lunes, 11 de junio de 2012

ENTRE LA NIEVE Y EL FUEGO


       Se miró al espejo y una vez más el reflejo que le devolvió no tuvo nada que ver con la realidad de su vida. Manuel sólo veía en aquel viejo cristal descascarillado por el paso del tiempo lo que su mente perdida quería ver, el muchacho joven y apuesto que un día fue, el hombre que por intentar ser feliz se había perdido entre la nieve y el fuego muchos años atrás.

       Manuel había aprendido a vivir de recuerdos, de aquellos recuerdos que a veces le atormentaban hasta hacerle gritar y otras le reconfortaban hasta provocarle una sonrisa, pero aquel día algo dentro de sí le dijo que había llegado el momento de regresar, que ya no tenía sentido su vida oscura, su existencia casi anónima, de espaldas al mundo. Quiso disfrazar su cobardía de valor, pero no fue capaz, por eso rebuscó en el desván hasta encontrar lo que deseaba, aquellas ropas oscuras que le daban un aspecto casi terrorífico, pero que tenían la virtud de ocultar su cuerpo, su esencia, su corazón herido y hasta sus entrañas. Sólo así pudo emprender el difícil camino que le conduciría a su pasado.
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           Manuel era el hijo  mayor de Don Esteban Romero, el hombre más rico del pueblo, un terrateniente despiadado y tirano que había conseguido su fortuna a base de negocios no del todo limpios. Don Esteban no gozaba de demasiadas simpatías en la comarca, sólo Don Laureano Menéndez, el alcalde, y Don Ramiro Fontela, el cura, dos hombres tan corruptos y enviciados como él, le mostraban su más exagerado servilismo, sólo porque sabían que de esa manera conseguirían el dinero necesario para sus propósitos, el uno para engordar las arcas del Ayuntamiento; el otro, las de la Iglesia y ambos las suyas propias, que sisar a los ricos no es mala cosa, o al menos eso era lo que se decían a sí mismos para aliviar su mala conciencia. Así era que los tres hombres eran amigos y enemigos a la vez, aunque ello parezca un contrasentido. Cuando se podían aliar para fastidiar al prójimo en provecho propio no dudaban en hacerlo, mas si se presentaba la ocasión de hostigarse entre sí lo hacían con el disimulo propio de los hipócritas, cuidándose que los otros no se enteraran de las triquiñuelas propias, no fuera a ser que se terminara la amistad y con ello volara el lucro que su falsa alianza les proporcionaba.

      A Manuel no le hacía demasiada gracia la actitud de su padre y sus secuaces,  pero en aquellos años un padre era una persona a la que había que respetar por encima de todo sin cuestionar ni un ápice sus decisiones y así lo hacía el muchacho, que era un buen chico, obediente, estudioso y trabajador, y que a pesar de la deferencia obligada a su progenitor también sabía tomar sus propias decisiones entra las cuales, muchas veces, figuraban las de deshacer a escondidas los entuertos que su propio padre llevaba a cabo. En más de una ocasión se había brindado a ayudar a alguna familia a la que su progenitor había sangrado más de la cuenta simplemente porque no gozaba de su simpatía, ofreciéndoles dinero que casi siempre sumaba más cantidad de la que Don Esteban les había obligado a pagar con cualquier excusa.

     La bondad de Manuel era conocida entre las gentes más humildes del pueblo, como también era sabido el hecho de que el muchacho actuaba a escondidas de su padre y así era que entre los habitantes del lugar se había establecido un pacto de silencio con el propósito de que el tirano no se enterara jamás de lo que hacía su hijo a sus espaldas.

      Cierto día Manuel conoció a Salomé. Salomé era hija de Ramón, uno de aquellos pueblerinos a los que Don Esteban odiaba sin motivo aparente. Por el pueblo circulaban muchos rumores, desde los que decían que aquel odio exacerbado venía de muchos años atrás por un lío de faldas en el que se habían visto embarcados los padres de ambos hombres, hasta los que afirmaban que la causa del enfrentamiento era por sus diferentes y antagónicas ideas políticas. Lo cierto era que nadie sabía con seguridad el motivo de aquella inquina, pero ésta  permanecía ahí, latente, y  Don Esteban no dudaba en descargarla de vez en cuando contra aquel pobre hombre que lo único que pretendía era vivir de su trabajo y mantener mal que bien a su familia. El día que la cosecha de patatas de Ramón apareció echada a perder nadie puso en duda quién había sido el autor de la fechoría, pero de la misma manera nadie movió un dedo para arreglar el desaguisado, sólo Manuel, como siempre, se atrevió a acercarse a la casa de Ramón y ofrecerle su ayuda. Y fue entonces cuando conoció a Salomé, y fue entonces también cuando se enamoró de ella como un colegial. Aquella muchachita menuda y tímida se apoderó sin quererlo de su corazón y de su alma y a pesar de que sabía que aquel amor tendría que superar muchas dificultades, no quiso ponerle freno, al revés, no tuvo más remedio que alimentar aquel sentimiento puro que había nacido dentro de sí y que pugnaba por crecer cada día más.

         Comenzó entonces el cortejo sutil y discreto, los encuentros a escondidas del mundo, los miedos a que pronto llegara el final de aquella ilusión que les hubiera gustado fuera eterna. Pero el tiempo iba pasando y nada ocurría. Parecía como si los hados se hubieran aliado a su favor y no tuvieran otra ocupación que protegerlos con mimo, y tal vez por eso su ánimo se relajó y poco a poco se olvidaron del peligro. Aquellos temores de pronto les parecieron lejanos e infundados y se dijeron a sí mismos que nada ni nadie podría romper aquellos lazos de amor que los unirían para siempre.

      Nunca supo Manuel cómo ocurrió, si era que su padre le había visto alguna de aquellas tardes paseando a la vera del río con su amada, si había sido alguno de sus amigotes el que le había ido con el cuento, pero lo cierto es que Don Esteban terminó enterándose de los amores que su primogénito mantenía con la hija de su peor enemigo y no tardó en tomar cartas en el asunto. Lo llamó al orden en seguida, conminándole a que terminada con aquel galanteo absurdo de una vez por todas, y como  Manuel, por primera vez en su vida, se negara a obedecer los estúpidos deseos de su padre  éste no tuvo el más mínimo inconveniente en amenazarle.

       -Si no dejas a esa muchacha te desheredaré y toda la fortuna pasará a  manos de tus hermanos. No serás más que un paria, un desahuciado de la vida, un mendigo, así que tú verás lo que haces.

     -No me importa su dinero padre. Prefiero ser un mendigo a vivir sin el amor de Salomé.

     -Entonces la mataré. Jamás permitiré que te cases con ella, ¿me oyes? ¡Nunca!

     Sabía Manuel que las crueles palabras de su padre podían convertirse en hechos en el momento menos pensado y por amor a Salomé, por permitirle seguir viviendo, renunció a ella sin ni siquiera decírselo.

     No le hizo falta a la muchacha que nadie le contara lo ocurrido. Ella estaba segura del amor de Manuel y sabía que su silencio y su indiferencia se debían a la presión de su padre. Así pues sabedores ambos de que el fin había llegado sin remedio, optaron por resignarse y continuar con su vida de siempre, sin dejar de recordarse, sin permitir que su corazón herido albergara otro sentimiento que no fuera la mutua adoración que a partir de entonces se habían de profesar en silencio. Pero era difícil, tan difícil, que nada podía evitar que el muchacho paseara cabizbajo por las calles pedregosas, acercándose como alma en pena a la casa de su amada por si alcanzaba a verla por la rendija de alguna ventana abierta, o por entre las hortensias y las azaleas que brotaban juguetonas y traviesas tapando la entrada del huerto. A veces lo conseguía y marchaba a su hogar con la sonrisa de Salomé clavada en su pecho, aquella preciosa sonrisa que iluminaba su mirada. Otras veces, las más, no podía hacer otra cosa que retirarse en silencio sin poder llevar consigo el recuerdo fresco y reciente  de su amor perdido.

       No pasaron desapercibidos para Don Esteban los paseos de su hijo y encendida su rabia por no haber podido borrar con sus amenazas el amor de los jóvenes, planeó el fin del mismo de la manera más cruel, implacable, como siempre había sido su alma, atormentada por una ira tan ilógica como injusta.

     La noche de su venganza había comenzado a nevar. Los copos blancos y gruesos caían con fuerza, casi con furia, extendiendo su manto blanco por encima de la tierra fangosa. Las campanas del reloj de la iglesia daban las diez cuando Don Esteban llegó a casa de Ramón. Todo era quietud y silencio, lo cual indicaba que los habitantes de la casa debían de haberse retirado a descansar. Mejor así. De esa manera era mucho más fácil de conseguir el propósito que había llevado al hombre hasta allí. Don Esteban vertió la gasolina alrededor del humilde edificio y le prendió fuego. Después salió de allí como alma que lleva el diablo. El fuego se extendió con rapidez y ni siquiera la fuerza blanca y fría  de la nieve fue capaz de dominar su cólera.

       Algo en su interior le llevó a mirar a través de los cristales de su ventana y viendo el resplandor que producían las llamaradas, salió en loca carrera presintiendo lo peor. Cuando Manuel llegó a la casa de Salomé las lenguas de fuego la rodeaban en un abrazo atroz y sanguinario. Él no lo dudó un instante. Entró en la casa y dejándose golpear por las brasas fue sacando uno a uno a todos sus habitantes. Cuando los hubo puesto a salvo echó a correr, alejándose de aquel lugar maldito, hasta que las fuerzas lo abandonaron y cayó en la nieve, cuya frialdad tuvo el poder de aliviar las quemaduras de su cuerpo, mas no el calor insufrible de su alma.

             Nunca supo el tiempo que pasó tirado en la nieve a la intemperie, abandonado al frío de la noche, pero no debió de ser mucho, de lo contrario no hubiera conseguido sobrevivir. Cuando volvió en si  estaba en una impersonal cama de hospital, en una enorme sala donde otros enfermos, postrados igualmente en sus camas miraban la vida pasar sin demasiada esperanza. Se miró y descubrió su cuerpo prisionero de los vendajes. Cuando quiso moverse un dolor lacerante lo envolvió y de nuevo se sumió en las tinieblas.

        Así permaneció durante días, quizá durante semanas, sin saber el lugar exacto en el que se encontraba, sin conocer cuál sería su futuro, apenas recordando su pasado más que por aquel nombre de mujer que tenía clavado en su mente: Salomé. No recordaba su rostro, ni siquiera sabía si en realidad aquella mujer había existido o era sólo una quimera que su maltrecha inteligencia  se empeñaba en retener en algún rincón de si mismo.

         La monja encargada de su cuidado le preguntaba por su vida y él no sabía qué contestar. No sabía dónde vivía ni si tenía familia, sólo podía pronunciar aquel nombre: Salomé, que para nadie parecía tener sentido, tampoco para él, a pesar de que de su boca no salieran apenas más palabras. Sor María se preocupaba mucho por aquella ausencia que su alma.

       -Y cuando salgas de aquí ¿A dónde irás? ¿Qué harás con tu vida? Tienes que recordar, debes esforzarte en recordar.- le decía con cariño.

      Pero por más que lo intentaba no era capaz de rememorar ni un segundo de su pasado. Era como si algo o alguien hubiera borrado su ayer para no dejarle afrontar ese mañana incierto que cada vez estaba más cerca.

       La tarde en que todo reapareció había vuelto a nevar después de varias semanas sin hacerlo. Por fin le habían sacado los vendajes y había podido contemplar su rostro desfigurado ante el espejo que la monjita le había acercado. Aquella piel engrosada y costrosa en que se había convertido su cara no le producía demasiada impresión, pues no sabía de la tersura y belleza de antaño, y lo único que vio fue un ser monstruoso y horripilante, diferente a todas las personas que conocía, un hombre que debía comenzar a subsistir, a respirar, sin saber muy bien cómo hacerlo. Por eso no le resultó del todo extraña la inquietud, la agitación si sentido aparente que sintió aquella tarde cuando se acercó a la ventana y vio caer con fuerza los copos de nieve. Lejos de relacionar su congoja con la nevada supuso que aquella inquietud era normal por tener que marchar del que consideraba su único hogar. Aquel hospital solitario y frío se había convertido en su morada, en la única  que había conocido; pero ya se había repuesto, las heridas de su cuerpo, que no las de su alma, se habían curado ya, y por eso debía irse, afrontar la realidad que le esperaba tras los muros del jardín que tantas veces había contemplado desde su ventana.

       Entonces lo vio, el hombre que con tranquilidad intentaba encender su cigarrillo, la llama que era ahogada de manera implacable por un inocente copo de nieve.... la nieve, el fuego y de pronto toda su existencia anterior, todo lo añejo que se escondía en el rincón más recóndito de su cerebro volvió vívido a su mente para relatarle con todo lujo de detalles un pasado que hubiera preferido ignorar. Su padre, la maldad, el pueblo, el incendio, su amor perdido.....Salomé. En menos de un segundo comprendió que todo estaba perdido, que no podía buscarla, que nunca podría recuperar su querer, que ella jamás querría depositar un beso en sus labios casi inexistentes, en sus mejillas rotas y preso del dolor y el desencanto decidió que se iría lejos, muy lejos, a un lugar desconocido, casi incierto, en el que se convertiría en inalcanzable para su pasado, por mucho que éste se empeñara en perseguirlo.

         Caminó sin rumbo durante mucho tiempo, durmiendo donde podía y alimentándose de lo que encontraba, hasta que se cansó y al llegar a un lugar para él ignorado y lejano decidió quedarse sin saber muy bien el motivo. Sus habitantes lo miraron con recelo al principio, más cuando comprobaron que era un ser inofensivo dejaron de mostrarse preocupados antes su presencia.

     Manuel se dedicó a vivir de la mendicidad y de la caridad de aquellas gentes. Hizo suya una vieja casa abandonada que fue reparando con los materiales que iba encontrando entre la basura y allí se instaló. A veces alguien le encargaba hacer algún trabajo sencillo y él accedía gustoso; otras veces, cuando el dinero escaseaba y el estómago reclamaba su ración de comida diaria, se sentaba en cualquier esquina y pedía limosna. En aquellos instantes recordaba las palabras que un día le había dicho a su padre: “Prefiero ser un mendigo a vivir sin el amor de Salomé”. Y la vida, que a veces es injusta y cruel, no le había dado opción y lo había castigado a existir siendo un mendigo sin el amor de Salomé. “Pero me queda su recuerdo”, pensaba entonces puerilmente, “y eso nadie me lo podrá arrebatar jamás”.

           Y así fueron pasando los días, los meses y hasta los años, hasta que su mente enferma y obsesionada con el recuerdo de la única mujer a la que había amado, lo empujó a volver.
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          No había sido mucho más próspera la historia de Salomé. Única superviviente del devastador incendio, pese al empeño que había puesto Manuel en intentar salvar a toda su familia, de pronto se vio sola en el mundo y presa de la desesperación, sabedora de la identidad del inmediato culpable de aquella lamentable situación, no tuvo otra idea en la cabeza más que la de terminar con la vida de aquel maldito. Él la había apartado de Manuel, al que todos dieron por muerto, y él también la había alejado de su familia para siempre. No se merecía otra cosa que la muerte y ella estaba dispuesta a regalársela de sus propias manos.

        La recogieron unos parientes lejanos de su difunta madre, más por obligación moral que por otra cosa y allí, entre aquella gente hostil que se mostraba indiferente a sus sentimientos, fue tejiendo su venganza. Tampoco hacía demasiados planes, simplemente se dedicaba a vagar por los caminos y por los campos por los que sabía que Don Esteban pasaría tarde o temprano. En algún momento se le presentaría la oportunidad adecuada para terminar con su vida. No sabía cuándo, tampoco sabía cómo lo haría, pues una mujer menuda y sin demasiada fuerza física no tendría demasiadas opciones al enfrentarse a un hombre corpulento y vigoroso como era aquel ser pérfido y desalmado. “Más vale maña que fuerza” se decía entonces con una media sonrisa dibujando su rostro, sabedora de que el destino se aliaría con ella para dejarla conseguir su propósito.

      No se equivocó. Quiso la casualidad, el azar, o esa fuerza misteriosa que rige la existencia humana, que una tarde, en medio de los campos de trigo, se encontrara Salomé con su enemigo, que supervisaba la siega cual amo controlando a sus esclavos. La muchacha no se lo pensó demasiado. Tomó una hoz que estaba a su alcance y de un tajo certero degolló al hombre, que cayó al suelo y allí murió desangrado como un cerdo.

        Medio pueblo fue testigo del crimen, y medio pueblo fue cómplice silencioso del mismo. Nadie descubrió a la culpable, nadie pronunció una palabra, nadie dijo saber nada. Pero Salomé, impresionada por lo que había tenido el valor de hacer, que no arrepentida, fue poco a poco perdiendo la razón y la familia que la había acogido por obligación, cansada de soportar sus desvaríos, la internó en una manicomio.

         En aquel sanatorio transcurrieron muchos años de su vida, sumida en la sinrazón, divagando en ocasiones sobre las llamas de un incendio que le habían arrebatado  la vida siendo casi una niña, dispersándose otras veces en hilos de palabras que hablaban de la sangre que había visto correr sobre el trigo y que se había apoderado de su cordura.  Pero teniendo siempre presente a Manuel, el muchacho cuyo rostro se dibujaba nítido entre la niebla que poblaba su mente, Manuel, el amor perdido que un día había de recuperar, no sabía cómo, ni sabía cuando, pero que había de volver con toda seguridad.

      Aquella idea absurda fue tomando forma en su cabeza al tiempo que  crecía una preocupación igualmente disparatada pero no carente de lógica. Cuando Manuel volviera al pueblo no  podría  encontrarla, puesto que ya no vivía en la casa de siempre, en la que él conocía, aquella rodeada por un huerto cuya entrada tapaban juguetonas las hortensias. Y como si se le fuera la vida en ello a partir de entonces no pensó en otra cosa que en salir de allí, de aquel lugar extraño a dónde un día había ido a parar en contra de su voluntad, o tal vez con su aquiescencia, no era capaz de recordarlo; en todo caso había llegado el momento de regresar al pasado, ya no pintaba nada allí, ahora tenía que  volver a su hogar y esperar a Manuel.

       A pesar de haber perdido parcialmente la razón, Salomé conservaba momentos de lucidez en los que todavía era capaz de discernir, de entender e incluso de reflexionar, por eso supo que los médicos que la atendían y que a veces la sometían a tratamientos atroces que la dejaban aturdida, nunca se avendrían a dejarla marchar porque sí. La única posibilidad que tenía de salir de aquel lugar era escapando y eso fue lo que hizo. Una noche de niebla y de lluvia fina y persistente, salió de aquel lugar llevando consigo únicamente la ilusión de reencontrarse con su amor perdido del que, a aquellas alturas, apenas recordaba más que su nombre.

      Anduvo por lo caminos polvorientos sin tener noción del tiempo, sin apenas percibir el paisaje árido que la rodeaba, asentada en su cabeza la intención casi obsesiva de llegar pronto a su casa. Y cuando lo consiguió y traspasó lo que quedaba de la puerta de madera azul sólo pudo ver lo que su mente se empeñaba en ver, su hogar de siempre, la mesita de madera de pino pulcramente barnizada, el antiguo armarito blanco en el que su madre guardaba los útiles de la cocina, las bajas sillas de madera y paja..... aunque nada de eso existía más que en su enferma imaginación, aunque a su alrededor sólo hubiera cenizas y destrucción.

       Con el ánimo inusualmente feliz se acercó a la entrada del huerto donde antaño habían crecido las hortensias, arrancó con sumo cuidado un puñado de margaritas silvestres y entrando de nuevo en la ruinosa casa, se sentó en el suelo apoyando la espalda en la renegrida pared y se dedicó a deshojar las flores, en un intento absurdo por saber si todavía subsistía su amor perdido. Y así pasó horas, puede incluso que días, hasta que Manuel llegó a buscarla.
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         Envuelto en sus ropajes oscuros se acercó al pueblo que una vez había sido escenario involuntario de su amor imposible. Durante unas horas se quedó allí, a una distancia prudencial, de pie sobre el suelo rocoso, mirando las casas que a lo lejos se levantaban orgullosas, con la completa seguridad de que en una de ellas Salomé lo estaría esperando con ansia.

        El reloj de la torre de la iglesia marcaba las horas lentas e inexorables. Cuando los último rayos del sol extendían su luz difuminada sobre la campiña, reanudó su camino con pasos lentos e inseguros. Al llegar al pueblo buscó la casa de sus recuerdos, aquella que flanqueaban las hortensias y las azaleas, y allí dónde se había levantado la humilde edificación sólo encontró cuatro paredes en ruinas  renegridas por las llamas. La puerta de madera medio podrida estaba entornada, no tuvo más que darle un leve empujón para poder entrar. Y  allí estaba ella, deshojando una margarita en un gesto sin sentido y mirando al vacío con la indiferencia de los que han perdido la ilusión y la voluntad. Volvió la cabeza hacia él cuando escuchó abrirse la puerta y aunque al principio se asustó de ver aquel hombre envuelto en los ropajes negros que le daban tan terrorífico aspecto, pronto se repuso de la sorpresa inicial y levántandose, sin apartar los ojos de él, se le acercó con la curiosidad de los que esperan encontrar lo que tanto tiempo llevan aguardando. Cuando pudo alargar su mano y tocar aquel rostro del que sólo podía ver los ojos, no dudo un instante al pronunciar su nombre.

        -Manuel, has vuelto.

       Manuel se despojó de la tela liviana que cubría su rostro y se atrevió a mostrar su piel quemada, su cara monstruosa, desfigurada por las llamas de las que un día había conseguido arrebatar a aquella mujer que le miraba con inexplicable admiración. Salomé hizo caso omiso a las terribles cicatrices y acariciando aquella piel rugosa sonrió por vez primera en mucho tiempo.

       -Ahora ya podemos ser felices.

       Manuel la tomó de la mano y juntos salieron de la casa y emprendieron el camino hacía cualquier parte. La nieve empezaba a caer con fuerza, pero su frío glacial no podría apagar jamás el fuego que todavía conservaban sus viejos corazones que por fin se habían encontrado de nuevo gracias a una incomprensible pirueta del destino.
        
      
      

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