductor a voz en grito –si quieren pueden aprovechar para comer algo, ir a los baños o estirar las piernas.
La gente comienza a levantarse y a bajar del bus. Yo me mantengo acomodada en mi asiento hasta que queda vacío. Dudo qué hacer pero finalmente opto por bajarme también e ir a la cafetería a tomar algo caliente. Es una estancia oscura y sucia que invita más bien poco a permanecer allí mucho tiempo, pero no hay otra cosa. Me siento en un rincón apartado, pero de pronto me doy cuenta de que el conductor está sentado en la barra, revolviendo con parsimonia y un café y me acerco a él.
-Hola – le digo –¿Por casualidad no serás de Cuenca? Es que me parece haberte visto por la ciudad, haciendo fotos, como si fueras reportero o algo así.
El muchacho me mira como si fuera estúpida y me responde igualmente como si se estuviera dirigiendo a una estúpida:
-¿Te crees que si fuera reportero iba a estar conduciendo un bus?
-Bueno... ya. En realidad lo de ser reportero ha sido una apreciación mía, bien podía ser que sólo estuvieras haciendo fotos por afición.
-Pues no, no era yo, la fotografía no está entre mis hobbies.
Parece que no tiene muchas ganas de hablar así que me vuelvo a mi esquina, me tomo mi café mientras observo sus movimientos y cuando termino me vuelvo al bus.
Es de noche y hace frío. Me acurruco en mi asiento y me tapo con mi cazadora forrada de borreguillo. Cierro los ojos e intento dormirme pero no lo consigo. Entonces entra el conductor y se dirige a mi asiento, se sienta a mi lado y me habla.
-Oye tía siento haberte contestado como lo hice en la cafetería. Hoy no es un buen día.
Me mira mientras me habla y pienso una vez más que es muy guapo y que no estaría mal acostarse con él. A lo mejor es tierno, cariñoso y puede incluso que ponga empeño en que el asunto nos guste a los dos.
-No te preocupes – le contesto mientras intento apartar de mi cabeza tan perversos pensamientos- Yo tampoco estoy en mi mejor momento.
-Vivo en Cuenca, si quieres, cuando vuelvas, podemos quedar un día y tomarnos un café.
-No voy a volver a Cuenca nunca más – le digo – mi marido me maltrata y tengo que escapar lejos, lo más lejos posible, dónde él no pueda encontrarme nunca. Pero sí que me gustaría verte de nuevo, y me gustaría también hacer el amor contigo y sentir unas manos que me acarician... hace tanto tiempo que no las siento....
La puerta de la habitación se abrió de repente y Celia escondió debajo de la mesa el papel con la historia que estaba escribiendo, pero cuando vio que era él, sonrió y se lo tendió.
-Hola Celia ¿cómo estás? ¿Escribiendo otra vez? Muy bien, así me gusta. Escribes muy bien, me encantan tus cuentos. ¿Sabes que los tengo todos guardados en una carpeta?
Celia no contestaba, nunca lo hacía, simplemente esbozaba una tímida sonrisa y se ponía a escribir de nuevo, mientras su marido, sabedor de sus males y de sus secretos, le acariciaba el pelo y con gesto cansino se sentaba a su lado y leía aquel relato que era siempre el mismo. Luego lo doblaba con cuidado y lo guardaba en su carpeta azul, mientras recordaba una vez más el tiempo en el que la vida les sonreía y Celia y él eran una pareja feliz.
Aquella noche, hacía ya muchos años, Celia había tomado un autobús para visitar a una amiga que necesitaba su ayuda, una mujer a la que su marido maltrataba y estaba en el hospital víctima de una brutal paliza, pero nunca llegó a su destino, un fatal accidente se cruzó en su camino y dejó su vida pendiente de un hilo. Cuando volvió en sí una parte de su mente se había quedado en algún lugar desconocido e inaccesible y jamás regresó. Desde entonces su limitada existencia consistía en pasar las horas delante de su escritorio escribiendo siempre la misma historia, increíblemente lúcida, increíblemente real, pero fruto de su imaginación enferma.
Jonás se inclinó y besó a su mujer en la mejilla. Ella cesó por un instante en su incansable labor escritora y le miró. Se quedó, una vez más, prendada de aquellos ojos azules y pensó, una vez más, que había tenido mucha suerte. El conductor del autobús se había quedado a su lado.



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