domingo, 8 de marzo de 2015

BUSCANDO MI LUGAR


La mayoría de la gente se piensa que los personajes de los cuadros somos seres inertes que no sienten ni padecen. Nada más lejos de la realidad. Desde el mismo momento en que el pincel comienza a embadurnar el lienzo, el pintor no sólo crea una figura, también le insufla un alma, ese ente de origen incomprensible del que el género humano se cree único propietario. Y nosotros, las figuras pictóricas, les dejamos que se lo crean por no armar un escándalo. En realidad no sería muy agradable encontrarse con el toro del Guernica pastando por ahí, con lo feo y deforme que es, o a alguno de los bufones de Velázquez dándose un garbeo por la Puerta del Sol, por poner algún lugar de ejemplo, o al fusilado del dos de mayo con su cara de susto tomándose un café por las Ramblas. Somos conscientes de nuestras limitaciones, así que la mayoría de nosotros optamos por estarnos quietecitos por toda la eternidad en el lugar que la azarosa mano del pintor nos ha asignado
Pero de vez en cuando surge algún alma inquieta, y esa ha sido la mía. Me pintó un muchacho holandés de nombre impronunciable, conocido por todos como El Bosco, y me colocó en un prado verde, de la mano de Dios el creador y al lado de un Adán con cara de bobo, rodeada de animales exóticos, y cerca de un gato comiéndose un ratón cuya visión de daba bastante repelús. Mi propio aspecto nunca me hizo demasiada gracia, pues me pintó una melena larga hasta los pies que en verano me daba un calor exagerado, sin contar con que mi rostro no era precisamente bonito. Para colmo de males estaba desnuda, y la mayoría de los personajes del cuadro también, algunos en actitudes bastante obscenas, incluso había un hombre al que le salía del culo un precioso ramillete de flores, que ya me dirán ustedes a qué viene semejante escenita. Y no digamos ya la última parte del cuadro, que al parecer refleja los infiernos, allí proliferan los objetos introducidos por los traseros de los caballeros que da gusto, y aquella especie de pajarraco tragándose un hombre... en fin, que todo lo que me rodeaba me era bastante desagradable. Lo único que me fascinaba era el magnífico lago en el cual muchos de mis compañeros se refrescaban y se lo pasaban en grande, algo que a mi siempre me fue negado, pues mi sitio, como madre de la humanidad, era estar allí, en el medio del prado, al lado de Dios y de mi Adán con cara de tonto.
Lo cierto es que me armé de paciencia y resignación y así me mantuve muchos años, soportando las miradas de admiración de la gente que pasaba por el museo y hacía ociosos comentarios resaltando la belleza y magnificencia de la obra de arte que tenía ante si, con lo que yo no estaba nada de acuerdo. Además en el fondo siempre creí que aquellas manifestaciones eran falsan, que aquel conjunto de incongruencias no podía gustarle a nadie.
Un día mi paciencia llegó a su fin. Llevaba una temporada acariciando la idea de buscarme otro cuadro en el que habitar, y lo decidí finalmente una tarde en la que un mocoso de no más de cinco años le dijo a su madre: “Mira, mamá, esa señora de la melena larga, qué fea es” Y su madre observándome con detenimiento repuso: “Si, hijo, es horrible”. Me ofendió tanto que, como el pequeño no quitaba los ojos de mi, no pude evitar echarle la lengua, gesto ante el cual abrió mucho los ojos y corrió a los brazos de su madre llorando a lágrima viva porque la señora del cuadro le había echado la lengua. No debía hacerlo, lo sé, pero estaba tan harta que no me pude resistir.
Lo cierto es que aquella misma noche mi alma salió del delicioso jardín en en que había reposado durante varios siglos en busca de alguna otra pintura en la que me sintiera como yo quería, tranquila, sin visiones maquiavélicas ni sobresaltos extraños. Lo primero que se me ocurrió fue hacerme dueña de la Mona Lisa, dentro de ella iba a encontrar el sosiego que buscaba, aunque sospeché que iba a estar ocupada, como así fue. En cuanto me planté en el Louvre, delante de tan magna obra, la muy ladina amplió su enigmática sonrisa y me largó con viento fresco. “De aquí no me echa nadie, monina”, me dijo, “por nada del mundo dejo yo de ser la más admirada”. Así que me tuve que largar con el rabo entre las piernas.
Ya que estaba allí me di una vuelta por el museo pero ninguno de los cuadros que estaban libres me pareció idóneo para pasar el resto de mis días. “La libertad guiando al pueblo” estaba libre, pero no me extraña, tanta guerra, tanta batalla, y encima enseñando las tetas... descartada; también me pasé por “La Virgen de las Rocas”, la primera gran pintura de Leonardo da Vinci y estuve un rato contemplándola, pensando si hacerme con semejante personaje, pero me lo pensé mejor; está rodeada de niños, y los niños acaban siempre dando jaleo, ya lo dice el refrán, quien con niños se acuesta meado se levanta.
Me volví al Museo del Prado, y me di un garbeo rápido por las salas. La Maja vestida, pues la desnuda, ni pensarlo, me parecía muy aburrida. Pasarme el resto de mis días recostada en un sillón no iba conmigo. Las Meninas ni soñarlo. Si estando en el Jardín de las delicias me habían tachado de fea, aquí no quiero ni pensar lo que dirían de mí, fea y encima deforme. Las Tres Gracias de Rubens parecían estar pasándoselo muy bien jugando a la rueda como tres estúpidas, y encima estaban desnudas y les sobraban unos kilos... descartadas.
Decidí marcharme al museo Reina Sofía, pero una vez allí enseguida me di cuenta de que dentro de aquellos extraños cuadros no iba a estar a gusto. Ya casi me iba a dar por vencida y a regresar al Jardín asqueroso del que había salido, cuando escuché un siseo que parecía llamarme. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, hasta que escuché la voz alta y clara.
-Soy yo, la que está asomada a la ventana, de espaldas, como comprenderás no me puedo dar la vuelta.
Me fijé entonces en el cuadro que estaba a mi derecha. Era una muchacha asomada a una ventana, mirando el mar, con un trasero sugerente y una melena morena recogida de forma descuidada. Me gustaron los tonos azules del entorno y sobre todo, me encantaron el mar y el cielo que la chica contemplaba. Cuando vio que había conseguido captar mi atención siguió hablando.
-¿No estarás buscando un cuadro en el que meterte, por un casual? - me preguntó.
-Pues si, chica – le contesté, previendo que la conversación se presentaba interesante – llevo cinco siglos en el Jardín de las Delicias y ya estoy un poco harta. Tendrá mucho colorido y mucha variedad de personajes, no digo que no, pero es un antro de perdición subrealista que ya me tiene un poco hastiada. Necesito asentarme en un lugar relajado y tranquilo.
-¡Ay madre! No me digas que vienes del Jardín ese, llevó tanto tiempo soñando con formar parte de toda esa pandilla de personajes depravados... porque entre tantos que sois supongo que de vez en cuando os cambiaréis de personaje.
-Ni lo sé ni me importa, pero supongo que si.
-Oye y ¿qué te parece si me cambias? Tú te quedas en este cuadro y yo me voy al tuyo. Tengo ganas de darle algo de marcha al cuerpo. Ver el mar y el cielo de Cadaqués está muy bien, pero en su justa medida.


      No me lo pensé ni un instante. Le di las instrucciones necesarias para llegar a mi cuadro sin complicaciones y aquí me quedé yo, frente a esta venta, contemplando un paisaje precioso y siendo elogiada por la mayoría de la gente. No les quiero ni contar la de caballeros que se quedan enamorados de mi trasero.

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