lunes, 21 de noviembre de 2011

EL VIEJO PASODOBLE


“Soldadito español
soldadito valiente
el orgullo del sol
es besarte la frente...”
Así sonaba el estribillo de aquel pasodoble que mi abuela solía poner en su viejo gramófono. Siempre que tenía lugar alguna celebración que reuniera a sus hijos y nietos alrededor de su mesa, mi abuela terminaba la fiesta haciendo sonar aquella canción, a la vez que tomaba a mi abuelo de la mano y juntos bailaban al son de aquellas notas que ahora se me antojan lejanas y anticuadas. Ella siempre contaba que escuchándolas se había enamorado del abuelo, a la postre militar retirado, y que por eso el famoso pasodoble tenía un significado muy especial para ambos.
Mis abuelos hace años que pasaron a mejor vida y con ellos se llevaron, entre otras cosas, su querida canción. Nunca pensé que aquellos acordes tan unidos a mi infancia volverían de repente a mi memoria, hasta que ocurrió lo de David.
David era un chico del barrio, un amigo del alma, compañero de colegio, de juegos en la calle, de catequesis para la primera comunión, del despertar adolescente. Vivía en el segundo piso de mi mismo edifico y desde pequeños nos convertimos en dos seres inseparables. No había secreto que no compartiéramos ni minuto que no nos echáramos de menos cuando no estábamos juntos. Tal era nuestra unión que a nadie le resultó extraño que al cumplir apenas los quince años nos hiciéramos novios. David fue el chico con el que descubrí el dulce sabor de los primeros besos, las mariposas revoloteando en mi estómago, las primeras caricias furtivas regaladas a escondidas del mundo.
Pero un día la vida, o el caprichoso destino, o quién quiera que sea que lleva las riendas de nuestra existencia, nos separó y destruyó nuestro amor de juventud de la misma manera que las olas del mar destruyen los castillos de arena. Yo me marché a estudiar a otra ciudad y él se quedó en nuestro barrio de siempre. Yo conocí un mundo diferente que me enseñó que había una realidad desconocida y nueva llamándome a gritos, una realidad que David no me podía ofrecer, que no podía encontrar en la pequeña ciudad en la que hasta entonces había vivido. La distancia hizo el resto. Tomamos rumbos diferentes, emprendimos caminos que seguramente jamás podrían cruzarse, como así fue.
Yo terminé mis estudios y me quedé en Madrid, donde por fortuna en seguida encontré trabajo. David acabó enrolándose en el ejército y también se marchó lejos. No fue hasta muchos años más tarde, durante unas vacaciones de Semana Santa en casa de mis padres, en nuestro barrio de siempre, cuando nos volvimos a encontrar por la calle, de casualidad. Me sentí muy feliz de volver a verle y creo que a él le ocurrió lo mismo, a juzgar por la alegría con la que me saludó y sus cariñosas palabras. Me invitó a tomar un café y sentados en una terraza, durante apenas una hora, nos pusimos al corriente de nuestras vidas, vidas que, por otra parte, tampoco tenían nada de extraordinario ni de diferente a las de los demás mortales. Cada uno se había casado y había tenido hijos, cada uno tenía un trabajo que llenaba en mayor o menor medida sus aspiraciones, ninguno había sufrido estrepitosos fracasos ni horrendas desgracias. Todo era normal y corriente.
-Dentro de un mes me voy a Afganistán – me dijo con entusiasmo – ya sabes, en misión de paz.
No dejó de sorprenderme la calma con la que me dio aquella noticia. Le pregunté si no se sentía inquieto ante semejante perspectiva y me contestó que no, que era su trabajo y que lo hacía con gusto.
-Es que a mi eso de la misión de paz me parece una estupidez con la que pretenden engañarnos – le dije en un arranque de ideologismo antimilitarista- Lo que hacen es llevaros a una guerra encubierta en la que ni este país, ni ningún otro pintan absolutamente nada.
David se limitó a sonreír.
-Es una opinión tan válida como cualquier otra, pero con la que no estoy de acuerdo. Esas gentes nos necesitan y vamos allí a ayudarles en todo lo que podamos.
-Pero tu familia....
-Mi familia ya está acostumbrada y créeme si te digo que se sienten muy orgullosos de mi trabajo, aunque no dejen de sentir cierta preocupación, como es lógico.
No quise entrar en más discusión sobre el tema, no era el momento ni el lugar, así que llevé la conversación hacia otros derroteros más triviales y al cabo de un rato nos despedimos con la satisfacción de habernos encontrados y la promesa de no dejar pasar tanto tiempo antes de volver a hacerlo de nuevo, promesa que, por desgracia, jamás podríamos cumplir.
Hace apenas unos días mi madre me llamó por teléfono para darme la triste noticia de la muerte de David. En Afganistán, a miles de kilómetros de su casa, lejos de su tierra y de su familia, el ataque de un terrorista suicida había terminado con su vida, había segado su juventud y matado aquel entusiasmo que me había mostrado por estar haciendo el bien a los demás.
Ayer, en su triste funeral, bajo un sol de justicia, mientras las paladas de tierra caían sobre el féretro, mientras su mujer lloraba abrazada a la bandera de España que segundos antes había arropado el cuerpo de su marido, volví a preguntarme de nuevo por qué demonios tenían que existir guerras estúpidas en las que todos éramos perdedores y casi sin darme cuenta regresó a mi mente la melodía que tantas veces había escuchado de pequeña, mientras una lágrima salada y amarga surcaba mi mejilla por el amigo que se iba.
“Soldadito español
soldadito valiente
el orgullo del sol
es besarte la frente....”

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