lunes, 16 de enero de 2012

UN ARCO IRIS DE ESPERANZA




Me llamo Maisha, tengo doce años y nací en Niger, el país más pobre de África. Mi familia era nómada, lo cual quiere decir que no teníamos una residencia fija, sino que andábamos de aquí para allá, intentando encontrar el mejor sitio para poder habitar sin demasiados problemas. No era fácil. El agua escaseaba y la comida, la mayoría de las veces, también. Sin embargo no puedo decir que no fuera feliz, porque lo era. Me gustaba estar con mis padres y con mis seis hermanos, cuidarles y ayudar a mamá con las tareas diarias o a papá en la recolección de frutos salvajes y con el ganado.
No tendría yo más de cinco años cuando vi llover por primera vez. Al principio me asustó un poco. Jamás hubiera imaginado que del cielo pudiera caer agua con tanta fuerza. Hasta ese momento yo sólo había visto el agua en las charcas en las que bebía el ganado, o en los pozos que a veces estaban construidos en los parajes en los que nos asentábamos. Por eso siempre pensé que ese líquido ocre surgía de la tierra y que salía a la superficie de manera caprichosa. Sin embargo me equivoqué. El agua cae del cielo y no tiene color, es transparente.
Aquel día, superado el miedo inicial, me uní a la alegría de mis padres y de las demás gentes que se asentaban con nosotros y dejé que la lluvia me empapara. Sentir las gotas resbalar sobre mi piel me provocaba una sensación nueva y diferente, una sensación agradable.
Por la noche hubo una gran celebración. Todos nos reunimos alrededor de las hogueras y cantamos y bailamos para dar gracias a Alá. Le pregunté a papá el motivo del festejo y me explicó que el aguacero que había caído era muy importante, que los animales tendrían agua para beber y la cosecha crecería más y mejor. Por eso había que dar las gracias y rogar para que durante los días siguientes volviera a caer lluvia del cielo. Pero no ocurrió así.
Después de aquel día de lluvia vino una época de sequía larga y dura. Fue como si las nubes hubieran querido descargar aquel último chubasco a modo de despedida. Las cosechas de cereales se malograron y murieron muchas cabezas de ganado. Sólo podíamos alimentarnos de “hanza” un fruto que se come cuando no hay nada más. Pero a veces es tóxico y provoca diarreas. Mis dos hermanos pequeños se intoxicaron y murieron. Tenían la tripa muy abultada y estaban muy débiles; Papa, el más chiquitín, apenas podía caminar.
Con la falta de agua y de alimentación el futuro que nos esperaba a los demás no era demasiado prometedor. África es así, siempre bella, pero siempre cruel y poco a poco se fue llevando a todos mis hermanos.
También mi padre falleció en un enfrentamiento entre tribus. Peleaban por asentarse cerca de un pequeño lago, tan pequeño que me atrevería a decir que toda el agua que contenía no llenaría ni cinco botellas. El agua….. siempre el agua.
Un día apareció por el poblado un grupo de hombres y mujeres que decían venir a ayudarnos. Al principio la gente los miró con desconfianza, pero cuando vieron que traían comida y medicinas todos los recelos desaparecieron.
Allí conocí a Marina, una doctora española de la que me hice muy amiga a raíz de la enfermedad de mi madre. Porque mi madre cayó gravemente enferma a causa de la hambruna y de una infección estomacal consecuencia de las aguas contaminadas que bebíamos cuando dábamos con cualquier charca. Marina la cuidó con mucho cariño e hizo todo lo posible por salvarla, pero sus esfuerzos no sirvieron de nada y mi madre también murió. Así fue que me quedé sola, sin padres, sin hermanos….sin nadie.
Marina me acogió bajo su protección. Supongo que le di pena, una niña tan pequeña… sola en el mundo… Con frecuencia me contaba historias de su país que a mi me encantaba escuchar. Un país donde había agua y alimentos para todos y en el que los niños no tenían que trabajar. Van a un lugar en donde les enseñan a leer y a escribir, me decía.Yo no sabía qué era leer y escribir, pero no me atreví a preguntárselo, tal vez debiera saberlo. Marina decía que en España los niños eran felices. Yo también era feliz cuando tenía a mi familia conmigo, luego los momentos de tristeza se hicieron más frecuentes.
Un día Marina me dijo que debía regresar a España y me propuso marcharme con ella. Acepté sin dudarlo. Me apetecía conocer aquel lugar lejano en el que la vida era tan diferente a la que llevábamos en África.
Marina arregló un montón de papeles y me llevó con ella a su país, o tal vez debiera decir me trajo, porque aquí vivo desde entonces. Me encuentro a gusto, aunque también echo de menos todas las cosas que dejé allá.
Aquí descubrí un mundo que me fascinó. Jamás había visto un coche, ni una televisión, ni los preciosos vestidos que Marina me compró. Nunca había estado en una ciudad ni sabía lo que era una casa. Pero las cosas que más me gustaron fueron tres: el mar, el agua que sale de un grifo cuando se abre y el arco iris que se dibuja en el cielo cuando llueve y hace sol a la vez. Nunca imaginé que hubiera un lugar en el mundo en el que el agua fuera tan abundante que se dejara escapar por un agujero con rumbo incierto. Marina me dice que aunque a mi me parezca mentira, el agua es un bien escaso y que debemos cuidarla y ahorrarla, por eso me regaña cuando, mientras me lavo los dientes, dejo el grifo abierto, pero es que a mi me encanta ver correr el agua. ¡Ojalá cuando vivía en Níger pudiera haber tenido todo aquello! Seguramente de haber sido así, mis padres y mis hermanitos todavía estarían conmigo.
Cuando sea mayor volveré a mi país. Ahora quiero estudiar mucho para llegar a ser alguien importante que pueda solucionar los problemas que hay allá. Cuando vuelva haré casas, como aquí, casas con grifos por los que salga agua limpia y cristalina, y pintaré en el cielo un arco iris que lleve la lluvia hasta mi pueblo. Así el ganado podrá beber y las cosechas serán las mejores del mundo. Cuando sea mayor volveré y llevaré conmigo un arco iris de esperanza.

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