viernes, 6 de marzo de 2015

SÁBADO DE CARNAVAL



SÁBADO DE CARNAVAL
Rosa miraba con nostalgia el paisaje que se extendía al otro lado de la ventana. Era temprano y el rocío vestía la hierba de las praderas con miles de diamantes a los que el sol arrancaba fulgurantes destellos. Se auguraba un día soleado, el día perfecto para la fiesta, la que ella también iba a disfrutar, aunque hubiera de hacerlo a escondidas.
Era sábado de carnaval. Aquella noche en el pueblo se volvería a celebrar el “antroido” como muchos años atrás, volverían las máscaras, las gentes anónimas que jugaban entre ellas a acertar quién era quién. Rosa recordaba los sábados de carnaval de antes de la guerra, cuando las calles se llenaban de algarabía, de felicidad, de sueños... luego la contienda había terminado con todo, también con la alegría. Decían que habían prohibido el carnaval, que aquello de andar con las caras tapadas era cosa indecente, que sólo a las mentes enfermas de pecado les podría atraer semejante atrocidad... Pero el tiempo había ido transcurriendo y los vetos se habían ido relajando. Algunos incluso decían que el carnaval nunca se había ido del todo, que las gentes se las arreglaban para celebrarlo a escondidas, incluso en los claros del bosque, a la orilla del río, lejos de miradas censuradoras e indiscretas.
Aquel año, el señor alcalde había dado permiso para celebrar una pequeña fiesta de carnaval, con la única condición de que nadie fuera con la cara tapada del todo. Rosa estaba entusiasmada, pues sabía que allí estaría Marcos, el hijo del molinero, aquél que había conocido el día que había acompañado al pueblo a Maruxiña, la hija de los jornaleros que trabajan las tierras del pazo y que ayudaba a su madre en las tareas de la casa. Maruxiña había llevado una saca de maíz a moler y allí estaba Marcos, vaciando los sacos de cereal para que el molino hiciera su tarea, con aquellos ojos verdes y aquella sonrisa de fábula que secuestraron el corazón virgen de Rosa. Desde aquel día no habían dejado de verse a escondidas. Rosa era muy joven, sólo tenía quince años, y además pertenecía a la nobleza del pueblo. Era la hija de los señores del pazo, y ellos nunca permitirían, nunca, que su pequeña se desposara con un simple molinero. Pero no era momento de pensar en dificultades. Ya se solventarían cuando llegara el momento.
Rosa tenía prohibido acudir a la fiesta de carnaval. Su madre le había dicho que por nada del mundo le permitiría mezclarse entre aquellas gentes simples y zafias que jamás podrían estar a su altura, y menos en una fiesta de disfraces, indecente dónde las haya. Ni siquiera sabía cómo el señor alcalde se había atrevido a permitir semejante atrocidad.
Ante tal situación, Rosa acudió a pedir ayuda a Maruxiña, mas para su sorpresa la muchacha no se mostró presta a ayudarla, sino todo lo contrario.
-¿Ir el sábado a los carnavales del pueblo? Ni hablar,conmigo no cuentes Rosiña, y más vale que te vayas sacando esa idea de la cabeza.
Maruxa se persignó después de la negativa e hizo un gesto extraño con los ojos mirando al cielo, como si pidiera disculpas a Dios por pensar siquiera en la posibilidad de disfrutar de las diversiones del antroido. Idéntica reacción tuvo en las tres o cuatro ocasiones en que Rosa intentó convencerla de tal cosa. Entonces la muchacha se decidió a sonsacarla.
-Pero vamos a ver, Maruxiña, ¿cuántas veces me has ayudado para que pudiera encontrarme con Marcos? ¿Por qué ahora no?
-La noche de sábado de carnaval no debes salir de casa. Hazme caso, Rosiña. Yo te ayudo cualquier otro día, pero ese no.
-¿Y por qué?
-Pues porque no.
-Esa no es una razón.
-Pues tendrá que serlo
Se disponía Maruxa a retomar sus quehaceres, pero Rosa la tomó por el brazo con brusquedad y la obligó a encararse con ella.
-De eso nada – le dijo – me vas a explicar cuál es el motivo por el que no quieres acompañarme a la fiesta. Y ahora mismo, si no quieres que le diga a mi madre que no lavas bien las verduras de la comida.
-¡Eso no es verdad! - protestó la otra.
-Lo sé. ¿Pero a quién te piensas que va a creer?
Maruxa no replicó y se rindió a la evidencia. Tomó a su amiga de la manó y la llevó hacia el banco de piedra situado bajo al rosaleda, en el jardín. Luego suspiró, como si quisiera tomar fuerzas antes de hablar.
-Es una noche maldita, la noche del sábado de carnaval es una noche endemoniada, perversa, maligna... ellos salen a la búsqueda de las almas y no dudarán en hacer lo que sea para encontrarlas, hasta matar.
Maruxa hablaba con la mirada nublada por el miedo, mientras Rosa estaba a punto de echarse a reír ante lo que consideraba ingenuidad de su amiga.
-Pero Maruxa, ¿qué tonterías estás diciendo? ¿No ves que esos sólo son cuentos de viejas?
-No, Rosiña, yo tengo unos años más que tú y todavía lo recuerdo. El primer crimen, y el segundo, y el tercero... y como comenzaron a relacionar las muertes con la noche del sábado de antroido. Siempre era gente joven, hombres o mujeres, daba lo mismo, siempre aparecían muertos en el bosque, con un enorme boquete en el pecho a través del que les habían extraído el corazón, y la cruz de Santiago marcada a fuego en el cuello. Así murió Iria, la hija de Raimundo el cartero, Senén, el hijo de la señora María, la que vivía al lado del lavadero, y Pedro, y Jesusa, y no sé cuántos más.
-¿Y no cogieron al asesino? ¿Quién era?
-Ni lo cogieron ni lo han de coger nunca. Es el demonio, Rosiña, es el mismo diablo que viene a este mundo a castigar a los que se atreven a unirse a esta fiesta maldita. Por eso no te voy a ayudar a escapar, y por supuesto ni se te ocurra hacerlo tú sola.
Maruxa volvió a sus tareas dando la conversación por zanjada. Rosa no dio ninguna importancia a las tonterías que le había contado. No eran más que leyendas estúpidas que circulaban por todos los pueblos. Así que decidió que el sábado se las apañaría para bajar sola al pueblo. No iba a quedar sin ver a Marcos por nada del mundo.
Y el día por fin había llegado, pero las horas pasaban lentas, mucho más lentas que los demás días, y Rosa no tenía calma. Andaba por la casa de un lado a otro sin sentido, sin saber qué hacer, sintiendo una desasosiego extraño. Por primera vez pensaba en las tonterías que le había contado Maruxiña con cierta preocupación, aunque suponía que no era más que miedo por tener que cruzar la zona boscosa que separaba su casa del pueblo en plena noche. Así que luchó por apartarlas de su mente y cuando por fin dieron las nueve dijo que se retiraba a su cuarto aduciendo dolor de cabeza, se vistió con ropajes antiguos y medio harapientos que había encontrado en el desván y puso rumbo al pueblo. Cruzó el bosque deprisa y en menos de quince minutos ya estaba en la plaza. Allí reinaba la algarabía. Los muchachos bailaban al son de la música de una banda de segunda, pero daba lo mismo, el caso era divertirse. Rosa buscó con la mirada a Marcos y pronto lo distinguió. Se acercó a él con premura y lo saludó con entusiasmo.
-Hola, Marcos.
Él la miró extrañado, como si hubiera visto un fantasma.
-¿Qué haces tú aquí? ¿Has venido sola? ¡Estás loca! ¿No sabes lo que ocurre en el bosque todas las noches de sábado de carnaval?
-¿Tú también? Igual que Maruxiña... no decís más que tonterías.
-No son tonterías Rosa. Es la verdad. No sé qué te ha contado Maruxiña pero esta noche está maldita y todo aquel que pise el bosque tiene que saber que le ronda la muerte. Es la maldición.
Rosa miró de hito en hito la chico. Jamás había creído en brujas, diablos, meigas y cosas por el estilo, pero al parecer estaba equivocada y las conexiones del pueblo con el inframundo existían y eran peligrosas.
-Pero... no puede ser verdad.
Marcos tomó de la mano a la muchacha y la llevó hacía un lugar apartado. Luego le contó la terrible historia que todo el pueblo guardaba dentro de sí.
-Hace mucho tiempo habitaba en el bosque una meiga llamada Águeda que se jactaba de que con sus pócimas conseguía cumplir los deseos de la gente. A ella acudió una muchacha llamada Iria, que estaba enamorada de Roi, el herrero, el cual no le hacía demasiado caso. Iria deseaba que el joven se fijara en ella, pero por más pócimas y hechizos que le recetaba la meiga, éstos no producían el efecto deseado. Entonces Águeda, temerosa de que su buena fama se fuera al traste por aquel fracaso, decidió dar un paso más y conectar con las fuerzas del mal, las cuales se prestaron a ayudarla pero con un horrible pacto de por medio. Accederían a los deseos de la muchacha y Roi se enamoraría perdidamente de ella, pero el siguiente sábado de carnaval Águeda les tenía que ofrecer como sacrificio el corazón de una joven virgen que no se prestara a los desmadres del antroido. La meiga accedió, pero desgraciadamente murió de unas fiebres antes de poder cumplir el trato. Los demonios estuvieron tranquilos durante unos años, pero de pronto comenzaron a cobrarse lo que se les debía. El hechizo sólo llegará a su fin cuando una joven virgen se entregue voluntariamente a ellos.
Rosa estaba lívida y comenzaba a sentir frío y miedo. Aquella historia desconocida le ponía los pelos de punta.
-Pero... ¿por qué sabéis todo eso? Lo del pacto...atribuir al demonio las muertes...
-Águeda se lo confesó al señor cura unas horas antes de su muerte. Él lo sabe. Y ahora vámonos Rosa, yo te acompañaré a tu casa. Enciérrate allí y no salgas hasta mañana.
Marcos acompañó a Rosa de vuelta a su hogar. Cuando se despidieron, en la puerta de la casa, Rosa lo abrazó con fuerza.
-Ahora tienes que regresar sólo al pueblo y cruzar el bosque. ¿No será mejor que te quedes aquí? Puedes dormir en el cobertizo.
-No te preocupes, no me pasará nada, tengo que regresar al pueblo, he de vigilar a los muchachos para que nadie se acerque al bosque.
Marcos emprendió el viaje de vuelta dejando a Rosa con el corazón encogido. La chica se retiró a su cuarto con negros presagios revoloteando por su mente. Poco antes de la media noche escuchó el grito profundo y horrible que anunciaba la muerte. Supo que Marcos había caído en manos del diablo. Al día siguiente lo encontraron en un claro del bosque, sin corazón y con la marca de rigor en la cuello.
Rosa lloró su muerte con desconsuelo. Se sentía culpable de la misma. Si no se hubiera empeñado en acudir a la fiesta de disfraces aquella noche... Entonces se le ocurrió la mejor forma de expiar su culpa. Un año después, la noche de sábado de carnaval, Rosa salió de su casa, se adentró en el bosque y se sentó en un tronco. Sólo era cuestión de esperar y todo habría terminado.



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