jueves, 1 de marzo de 2012

UNA CARTA REVELADORA



Soy decoradora de interiores y una de las facetas que más me gusta de mi profesión es la de revolver en los desvanes de las casas antiguas. Allí se puede encontrar de todo, desde libros antiquísimos, hasta máquinas igualmente antiguas de las que no se sabe siquiera cuál podría ser su utilidad.
Hace no demasiado tiempo me encargaron la remodelación de un edificio de la zona antigua de La Coruña, hermosa ciudad donde las haya, lo mismo que aquel inmueble que desde el primer momento se me antojó misterioso, aunque no sabría explicar el motivo. Como es habitual en mí cuando descubro que la finca en la que he de trabajar tiene un desván susceptible de guardar dentro de sí algo interesante, pedí permiso a los dueños para poder revolver a mi antojo por si encontrara algo que pudiera cautivarme y que estuviera dispuesta a comprar. En aquel caso concreto el dueño, un hombre joven que había heredado el edificio de sus abuelos, me dio el solicitado permiso, incluso me dijo que no haría falta que abonara nada por lo que me llevara, con una única condición: que si deseaba quedarme con algo se lo comunicara previamente a sacarlo de allí. Accedí sin problema, faltaría más, aunque confieso que me llevé cierta desilusión cuando el diminuto recinto, que en nada merecía coronar aquel grandioso edificio, no guardaba en su interior más que trastos viejos absolutamente inservibles que fueron a dar a la basura uno detrás de otro.
Sólo al terminar de hacer la limpieza descubrí en una esquina, medio escondido entre polvo y las últimas telas de araña, un viejo cofre de madera que me apresuré a abrir, descubriendo en su interior unos papeles manuscritos amarilleados por el paso del tiempo y con las letras casi desvaídas que , no obstante, permitían leer una fecha: 7 de junio de 1590.
Evidentemente aquello me interesó y después de comunicárselo al dueño y decirle, obviamente, que parecía algo importante, aquél me dio permiso para hacer con ellos lo que me viniera en gana. Así pues lo primero que hice fue mostrárselos a un amigo mío anticuario, que a su vez se los enseñó a un cliente suyo que se dedicaba a catalogar libros y documentos antiguos. El resultado no pudo ser más sorprendente.
El papel en cuestión era una carta dirigida al Rey Felipe II por María Pita, heroína coruñesa que libró a la ciudad de los ataques del pirata Francis Drake en la primavera del año 1589 y en la que relataba los verdaderos motivos por los cuales el pirata se había retirado de la ciudad y cesado en su ofensiva. Su contenido íntegro es el siguiente:

“ En la Honorable y Leal ciudad de La Coruña, a siete de junio del año de Nuestro Señor de 1590.

Ante los acontecimiento ocurridos en la ciudad en los pasados meses, cuya aventurada resolución se me atribuye, y en virtud de la cual Su Majestad ha tenido el honor de otorgarme el grado y sueldo de Alférez de los Tercios por el resto de mi vida, considero que es mi deber vaciar mi alma de los remordimientos que me atenazan, al no considerarme merecedora de tal distinción, pues, si bien es justo reconocer que con mi intervención contribuí a liberar a nuestros ciudadanos de los ataques del más sanguinario de los piratas, justo también lo es reconocer que dichos acontecimientos no se desarrollaron, en modo alguno, como la creencia popular ha hecho correr. Tengo a bien, pues, escribiros esta carta, con el único motivo de confesaros una verdad que nadie conoce y que su majestad debe valorar, y en el caso de que considere que mi labor ha sido tan baja y mezquina como yo misma tengo a bien creer, a vuestra disposición me pongo para recibir el castigo que mi comportamiento, a vuestro juicio, pudiera merecer.
No creo necesario relataros las vicisitudes y sufrimientos que perturbaron a nuestras gentes durante el largo tiempo que duró el asedió. Dadas las escasas fuerzas de las que disponía nuestro gobernador, el Marqués de Ceralvo, para repeler los sangrientos ataques de los doce mil hombres que traía Francis Drake consigo, no fue sino el pueblo llano el que tuvo que echarse a la calle para repeler la invasión, dejándose la piel y la vida en el intento, no en vano mi propio esposo, Gregorio Rocamonde, como bien sabéis, falleció en el encarnizado combate que tuvo lugar el día 14 de mayo, cuando los ingleses, finalmente, consiguieron traspasar las murallas que protegían la ciudad.
Es a partir de ese preciso instante cuando comienza una historia que tiene mucho de leyenda y sólo algo de realidad. Se dice, como ha llegado a vuestros oídos, que enarbolé la definitiva revuelta que derrotó a los ingleses, que animé a aquellas pobre gentes a introducirse sin miedo en el fragor de la batalla y sí, lo hice, pero a sabiendas de que todo estaba a nuestro favor. Permítame su majestad que le explique los verdaderos motivos que llevaron al sanguinario pirata a abandonar su ataque, y ruego a Dios, y a vos mismo, que sea indulgente con mi persona, pues no hice otra cosa que lo que consideré más oportuno para liberar a mi pueblo del yugo inglés.
Resultó que una noche, desesperada por la pérdida de mi esposo y sabiendo que la mayoría de los que luchábamos no habíamos de correr mejor suerte que él, no se me ocurrió mejor idea que presentarme ante el corsario y acabar con él con mis propias manos. La decisión era drástica pero no me quedaba alternativa y armándome de un valor que estaba muy lejos de sentir, empujada por la rabia, tomé una daga que había pertenecido a mi amado esposo y me dirigí al puerto, donde el galeón de Francis Drake, el Golden Hind, y los demás navíos, descansaban en medio de una tensa calma que hacía presagiar negros augurios. Pedí hablar con él al hombre que hacía guardia, el cual me miró de arriba abajo y soltando una risotada impertinente, me condujo a la presencia de su amo. Éste yacía tirado en un viejo catre completamente borracho, en una estancia sucia y desordenada que olía a ron y a tabaco. Me preguntó quién era y durante unos segundos no pude contestarle, pensando únicamente en sacar la daga que se escondía entre mis ropas y clavársela en el corazón, pero las piernas comenzaron a temblarme y de repente supe que no podría hacerlo. Mi conciencia, al igual que en estos momentos no me permite callarme la verdad, en aquellos instantes no me permitía acabar con la vida de un hombre completamente ebrio si no era en el fragor de una batalla, de igual a igual, aunque por mi condición femenina nunca pueda estar a la altura de un contrincante varón. Entonces me acordé del tesoro y no dudé en ofrecérselo a cambio de que abandonara nuestra ciudad para siempre. Os preguntaréis de qué tesoro estoy hablando, pues ni más ni menos de uno que os pertenecía por derecho y que, en mi osadía, entregué al más sanguinario de los piratas procedente de un país enemigo.
Permítame Su Majestad explicarme con claridad en torno a este punto. Una mañana , paseando mi esposo y yo por los alrededores de la Torre de Hércules después de una noche de furibunda tormenta, de esas en la que el mar rabioso golpea con fuerza las rocas destrozando todo lo que encuentra a su paso, avistamos en el fondo del acantilado un pequeño navío encallado y, temerosos de que alguien pudiese necesitar ayuda, no dudamos en poner en peligro nuestra propia vida bajando hasta la playa, pues si bien la tempestad ya había dejado paso a la calma y el mar no podría hacernos daño, el camino para llegar al navío no podía ser más escarpado. Conseguimos finalmente alcanzar nuestro objetivo y una vez allí pudimos comprobar con cierto alivio que no había persona alguna, si bien era probable que quien hubiera estado enrolado en la embarcación no hubiera podido sobrevivir al naufragio. Lo único que encontramos fueron dos cofres de tamaño considerable en la cubierta, señal inequívoca de que alguien intentó sacarlos del barco y no pudo, pues lo normal, en caso contrario, es que hubieran permanecido en las bodegas, las cuales, como pudo comprobar mi esposo, estaban absolutamente vacías a no ser por unos barriles de licor. No nos quedaba pues más por hacer que comprobar el contenido de aquellos cofres, los cuales resultaron estar repletos de joyas y monedas de oro, un tesoro de valor incalculable. Puesto que el navío no poseía bandera y que había sido encontrado en costas españolas, todo su contenido, incluido por supuesto el magnífico tesoro, os pertenecía por derecho propio. Así me lo hizo saber mi leal marido, el cual tenía pensado en los días venideros, viajar a la Corte para ocuparse personalmente de entregaros semejante reliquia. Escondimos los cofres en una cueva natural entre las rocas, de tan difícil acceso que sería lo más extraño del mundo que alguien pudiera dar con ellos y marchamos de allí. Sólo unos días después se produjo el ataque de Francis Drake, frustrando los planes de viaje de mi esposo para entregaros el tesoro. Debo deciros, sin embargo, que en el preciso instante de su muerte, cuando ya la vida se le escapaba en cada aliento, me hizo prometer que me postraría yo misma ante vuestra presencia y os haría entrega de los cofres encontrados.
Fue ése el tesoro que yo le ofrecí a Drake a cambio de que abandonara el asedio para siempre y él, que no sólo ambicionaba gloria y poder, sino también y sobre todo, riquezas, no dudó un sólo instante en aceptar mi propuesta, con la única condición de que le condujese hasta el tesoro en aquel mismo instante, pues quería comprobar con sus propios ojos que lo que le ofrecía era real y no fruto de una treta por mi parte, no sin antes advertirme, fijando en mí aquella mirada de ojos vidriosos, que si el tesoro no existía podía darme por muerta. Conseguí convencerle de dejar para la mañana siguiente nuestra expedición a los acantilados, dado lo arriesgado que sería a aquellas horas de la noche, en medio de la oscuridad, a lo que accedió a regañadientes.
Al amanecer nos dirigimos al lugar del escondite, se hizo con el tesoro y, aquella misma tarde, desapareció de la ciudad para siempre
Es, pues, doble la aflicción que encoje mi corazón y llena mi alma de tribulaciones pues, por un lado, no he cumplido la promesa que le hice a mi amado esposo en su lecho de muerte y, por otro, le he entregado oro y joyas valiosísimas a un corsario desalmado que no duda en utilizar sus más sucias tretas en las misiones que, como todo el mundo sabe, le encarga la Reina Isabel I de Inglaterra en un acuerdo fuera de ley que beneficia a la Corona Inglesa, a cuyas arcas ha ido a parar, sin duda alguna, parte del tesoro que a vos pertenecía.
No me queda más que deciros. Esta es la verdad de lo ocurrido, verdad que he querido destaparos para lavar mi conciencia, pues no gozaba de la tranquilidad necesaria para continuar en esta vida sin remordimientos. Espero, repito una vez más, que seáis comedido con el castigo que decidáis imponerme pues al fin y al cabo, tened por seguro que lo que hice lo hice con la sana intención de liberar a mi pueblo del terrible asedio de unos malvados piratas.
Esperado vuestra respuesta y siempre a vuestro servicio

Firma: María Mayor Fernandez de la Cámara y Pita”

Hasta aquí la carta de la heroína coruñesa, una carta escrita por un alma acongojada, aunque a mi modo de ver, en modo alguno se le puede considerar una traidora. Con toda seguridad el Rey Felipe II, a quien iba dirigida la misiva, jamás la llegó a recibir, pues en caso contrario no estaría en el lugar en que yo la encontré. Quién sabe los motivos por los cuales María Pita no llegó a remitirla nunca, en todo caso estoy segura que la ciudad de La Coruña, de haber conocido su contenido, no dejaría de adorar a esa mujer, mitad realidad, mitad leyenda, que se ha convertido en parte de la idiosincrasia de un pueblo encantador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario