sábado, 19 de noviembre de 2011

MAS ALLÁ DEL BURKA



Hace tiempo que he dejado de ponérmelo, hace años que mi mundo es occidente y mis ropas van a la moda de los tiempos y aún así, cada vez que mi imagen se refleja en el espejo, no puedo evitar recordar que un día vi la vida a través de una rejilla de tela que me mantenía alejada de la libertad.
Me llamo Fatia y soy afgana. Soy también una de las pocas mujeres que han conseguido huir del sinsentido de un régimen que nos degrada a la categoría de animales, que nos provoca un dolor y un sufrimiento que nadie puede imaginar, nadie, salvo las que hemos tenido el infortunio de vivirlo en nuestras propias carnes.
Tuve una infancia feliz, como debiera ser la infancia de todo los niños. Mis padres eran médicos y nuestra posición económica era desahogada. Conocí España durante unas vacaciones estivales y me enamoré de un país que me llamó la atención por su cultura y su diversidad. Tal fue el interés que despertó en mi aquel mundo, que cuando regresamos a Afganistán pedí a mis padres que me apuntaran a clases de español. Poco me imaginaba yo que en un futuro mis conocimientos del idioma iban a ser un elemento primordial en mi huida hacia la libertad.
Unos años después de aquellas maravillosas vacaciones comenzaron las revueltas. Tras la invasión soviética, diversos grupos se disputaban el dominio del país. Se decía que los talibanes, que poco a poco se iban haciendo con el poder, serían los salvadores de nuestra nación, que restablecerían el orden perdido, pero en las tertulias que mi padre organizaba en casa con sus amigos se hablaba de una realidad muy diferente. Aquel grupo radical era muy peligroso y si efectivamente llegaba a hacerse con el poder, el país se hundiría irremediablemente y los derechos humanos se verían seriamente mermados, incluso eliminados en su totalidad. Cuando por fin, en septiembre de 1996, tomaron Kabul, pude darme cuenta de que lo que comentaba mi padre y sus colegas era la triste realidad que impregnaba un futuro tan negro como incierto.
La primera tragedia que el nuevo régimen trajo a mi vida fue la muerte de mi padre. Ellos lo mataron. Aquellas reuniones en casa no eran simples conversaciones sin más intención que el intercambio de opiniones. Mi padre era un luchador que intentó por todos los medios detener la invasión talibán. Ellos lo sabían y en cuanto tomaron la capital lo asesinaron. A mi madre, como a todas las mujeres, le prohibieron trabajar y a mi, que iba a comenzar mis estudios universitarios en la Facultad de Bellas Artes, me impidieron continuar con mi formación. Quedamos relegadas al último plano de la vida.
Mi madre no se quedó quieta ante tanta injusticia y continuó ejerciendo su profesión en la clandestinidad. Recibía a sus pacientes en nuestra casa por la noches, arriesgando su vida. Las mujeres no teníamos derecho a ser atendidas en los hospitales, ni siquiera a que nos viera un médico varón por el mero hecho de ser un hombre y puesto que al sexo femenino tampoco se le permitía desarrollar actividad laboral alguna, en caso de enfermedad muchas se veían abocadas a una muerte segura. Por eso mi madre recibía a aquella pobres mujeres indefensas en su casa. Gran cantidad de ellas habían perdido a sus maridos y carecían de otro sustento, por lo que no les era posible costearse ni una caja de aspirinas para combatir un resfriado. Otras sufrían males tan graves que mi madre poco podía hacer para calmar su dolor, mas ella lo intentaba aun a sabiendas de que su esfuerzo y su riesgo no valdrían para nada.
Una noche aparecieron los talibanes por casa. Alguien la había delatado. Apresaron a todas las que estaban allí en aquellos momentos, incluida mi madre y se las llevaron a la plaza principal de Kabul, donde murieron lapidadas. Yo me libré en el último instante al conseguir esconderme en el sótano. Desde allí pude escuchar las palabras de mi madre lazadas a gritos en medio del jaleo: Fatia, huye.
A partir de entonces esas dos palabras se convirtieron en mi objetivo. Huir, huir de la sinrazón, del sinsentido en el que se había convertido mi país, huir a pesar de todo y sobre todo, aunque las cosas no se me presentaran nada fáciles.
Por lo pronto, al fallecer mi madre, mi tío, hermano de mi padre, pero que nada tenía en común con él, me acogió bajo sus custodia. Todavía conservo clavada en mi mente la imagen que se me mostró al entrar en su hogar. Su esposa y sus hijas, cubiertas bajo aquel trozo de tela horrible, sumisas, temerosas de aquel hombre que les hablaba a gritos y no cesaba de darles órdenes sin sentido. Comprendí que otro tanto me esperaba a mi. Hoy puedo decir que el infierno que pasé durante casi dos años, fue mucho peor de lo que me imaginé aquel día.
Mi tío era afín a la ideología talibán y seguía al pie de la letra su estúpida doctrina. Tanto a su mujer y a sus hijas como a mi, nos retenía en la casa durante todo el día sin dejarnos salir a la calle. A las demás parecía no importarles, supongo que estaban tan asustadas que no osaban dejar aflorar ni un ápice de sus sentimientos. Pero a mi aquella vida me estaba destrozando. Un día le pedí a mi tío si podía traerme algún libro o una revista en que matar el tiempo. Soltó una risa sardónica y me dio una bofetada.
-No necesitas leer. Y no vuelvas a mencionar esa posibilidad porque esta simple bofetada se puede convertir en algo mucho peor.
Su amenaza se cumplió el día que me sorprendió en la cocina mirando mi reflejo en una olla. No llevaba el burka puesto y me llamó la atención ver mi cara desvaída en el aluminio desgastado. Él apareció por la estancia de improviso y al verme de tal guisa se enfureció. Las mujeres en Afganistan no podemos utilizar espejos, pues el reflejo de nuestra propia imagen dicen que va contra las leyes del Corán. Aquel día me gané mi primera paliza. Mi tío no dudó es sacar su cinturón y azotarme con él hasta hacerme caer exhausta, mientras me repetía una y otra vez que debía darle las gracias por no denunciarme ante la autoridad. Mi osadía merecía ser castigada con la pena de muerte y sin duda moriría lapidada como murió la puta de mi madre. Esas fueron sus palabras. Creo que me dolieron más que los latigazos que me propinó.
La actitud brutal de aquel hombre con su familia llevó al suicidio a una de mis primas, Laila, con la que yo tenía más afinidad. Laila había conocido el comportamiento inhumano de su padre desde pequeña pero, al contrario de sus hermanas y su madre, cuya resignación me ponía enferma, ella era una rebelde que como yo soñaba con escapar de aquella opresión. Un día me contó que llevaba mucho tiempo planeando la huida.
-Pero ¿a dónde irás? - le pregunté yo – no es tan fácil huir.
-Prefiero vagar por las calles antes que soportar más esta vida. Sólo tengo que tener cuidado de no cruzarme con los talibanes, ya me las apañaré. Sé que hay grupos organizados que ayudan a las mujeres a escapar por la frontera con Pakistán. Ya encontraré a alguien que me ayude. Y tú deberías venirte conmigo, esta vida no es para ti.
Tenía razón, aquella vida no era ni para mi, ni para nadie, pero yo no quería dejar nada al azar y su plan se me antojaba absolutamente temerario.
Una mañana cuando nos despertamos Laila no estaba. En la casa se armó un gran revuelo y mi tío salió a buscarla enfurecido. Dos días tardó en encontrarla. Cuando la trajo de vuelta a casa y la vi entrar un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su cara, totalmente desfigurada, era de color morado a causa de los golpes recibidos. Tenía restos de sangre seca por todo el cuerpo. No pude soportar aquella imagen y quise retirarme a mi cuarto, pero aquel deslamado me lo impidió.
-Te vas a quedar aquí a presenciar el espectáculo que os voy a mostrar.
Allí, delante de todas, violó brutalmente a su propia hija, mientras nos decía a las demás que aquello debería de servirnos para aprender lo que no se debe hacer.
Unos días después Laila se suicidó ingiriendo sosa cáustica que su madre utilizaba para fabricar jabón.
Sabedora del desalentador futuro que me esperaba si no hacía nada por salir de aquel infierno,empecé a plantearme en serio la idea de escapar. Observé meticulosamente los movimientos de mi tío. Entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde nunca estaba en casa, se adentraba por las calles de la ciudad supongo que a su trabajo de guardián del régimen talibán. Un buen día me fingí enferma para que las demás no notaran mi ausencia y salí de la casa sin saber muy bien a dónde dirigirme. Anduve vagando un rato por la ciudad, cerca de cualquier hombre que pasara a mi lado para que pareciera mi acompañante, hasta que me encontré ante un edificio que llamó mi atención. En un letrero medio desvencijado se podía leer “Embajada Española”. No lo dudé un instante y entré. Me acerqué a la primera ventanilla que encontré y pregunté qué había que hacer para emigrar a España como trabajadora.
-¿Y tú qué sabes hacer? -me preguntó el hombre que estaba al otro lado.
-Puedo aprender a hacer cualquier cosa -le dije.
El hombre me mostró una sonrisa condescendiente.
-¿Con quién has venido?
-¿Y eso qué importa? No ha contestado usted a mi pregunta.
-Ni te la voy a contestar. No puedes ir a España a trabajar, ¿no entiendes que no puedes salir del país?
Aquella respuesta, lejos de desilusionarme, me dio más fuerza para seguir luchando. Siempre fui muy orgullosa, para bien o para mal, y tenía que demostrarle a aquel desconocido que yo siempre conseguía mis propósitos y que si quería ir a España a trabajar, tarde o temprano lo haría.
Durante unos días aparecí por la embajada a la misma hora, esperando encontrar detrás de la ventanilla a alguien diferente que me diera alguna respuesta. No tuve suerte, siempre estaba el mismo hombre, hasta que una mañana una mujer se acercó a mi.
-Te vengo observando desde hace unos días. ¿Necesitas ayuda? - me preguntó en perfecto español.
-Quiero irme de aquí, necesito salir de este infierno- le dije.
-Ven conmigo.
La seguí a través de los amplios pasillos del edificio hasta llegar a una pequeña oficina en la que me invitó a entrar. Con un gesto señaló una de las sillas que había en el cuarto y me senté.
-Me llamo Patricia Ramos y trabajo en una asociación española de apoyo a la mujer árabe. En estos momentos me encuentro aquí intentando echar una mano a gente como tú. Me puedes contar tu problema.
Eso hice. Le conté mis desdichas, desde la muerte de mis padres hasta las atrocidades de mi tío. Vacié mi corazón ante una desconocida que de pronto se había convertido en mi única esperanza.
-¿Con quién vienes hasta aquí? ¿quién te trae? Porque tu tío seguro que no es.
-Me escapo todas las mañanas, finjo que estoy enferma, dolores de cabeza, resfriados...mis primas y mi tía no se enteran.
-¿Dónde vives?
Le di mis señas.
-Voy hacer algunas gestiones. Vuelve dentro de una semana.
Salí de allí contenta por primera vez en mucho tiempo. Pero poco me duró la felicidad. Cuando llegué a casa mi tío me estaba esperando, finalmente habían descubierto mis escapadas. El recibimiento no pudo ser peor. Primero una paliza, después la violación. Era su modo de castigo preferido.
Me encerró en mi habitación durante dos días sin darme de comer. Durante aquella corta temporada de cautiverio aprovechó para cambiar la cerradura de la puerta de entrada. Luego me permitió salir del cuarto, pero nos dejaba encerradas a todas en la casa. Mis esperanzas se murieron. Ya no tenía las más mínima posibilidad de escape. Ya no podría aparecer por la embajada española pasada la semana, como me había dicho mi hipotética salvadora.
El día acordado estuve nerviosa, inquieta, dándole vueltas a la cabeza intentando encontrar a mi problema una solución que no existía. Al llegar la noche me dije a mi misma que ya estaba bien, que tenía que aceptar mi destino por muy cruel que se me presentara. No podría escapar jamás y cuanto antes lo asumiera, mejor. Jamás lloré tanto como aquella noche, la más larga de mi vida.

No podría decir con rotundidad cuánto tiempo transcurrió hasta mi inesperada liberación, puede que fueran semanas, tal vez meses, pues en mi encierro perdí la noción del tiempo. Una mañana llamaron a la puerta. No podíamos abrir, estábamos encerradas, así que los que estaban al otro lado comenzaron a golpear con fuerza hasta que consiguieron tirar la puerta abajo. Todas vestían el burka menos yo, era mi gesto de rebeldía, así que a mi se dirigieron, ignorando por completo a las demás, y me sacaron a empellones de la casa. Supuse que era talibanes ante los que mi tío me había denunciado a saber por qué, y mientras me metían a empujones en un coche destartalado adiviné que había llegado la hora de mi muerte y rogué a dios, o a quien fuera, que no me hiciera sufrir demasiado.
Sólo cuando llevábamos unos cuantos kilómetros recorridos, uno de mis secuestradores se quitó la máscara que cubría su cara y me dio la más grata sorpresa de mi vida. Era Patricia, la mujer que se había ofrecido a ayudarme en la Embajada Española.
-Pero...¿cómo....?
-Fatia no hagas preguntas, no merece la pena, de verdad. Escúchame bien. Mis compañeros te van a sacar del país por Pakistan, cruzaréis la frontera campo a través y una vez allí tomarás un avión rumbo a Madrid. Te hemos preparado documentación falsa que te será facilitada ahora mismo. En teoría estás casada con Hassán, uno de los dos chicos que te van a acompañar. Lleva el burka siempre puesto, pues es probable que pronto comiencen a buscarte. Si pasáis algún control no hables, no digas nada, deja que Hassán se ocupe de todo, si os llegan a descubrir ya sabes cual será la suerte que os espera. Hay mucha gente implicada en sacarte del país. Todos, absolutamente todos, saben cuál es su cometido, así que no debes preocuparte por nada. Cuando llegues a Madrid tienes que dirigirte a la dirección que te facilitará el compañero que te estará esperando en el aeropuerto de Islamabad. Tú y yo nos volveremos a ver pronto. Suerte.

Siete días tardamos en llegar a Islamabad. Cruzamos la frontera caminando por caminos empedrados, cruzando empinados barrancos que parecían no llevar a ninguna parte, pero aquello era necesario para burlar los controles que los talibanes establecían en los lugares menos pensados. En más de una ocasión a punto estuve de tirar la toalla. Tenía hambre y mis pies se habían convertido en un par de yagas sangrantes. Andábamos por la noche y durante el día nos guarecíamos en alguna cueva o en algún recodo apartado del camino, a salvo de las miradas asesinas. Sólo el recuerdo de mi madre y las últimas palabras que escuché de su boca me daban fuerzas para continuar mi huida. Y lo conseguí.

En España mis sueños se hicieron realidad. Patricia y todos los demás, tanto mujeres como hombres de la asociación, tuvieron mucho que ver en ello. Sin su ayuda todo hubiera sido mucho más difícil o tal vez imposible.
Hoy me miro al espejo y veo la mujer que siempre deseé ser, una mujer respetada como ser humano, independiente, una persona que maneja su propia vida y toma sus propias decisiones, algo que allá nunca hubiera conseguido. Guardo en el armario el burka que cubría mi cuerpo en mi huida, y lo hago para que la cómoda vida que ahora llevo no me haga olvidar la que un día me obligaron a llevar Debe estar ahí siempre, porque hace que mi mente tenga constantemente presente que debajo de ese trozo de tela tosca hay, ante todo y sobre todo, una mujer que sufre.

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